EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
La explosión de regímenes autocráticos y pleistocénicos en el mundo árabe suministró algunas ideas a los analistas de la oposición. El impacto de esos remezones hizo que la equivalencia, sugerida entre líneas, con el gobierno argentino fuera una tentación demasiado fuerte para evadirla. Hubo un debate sobre las supuestas ambiciones de eternizarse al estilo Mubarak, discursos sobre megacorrupciones al estilo del mandamás tunecino o sobre el fanatismo de jóvenes izquierdistas que estimulan poses mesiánicas al estilo Khadafi. El foco de estas elucubraciones, advertencias y velados desprecios está puesto sobre la nueva generación que se incorpora a la militancia. Es uno de los fenómenos más renovadores de la política en los últimos años y por lo tanto el nuevo blanco para aniquilar. Cuanto más se manifieste, mayor será el esfuerzo para devaluarlo y demostrar que cualquier expresión de la utopía termina en cinismo, corrupción o autoritarismo. Los jóvenes tienen que pensar y actuar como viejos desahuciados en una sociedad desahuciada.
Es un momento particular para estos analistas, sin que haya un candidato que los entusiasme, ni siquiera los que ellos respaldan, y dando por perdidas las próximas elecciones presidenciales. Como el novio desairado que azuza la caricatura de su competidor-ganador, quieren mostrar los reflejos equívocos de la crisis nordafricana como un pariente cercano de lo que pasa –y podría pasar en el futuro– en la Argentina.
Se habla de las relaciones con Khadafi, iniciadas por Perón en los ’70, sostenidas por López Rega y recientemente realimentadas por la visita de Cristina Fernández a Libia en una gira por el mundo árabe. Con los Kirchner, habría odaliscas, jeques y vientos del desierto en los jardines de Olivos. El parangón tiene su chiste. Alguien comentó también que esa figura de los esposos alternándose eternamente tenía tufillo a café turco.
Perón inició en los ’70 la relación con Khadafi, porque fue en esa época que surgió el político libio. Con excepción de López Rega, Carlos Menem y Leopoldo Galtieri, las relaciones de los gobiernos argentinos con el libio se mantuvieron en lo diplomático y comercial. En el último viaje presidencial por la región, los discursos y actitudes fueron similares en todos los países que se visitaron, desde Turquía hasta los emiratos del Golfo. El último khadafista reconocido en Argentina fue Carlos Menem.
La idea de eternizarse en el sillón no es solamente del mundo árabe, pero en todo caso es muy diferente la delegación de un poder heredado de padre a hijo o de esposo/a a esposa/o que cuando esa delegación no se da sino que cada quien tiene su propio peso específico, su propia militancia y su propia identidad. En ese caso, el parentesco es anecdótico y la equiparación, muy forzada.
Argentina no sufre un régimen sahariano, pero las admoniciones que se dirigen sobre todo a la juventud parecieran apoyarse en esa hipótesis: advierten sobre las revoluciones nacionalistas o de izquierda “porque miren como terminan”. La acusación no es tanto por no ser democráticos, sino por expresar una idea nacional o de izquierda. Porque los jóvenes a los que están dirigidos estos sermones no se han manifestado como antidemocráticos, sino que en su mayoría participa en fuerzas democráticas, nacionales o de izquierda, del oficialismo y de la oposición.
Para estos obispos del periodismo opinado, las ideas progresistas de izquierda o antiimperialistas son las que llevan a ese destino. Sin embargo, por acá, las únicas dictaduras que hubo fueron todas de derecha desde el principio hasta el final. Resulta interesante anotar que el régimen de Mubarak en Egipto hace mucho que había dejado atrás el nacionalismo de Nasser para convertirse en un gran aliado de la política norteamericana en la región; que el partido de gobierno derrotado en Túnez era socialdemócrata, afiliado a la Internacional Socialista, por lo cual la reacción europea fue tardía, y que el principal aliado de Khadafi no era Chávez, sino Berlusconi, que se resistió a condenarlo.
En todo caso, resultaría interesante investigar los motivos que llevaron a estos regímenes que en sus comienzos tuvieron mucha popularidad a ser derrocados por grandes movimientos populares. Gobiernos que, además, cambiaron sus contenidos y terminaron haciendo lo opuesto a lo que se habían planteado al empezar.
