EL PAíS › OPINIóN
› Por Washington Uranga
En la vida política argentina, el año 2001 está marcado por diferentes apelativos. Es para muchos la cristalización de rupturas, transformaciones y cambios, resumidos (y simplificados) bajo la palabra “crisis”. Como ocurre con todas estas lecturas, también se puede hablar del 2001 como del momento del surgimiento de nuevos protagonismos y de otras formas de lucha política, social y ciudadana. Se puede decir que entonces se plasmó un nuevo modo de participación de las organizaciones y movimientos sociales y populares, cristalizando un proceso que se había iniciado mucho antes a caballo de la inoperancia de las organizaciones políticas tradicionales, de la pérdida de legitimidad de parte de la dirigencia sindical y frente a la huida del Estado de muchas de sus responsabilidades fundamentales. Renovados actores instalaron también otras metodologías de acción: el piquete y la irrupción en el espacio público para dar visibilidad ciudadana a sus reclamos y como una manera de convocar la atención de los medios de comunicación, en una sociedad cada día más atravesada por la “mediatización”. Otros actores y otros métodos de lucha y la consiguiente reconfiguración del espacio público.
En 2003 Néstor Kirchner llegó al gobierno con escaso respaldo electoral, en un escenario conflictivo con gran presencia de estos nuevos actores y la instalación pública del reclamo como principal forma de lucha. Kirchner entendió entonces que no podía echar la historia para atrás y, es más, que debía capitalizar políticamente esas iniciativas. La “transversalidad” no apuntó sólo a engrosar el caudal político del oficialismo sumando fuerzas políticas ajenas al justicialismo, sino a incorporar a estos nuevos actores provenientes del costado social. Se decidió no reprimir ni criminalizar la protesta, pero al mismo tiempo se desarrollaron mecanismos de negociación permanente para dar respuesta a las demandas y, por esa vía, disminuir la conflictividad y captar adhesiones.
Los resultados fueron diversos. Las discrepantes perspectivas políticas, las expectativas de cada organización, la conformación social de las bases de cada una de ellas y el accionar político del Gobierno –sus concesiones y sus negativas, las preferencias con unos y el relegamiento de otros– generaron diferencias en el comportamiento de las organizaciones y movimientos. Hubo quienes, por decisión propia y por habilidad del Gobierno, se sumaron a la gestión. Entre éstos están aquellos que, con el tiempo, decidieron pasarse a la vereda de la oposición y la crítica –más o menos virulenta según el caso–, mientras que otros permanecieron firmes en la defensa del Gobierno. Es verdad que entre los últimos se puede señalar algunos cooptados por el oficialismo y otros que, aun permaneciendo fieles a la actual gestión, no evitan las críticas a determinadas medidas o a la acción de ciertos funcionarios. Finalmente, están además aquellos que nunca abandonaron la crítica permanente.
Algo tienen todos en común: la calle, el espacio público es parte esencial de la forma de hacer política. Tanto para demandar, para oponerse como para apoyar. El Gobierno –tal como lo ha ratificado en estos días Cristina Fernández– eligió evitar la represión de la protesta. Pero es evidente que aquí se plantea una colisión entre el derecho a reclamar y el que tienen todos los ciudadanos al uso del espacio público y a la libre circulación. Un dilema aún sin soluciones políticas ni sociales y una fuente de mal humor no recomendable en tiempos electorales. Lo descripto antes acerca de los diferentes rumbos que han tomado las organizaciones y movimientos sociales pone en evidencia también la disparidad de objetivos y propuestas. Ya casi no existe la coordinación y el diálogo que antes era permanente entre estas organizaciones. Como decíamos: lo único común es la calle. Pero allí se superponen y se contradicen. En algunos casos se enfrentan.
Fallecido Néstor Kirchner desapareció también el hombre que podía dialogar con todos los dirigentes (independientemente de su posición política) y al que todos respetaban y escuchaban. También con quien discrepaban. No hay actualmente en el Gobierno ningún interlocutor de tanto peso. Hay respeto por la Presidenta, pero no es ella quien puede mantener este tipo de diálogos. El jefe de Gabinete, Aníbal Fernández, es un hombre de gran cintura política, pero muchos desconfían de sus métodos y sus habilidades. Hay nuevas tareas en un año electoral. Es preciso rearmar el escenario y para ello hay que encaminar también el diálogo con las organizaciones y movimientos sociales, así esto no signifique recuperar la “transversalidad”. Es necesario tanto para dar respuesta a las demandas y bajar la conflictividad en la medida de lo posible, como para intentar sumar voluntades electorales que afiancen las posibilidades de una victoria en primera vuelta para Cristina Fernández. Al mismo tiempo hay que encontrar caminos y formas de negociación que eviten el uso indiscriminado y caótico del espacio público, sin que ello signifique recurrir a la represión violenta como único recurso. El mal humor de la clase media tampoco es un buen aporte a la hora de las urnas. Temas para considerar en la agenda electoral del año que comienza.
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