Mar 08.03.2011

EL PAíS  › ADELANTO DEL LIBRO ¿QUIéN MATó A MARIANO FERREYRA?, DEL PERIODISTA DIEGO ROJAS

Encuentro en la Casa Rosada

El asesinato de Mariano Ferreyra se produjo un miércoles. El viernes, militantes de La Cámpora se contactaron con Pablo, hermano de Mariano, para proponerle la gestión de una reunión con la presidenta Cristina Fernández. La propuesta tenía su origen en Máximo Kirchner, hijo de la pareja presidencial. Pablo simpatiza con el gobierno kirchnerista y los compañeros de militancia de Máximo se habían contactado con él a partir del asesinato de su hermano. Los Ferreyra, que habían decidido tratar de evitar que la realidad se entrometiera en su dolor por unos días, evaluaron luego si no convenía que la reunión se realizara, en todo caso, si se presentaban dificultades en orden judicial. De todos modos, decidieron aceptar la propuesta y alentar el encuentro. A los pocos días, Néstor Kirchner moría en Santa Cruz debido a una descompensación cardíaca.

A partir de ese momento, la reunión estuvo planteada en la agenda de la Presidenta, pero supeditada al luto que ella también atravesaba, y a las actividades que su cargo le demandaban.

Mientras los días pasaban, Beatriz Rial, miembro del sindicato docente de Buenos Aires (Suteba), recibió una llamada de Roberto Baradel, secretario general del gremio, que le ofrecía mediar para la realización del encuentro. Las dos líneas de contacto confluyeron y se fijó fecha. Cristina Fernández recibiría a la familia de Mariano el 5 de diciembre de 2010, un mes y una semana después de la muerte de su marido Néstor, un mes y dos semanas después del asesinato del militante del PO.

Suteba se encargó de la logística: la delegación –integrada por Ricardo, el papá; Beatriz, la mamá; Pablo y Rocío, los hermanos; Carolina Dursi, esposa de Pablo; Diego Morales, abogado del Centro de Estudios Legales y Sociales (organismo de derechos humanos que integran los letrados que representan a la familia de Mariano en la Justicia) y Baradel– se reunió en un local sindical en el barrio de San Telmo mientras esperaban los remises que los llevarían a la Casa Rosada. Pablo había escrito una carta, ayudado por su esposa, dirigida a la Presidenta. Se trataba de un texto en que, en términos personales, pedía que se vigilara la acción de la Justicia para intervenir si no se actuaba según los objetivos de alcanzar la verdad de los acontecimientos y condenar a los culpables. La carta fue revisada por Morales y sugirieron el agregado de un párrafo con especificaciones legales, le dieron forma, pero finalmente decidieron sacarlo, ya que cortaba el estilo íntimo que tenía el texto. En un momento avisaron que los remises habían llegado y esperaban en la puerta.

Era un día soleado. Horas antes, Pablo había dejado en la Casa Rosada los documentos de los participantes del cónclave para agilizar la entrada, de tal modo que, al llegar, un encargado los guió a través de los pasillos y patios del edificio hacia un salón de espera. Era un lugar espacioso, iluminado por algunas lámparas pero, sobre todo, con la luz natural que atravesaba las cortinas de las ventanas y bajo cuyos techos altos el silencio se hacía sentir. En el centro del salón había una mesa larga. Allí los esperaba Oscar Parrilli, secretario de la Presidencia, quien les anunció que no tardarían en realizar la reunión. Se brindaron los saludos de rigor. Una puerta se abrió y entró Juan Abal Medina (h.), en ese momento secretario de Gestión Pública de la Jefatura de Gabinete, y se les unió, mientras Parrilli aprovechó para retirarse. Abal Medina se caracteriza por un espíritu joven y cálido y su presencia distendió los nervios que mostraban los miembros de la delegación. El funcionario les comentó que la Presidenta estaba terminando de conversar con unos representantes de Hewlett Packard y que pronto aparecería. “Tengo una carta para la Presidenta, ¿a quién se la doy?”, preguntó Pablo. “No, se la das a ella en la mano y a nadie más”, le dijo Abal Medina. Pocos minutos después, el picaporte sonó y la puerta se abrió nuevamente.

Mientras todos se ponían de pie, Cristina Fernández avanzaba resuelta hacia Beatriz y no dejaba de mirarla a los ojos. “¿Qué te puedo decir? La verdad, no hay nada para decir –dijo mientras le tomaba las manos–. Hay que seguir adelante, Beatriz. Sé que la situación es diferente, pero yo tampoco estoy en mi mejor momento. El dolor de perder a alguien, sea de manera violenta o no, es algo que afecta profundamente a quienes quedamos vivos.” Se saludaron con un beso. Luego, la Presidenta hizo lo mismo con los demás, que se presentaron.

“Les quiero asegurar que este gobierno, desde que asesinaron a Mariano, se movió para que se haga justicia –comenzó a decir la Presidenta una vez que se sentaron en la larga mesa–. Néstor mismo tomó esa tarea como fundamental, a pesar de que se encontraba convaleciente de la operación que había tenido. Estaba débil y este acontecimiento lo agobió aún más. Aun así, había decidido poner todas sus energías en la resolución del caso.” El círculo cercano del ex presidente había señalado que el crimen había alterado a Kirchner y que, incluso, la noche anterior a su fallecimiento había tenido una discusión con Hugo Moyano en la que le reprochaba no haber podido evitar los acontecimientos. Máximo, hijo de la pareja presidencial, había dicho: “Al matar a ese pibe en Constitución, también mataron a mi viejo. Estaba indignado”.

