EL PAíS › OPINIóN
› Por Oscar González *
El año político que acaba de concluir comenzó prematuramente, con una decisión desafiante e imprescindible, la de asumir el pago de la deuda pública con reservas del Banco Central. Hubo que despedir a Martín Redrado y reemplazarlo por Mercedes Marcó del Pont, designación tenazmente resistida por la oposición legislativa, para devolverle a esa entidad su papel en la preservación de la estabilidad macroeconómica, la promoción de la industria y la generación de empleo. En ese enero se crispó la derecha económica y política, cuyas vacaciones se vieron turbadas por un gesto considerado inaudito: el año que se suponía decisivo para postrar al Gobierno comenzaba con una administración que se negaba a aceptar derrota alguna y resistía las exigencias de los grupos de poder.
Las elecciones de junio de 2009, teñidas por los resultados bonaerenses, habían disminuido significativamente la representación parlamentaria oficialista y alentaban la ilusión de que 2010 sería la apoteosis de la oposición. De hecho, la circunstancial mayoría opositora loteó y se repartió las comisiones decisivas de ambas Cámaras sin respetar la tradición parlamentaria que privilegia a la primera minoría. Esa usurpación, que vivieron como un triunfo, inundó a sus protagonistas de prematuras ilusiones.
Mientras los medios oligopólicos, eufóricos, le dictaban la agenda sin disimulos, se descontaba que la suma de la derecha justicialista, el radicalismo, el PRO y la Coalición Cívica lograría maniatar a un gobierno que los había desconcertado con su intrépida iniciativa política. Esos voceros insistían tanto con que el oficialismo había sido aplastado electoralmente –lo que ni siquiera era cierto a nivel nacional– como con que el Gobierno carecía de consenso para sostenerse hasta el fin de su mandato, que hasta creyeron que podían voltear las retenciones agropecuarias, impedir el desendeudamiento y desfinanciar al Estado con medidas como el 82 por ciento móvil, lo que obligaría al Gobierno a gastar más y recaudar menos, imponiéndole una política de ajuste con costos sociales altísimos.
Si algún sector imaginó que con todo eso podía acceder al Gobierno este año y ver después qué hacer con el desastre, para los grandes grupos de poder no había duda: apropiarse del poder político implicaba acabar con el modelo productivo basado en la expansión del empleo y el consumo y volver al modelo rentístico financiero que comenzó con la dictadura, se profundizó con Menem y se mantuvo incólume hasta la llegada de Néstor Kirchner.
Las patronales del campo brindaron anticipadamente por el fin de las retenciones y de los fastidiosos controles de organismos como la Oncca y supusieron que si no se podía eliminar al menos se votaría un supuesto contralor parlamentario destinado a paralizarlos. En los hechos se intentó imponer un sistema de cogobierno con el Congreso, no importa lo inviable que fuera, ya que el propósito era paralizar al Ejecutivo y quebrar al Estado.
Así, la oposición esterilizó al Congreso, convirtiéndolo en mero ámbito denegatorio donde el debate se trocó en diatriba y, sin propuestas, anuló su fecundidad política. Puesto que toda iniciativa oficialista era mala (o, al menos, de motivación inconfesable), la oposición se libró de formular alternativas y, con ello, se convirtió en políticamente mediocre, limitándose a repetir los clichés allegados por los conglomerados de prensa.
Bajo la invocación de que el Parlamento dejaría de ser una simple escribanía, la oposición transformó su heterogéneo caudal en brazo legislativo de quienes creen que la política y sus instituciones no deben perturbar a los mercados y, a poco andar, ni siquiera pudo ponerse de acuerdo sobre ningún tema. Ello descerrajó el enojo de los medios que comenzaron a descalificar a los líderes opositores llamándolos incompetentes, sectarios y mezquinos, ya que fracasaban una y otra vez, mientras el kirchnerismo y sus aliados desbarataban sus ilusiones de un asalto final, mortal para el Gobierno.
Así llegó el final de un año parlamentario olvidable, con la trabajosa aprobación de apenas 69 leyes y un solo y módico “éxito” opositor: forzar el veto presidencial al proyecto del 82 por ciento móvil, iniciativa que, estimaban, iba a movilizar a multitudes de jubilados, épico suceso que nunca ocurrió, ya que la mendacidad de la iniciativa (y, sobre todo, la política previsional del Gobierno) no logró entusiasmar a sus presuntos beneficiarios.
Es destacable, en cambio, que con impulso o apoyo oficialista, se aprobaran importantes normas de ampliación de derechos de ciudadanía como la de matrimonio igualitario y la de Salud Mental, que se propone evitar los procesos de cronificación y deterioro producidos por las internaciones psiquiatritas prolongadas.
Acostumbrados al mero ritual y a perorar sobre los méritos intrínsecos del ceremonial republicano, los contradictores del Gobierno optaron por el espectáculo, ignorando el proceso de transformaciones profundas y creciente protagonismo popular que asomó como recomposición positiva de conciencia emancipatoria en el Bicentenario y se consolidó después tras la infausta desaparición de Néstor Kirchner, al desatarse ese enorme y multitudinario dolor colectivo que hizo visible un nuevo movimiento político, social y generacional que refleja hasta qué punto el pueblo ha asumido como propio el proceso de reformas iniciado en 2003.
* Dirigente socialista, secretario de Relaciones Parlamentarias.
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