EL PAíS › OPINIóN
› Por Javier Auyero * y Agustín Burbano de Lara **
En un artículo reciente publicado en la revista de sociología más prestigiosa de los Estados Unidos, Alice Goffman describe los efectos de las escalofriantes tasas de encarcelamiento en la vida cotidiana de las comunidades afroamericanas pobres. El impacto de la hiperprisionización de los afroamericanos, nos dice la autora, no puede ser medido exclusivamente en cifras. Hay que indagar en el clima de miedo generalizado y de sospecha mutua que este modo de dominación está teniendo en el ghetto negro.
Sabido es que el sistema carcelario es un mecanismo de reproducción de la de-sigualdad duradera, de transmisión intergeneracional de las desventajas sociales, y de regulación de la vida de los pobres. Sin embargo, el artículo de Goffman nos demuestra que los “regulados” no son víctimas pasivas, inmovilizados por completo en redes de control. Discutiendo con la hipótesis del panóptico foucaultiano, el trabajo etnográfico de Goffman la lleva a cuestionar la idea de una sociedad caracterizada por la creciente vigilancia y un monitoreo completo y constante de los ciudadanos. En el ghetto americano no encontramos, afirma la autora, sujetos bien disciplinados, sino ciudadanos que evaden y resisten a la autoridad, sujetos que están “on the run”, escapándoles a los tentáculos que, en las últimas dos décadas, se han dedicado a “castigar a los pobres” como tan bien lo retrata el sociólogo francés Loïc Wacquant. Argentina ha asistido en las últimas dos décadas a una expansión de su población carcelaria que, en términos porcentuales, se asimila a la experimentada en este país. Si bien existe una diferencia notable en las tasas de encarcelamiento de ambos países (183,5 presos por cada 100.000 habitantes en Argentina, 760 por cada 100.000 en los Estados Unidos), ambos países han sido testigos de un espectacular crecimiento de sus cárceles.
Desde el retorno de la democracia, Argentina registró un aumento de casi 400 por ciento en la población en cárceles federales. Según datos proporcionados por el CELS; en Buenos Aires, la tasa de encarcelamiento creció de 71 por cada 100.000 habitantes en 1990 a 198 cada 100.000 en el 2010. Casi el 70 por ciento de las treinta mil personas sufriendo las infrahumanas condiciones que dominan las cárceles bonaerenses no tiene sentencia judicial; 30 por ciento de ellos serán declarados inocentes cuando sus casos concluyan de acuerdo con los datos del propio gobierno. Este crecimiento fenomenal guarda poca relación con el crecimiento demográfico y/o con la intensificación del crimen –entre 1990 y el 2007, las tasas de crimen subieron 64 por ciento, mientras que las de encarcelamiento incrementaron en un 200 por ciento (1994-2009).
Dado este desarrollo, cabe preguntarse con Goffman (y con Foucault), sobre cómo el creciente encarcelamiento de los excluidos (más de la mitad de los presos estaban desempleados en el momento de su arresto y poseen niveles de educación muy inferior a la media) afecta la vida en los barrios en donde éstos habitan. Esa pregunta es una de las que guía la investigación que llevamos a cabo hace más de un año en la zona del cuartel Noveno de Lomas de Zamora. Y, curiosamente, estamos detectando procesos análogos –aunque no similares– a los descriptos por Goffman. Tanto en el ghetto como en los territorios de relegación del conurbano no existen esos sujetos completamente disciplinados imaginados por Foucault, pero no están ausentes otros modos de regulación.
A diferencia de dos décadas atrás, cuando uno de nosotros comenzó su primera investigación en el conurbano, hoy la cárcel es una constante presencia en la vida cotidiana de los barrios más marginalizados. Es muy común (mucho más usual que hace una o dos décadas) hablar con gente cuyos hermanos, hijos, padres, madres o familiares cercanos están presos. Pero el encarcelamiento no es el único espectro que atemoriza a los desposeídos. La violencia criminal, que antes solía imaginarse fuera del perímetro barrial y hoy aterroriza de manera mucho más cercana, es el otro. Encarcelamiento y violencia criminal son los fantasmas que asuelan al subproletariado del conurbano, desestabilizando sus vidas y dando lugar a estrategias de reclusión en el espacio privado del hogar que es percibido, aún hoy, como la mejor defensa frente a lo que acecha fuera de él.
Como escuchamos repetidas veces: “Yo (al pibe) no lo dejo salir, se tiene que quedar adentro de casa”. El monitoreo y vigilancia constante que Foucault divisó como característica central de las formas modernas de poder en Vigilar y Castigar no toma la forma de un panóptico de supervisión ininterrumpida. El monitoreo queda a cargo de atemorizados padres, madres y parientes quienes adoptan estrategias de prevención y reclusión frente a dos formas de violencia (estatal y criminal) frente a las cuales se perciben impotentes. Más que vidas reguladas encontramos vidas desestabilizadas. Más que sociedad disciplinaria encontramos estados de emergencia. En el ghetto la supervisión no está basada en la observación y disciplinamiento constantes sino en un sistema de chequeos mediante el cual algunos son ocasionalmente (y de manera arbitraria) monitoreados, observados o desposeídos. En los barrios marginalizados de Buenos Aires, la horca pública que, según Foucault, inspiró tanto miedo y definió la forma premoderna de poder, no es reemplazada por la vigilancia panóptica sino por dos tipos de violencia que, en la vida de los más destituidos, funcionan como formas de regulación imbricándose y reforzándose mutuamente en la producción de constante precariedad y emergencia.
* Profesor de Sociología en la Universidad de Texas-Austin.
** Estudiante de Sociología en la Universidad de Buenos Aires.
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