Esta preocupación por la juventud aparece cuando después de mucho tiempo se produjo un sacudón generacional que llevó a miles de jóvenes a interesarse nuevamente por la política. Por el contrario, los analistas no se preocuparon cuando los pocos jóvenes que se acercaban a ella lo hacían para enriquecerse o cuando varias generaciones renegaron de ella.
A veces el discurso trata de ser aleccionador y desde el cinismo habla de “las ilusiones en falsas revoluciones”. Otras es directamente despreciativo: “Muchachos métanse a la Cámpora que se van a hacer ricos”. O son muy tontos o son muy corruptos. Y también están los que muy al estilo Vargas Llosa hablan de “las buenas intenciones de los fanáticos que, indefectiblemente, desembocan en las masacres”. Todas estas frases se han repetido en las últimas semanas, usando a veces la crisis en Medio Oriente como telón de fondo y otras el debate sobre la invitación a Vargas Llosa para que inaugure la Feria del Libro o el furcio de una diputada oficialista que planteó su deseo de una re-reelección.
En forma solapada, y a medida que el fenómeno se hizo visible, se fue abriendo una nueva zona de debate relacionada con la juventud. Los pioneros fueron Mariano Grondona y Marcos Aguinis, cuando equipararon a estos jóvenes con las juventudes hitlerianas. La obsesión por los “fanáticos” sobresale en esas miradas a las que, sin embargo, no les preocupan los “fanáticos” por enriquecerse o por hacerse famosos de cualquier manera, ya que éstos serían los paradigmas aceptables. El hijo de Vargas Llosa, quien ya no es tan joven, aunque en algún momento fue criado como un joven por el escritor, suele residir en Miami y se mueve en ese mundo de valores. Sin nada del talento de su padre, se hizo famoso entre las derechas latinoamericanas con un libro que declara “idiotas” a los que no piensan como él. Pero nadie lo calificará de “fanático” porque va atrás de un negocio: lo que hace tiene un sentido. En cambio, un joven que tiene vocación social, actúa por solidaridad, sensibilidad y con desinterés material o personal, no tiene sentido y sí resulta sospechoso de fanatismo, como el protagonista de El sueño del Celta, la última novela de Vargas Llosa. Seguro que un idealista se convierte en fanático y termina poniendo bombas con el IRA. Por eso, lo mejor es que los jóvenes sólo ambicionen enriquecerse y que sus preocupaciones sociales solamente apunten contra aquello que ponga límites a esa posibilidad. No eduquemos guerrilleros del IRA y sí ciudadanos del libre mercado.
Esa idea no es nueva. En los años de la dictadura y aun durante los ’80 y los ’90, ese discurso se instaló como hegemónico a causa del miedo. El drama de la militancia setentista fue un argumento terriblemente aleccionador. El terror fue tan grande y caló tan hondo que, aun después de que los militares se hubieran retirado, hizo difícil una reflexión serena. Los entusiasmos por la nueva democracia y las esperanzas fueron destellos que se encendían esporádicamente a pesar de todo, para ser apagados por el pragmatismo y el cinismo y volver a aparecer cada vez con menos fuerza hasta la crisis del 2002. Paradójicamente, esa crisis terminó por separar de la política a las nuevas generaciones y, en general, a la mayoría de las personas.
Aunque en lo inmediato no todos se beneficien de la misma manera, a mediano plazo el regreso de los jóvenes que emergieron tras la muerte de Néstor Kirchner redunda en beneficio de la democracia y de todos. Pero están los que se sienten amenazados por ese fenómeno y serán sus principales enemigos, sobre todo en los medios. Cada joven que asome la cabeza como dirigente o como funcionario será puesto bajo la lupa, destripado, denunciado y descalificado, y será atacado por tonto, inepto, fanático o corrupto. Esos jóvenes tienen un desafío muy grande porque a ellos se lo pondrán más difícil. Están obligados a no dejar ningún flanco al descubierto y a demostrar que se puede gestionar o militar desde un lugar distinto al de la vieja política. Ellos tienen la gran oportunidad histórica de construir paradigmas más limpios, más reales y modernos, para una nueva acción política. Implica sacrificio sin estrecheces pero sin grandes retornos materiales. No es una cuestión de vida o muerte, pero tiene el valor supremo de un proyecto que le da sentido a la vida. En muchos aspectos, es la retribución más valiosa.
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