EL PAíS › OPINION
› Por Hernán Patiño Mayer *
“Sacate el tutú rosado y calzate los guantes de box.”
(Michael Moore al presidente Obama)
Según Aristóteles, la armonía es sinónimo de la belleza y la belleza sin duda un ingrediente de la felicidad. Pero ¿es posible la armonía allí donde reinan desigualdades agraviantes y el poder las ignora o, lo que es peor aún, las fomenta en su propio beneficio? A la armonía sólo se llega limando las hirientes asperezas de la desigualdad. Cualquier otro camino está pavimentado de claudicaciones, complicidades o resignación.
Cuando la realidad y la voluntad popular imponen a un gobierno la lucha por la democratización del poder para detener la fragmentación comunitaria, la disgregación social y su propia degradación al ejercicio formal de la representatividad electoral, aparece el conflicto. El nivel de su intensidad puede ser administrado en función del grado de resistencia que ofrezcan los que lo detentan y la habilidad de los que lo desafían, pero la conflictividad y la confrontación no se esfuman en el aire de la buena voluntad.
No hay una situación de desigualdad agraviante que pueda ser siquiera disimulada, sin algún grado de conflictividad. Su intensidad dependerá de al menos tres condicionantes: a) La magnitud del agravio que se intenta reparar; b) la resistencia de los detentadores del poder y c) la solidez de la voluntad transformadora de quienes gobiernan.
La habilidad de aquellos que intentan cambiar, con vocación de permanencia, las relaciones de poder en una sociedad herida por la inequidad reposa en su capacidad de forjar alianzas con quienes, aunque no compartan la totalidad del proyecto transformador, no son parte del poder real o sólo son sus convidados circunstanciales. La capacidad de generar alianzas para librar cada una de las batallas define la potencialidad de la conducción y la concepción estratégica del proyecto transformador. Y esto, siempre y cuando la acumulación de fuerzas no degenere en un extraviado pragmatismo.
Aceptar que los gobiernos populares –populistas– han llegado a donde los puso la voluntad libre de sus pueblos, para romper con los entramados del poder tejidos a lo largo de más de tres décadas de gobiernos tiránicos y terroristas, de democracias condicionadas o interesadamente alineadas con el discurso único del “neoliberalismo”, exige asumir el conflicto como el único camino capaz de reconstruir la armonía social despedazada. Exige además de la sociedad (esto quiere decir de nosotros) cargar sobre sus espaldas la indiferencia con la que fue testigo de tamaña masacre social.
De la habilidad política de los gobernantes, de su capacidad para forjar alianzas sin renunciar ni a los principios ni a los objetivos; de la eficacia de la gestión, lo que exige una lucha sin cuartel contra la corrupción (la de los ladrones y también la de los ineptos); de la voluntad de reinstalar la política como instrumento de participación y movilización popular. De todo esto y seguramente de algo más dependerá que este reverdecer de “la hora de los pueblos”, producido sobre el fracaso manifiesto del modelo neoliberal, pueda transformarse en la construcción de sociedades que restableciendo su armonía –proscribiendo las hirientes asperezas de la desigualdad– preparen el terreno para consensos duraderos, sin resignar para construirlos, la pasión por una sociedad más justa y libertaria.
Es casi ridículo si no cínico que quienes supieron convivir con las tiranías y en muchos casos fueron sus inspiradores y socios tras bambalinas, denuncien hoy a los gobiernos populares –populistas– de promover la conflictividad y carecer de vocación por el consenso. Confunden a sabiendas el consenso con las negociaciones penumbrosas a las que estaban habituados, donde los pueblos amordazados eran pasivos sujetos (víctimas) de sus tropelías. Confunden el consenso con la armonía de los poderosos. Confunden el consenso con los modales prolijos de los que tienen en común los mismos intereses. En realidad, nada confunden. Lo que pretenden es sembrar la confusión para cosechar lo único que realmente les interesa, su permanencia en el control del poder.
Pretender que la transformación de la América del Sur, el más inequitativo continente del mundo, pueda darse sin conflictividad, o es estupidez o es complicidad. El problema no está en el conflicto –por otra parte inevitable– sino en la capacidad de los gobiernos populares de administrarlo, evitando costos innecesarios, forjando alianzas imprescindibles y dando testimonio de fidelidad a la voluntad que los pueblos expresaron en las urnas.
Basta entonces de cuestionar modales y exigir buenas conductas, cuando quienes las reclaman supieron convivir con las expresiones más brutales de nuestra dolorosa identidad. Basta de escandalizarse por las formas cuando fueron capaces de ignorar las tragedias que aquéllas buscaron disimular. Basta de hipocresías y esto sí vale para propios y extraños. Estamos en conflicto. Y el conflicto sólo concluirá cuando realmente se reestablezca la armonía, la que, junto con la felicidad, son utopías detrás de las cuales vale la pena militar.
* Ex embajador argentino en Uruguay.
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