“Miren, quiero explicarles sinceramente lo que creo que significa, para nosotros, el crimen de Mariano –continuó la Presidenta–. Yo no tengo dudas de que ese asesinato, además de significar una tragedia que principalmente ustedes sufren, se inscribe en la lógica de varios actos desestabilizadores que ha sufrido este gobierno. También por eso es necesario llegar hasta los últimos culpables. En ese sentido, todos los informes dicen que, hasta el momento, la Justicia está cumpliendo el papel que debe cumplir.” Cristina miró a los ojos a Pablo: “¿Vos pensás que está interviniendo bien la Justicia?”. “Sí”, contestó el hermano de Mariano. “Bien. Por eso nosotros, el Ejecutivo, vamos a dejar que siga llevando su acción tal como lo ha hecho hasta el momento. Sólo intervendremos si vemos que esto toma otro carril.”

En ese momento, la Presidenta comenzó a analizar el caso desde el punto de vista legal, recurriendo a su conocimiento de la causa y de las herramientas jurídicas que había aprendido durante el ejercicio de su profesión como abogada. En varias oportunidades cruzó opiniones con Morales, como si se tratara de un diálogo de colegas. “Es necesario que se identifique a un tirador. Para que esto avance hay que reconocer un tirador. ¿Cómo es posible que la gente del Partido Obrero no lo pueda identificar?”, preguntó la mandataria.

“Son chicos de 18 años –dijo Rocío–; en un primer momento seguramente tuvieron miedo.” “¿Vos qué edad tenés?”, le dijo la Presidenta. “Veinte”, contestó Roció. “Vos votás. Si podés votar podés ir a declarar y, si no lo hacés, es que actuás con cobardía. Yo también fui joven y en los setenta ser joven era muy distinto a esta época. Pero la responsabilidad es la misma. Y que alguien sea joven no lo exime de esa responsabilidad.”

“Presidenta, creo que a ellos también este crimen los agarró por sorpresa –intentó aclarar Pablo–. Los compañeros de Mariano se mostraban muy afectados. Esto los sobrepasó. El asesinato de mi hermano fue una situación excepcional, nadie se imagina que en una movilización alguien va a tirar a matar. De todos modos, todos los testigos que estuvieron ahí terminaron por declarar.” Pablo hablaba con calma, trataba de buscar ecuanimidad. “Al principio hubo una especie de choque con la fiscal, pero luego todos dieron su testimonio. Si el Partido Obrero debe responder por algo, en algún momento lo va a hacer, pero éste es el momento de encontrar a los culpables.” El silencio volvió a dominar el salón. Luego, Cristina asintió. “Hay que buscar más testigos –dijo–. Alguien tiene que reconocer al tirador. Hay que encontrarlo para tener la certeza de que el juicio va a salir bien. ¿Preguntaron en Chevallier?”, se volvió a dirigir a Morales. Volvieron a los vericuetos judiciales. “Pero hablen, hablen ustedes –los animó después de un rato la Presidenta–. Quisiera escucharlos.”

“Mirá –le dijo Pablo, que, debido a sus nervios, alternadamente tuteó y trató de usted a la Presidenta (más tarde, Abal Medina le diría, divertido, que debía haberla tratado de usted)–, yo creo que hasta el momento el Gobierno actuó muy bien en el terreno judicial. Incluso aportó a uno de los testigos de identidad reservada que fue fundamental en su testimonio. Pienso que, políticamente, al principio, no lograron ser claros. Y eso me preocupó. Tal vez lo que pasó con Mariano haya manchado esa política de no represión que el Gobierno levanta.”

“No, la verdad no estoy de acuerdo –respondió la Presidenta–. No creo que esto manche esta política. Hemos seguido sin reprimir la protesta social y no se puede inscribir el asesinato de tu hermano en un acto represivo del Gobierno.”

“Presidenta, las fuerzas de seguridad, la Policía Federal y la Bonaerense, establecieron una especie de zona liberada –continuó Pablo–. Tenemos el temor de que la investigación no se profundice en el interior de la policía y los sindicatos.”

Cristina hizo un pequeño silencio. Los techos altos del salón lo agigantaron. “Te soy sincera –dijo–. La única persona con la que estuve casada murió.” La Presidenta sonrió para distender el clima. Ricardo, papá de Mariano, emitió una pequeña risa nerviosa. “A mí no me importa la Federal ni la Bonaerense. Tendrán que dar una explicación sobre lo que pasó y, si fue una zona liberada, tendrán que pagar, al igual que si se prueba la complicidad de Pedraza y de todo aquel que haya intervenido en la realización del crimen.”

La charla tomó un rumbo más íntimo. La Presidenta preguntó sobre Mariano, cómo era, qué le gustaba hacer, cómo había sido su vida en Avellaneda. Beatriz le habló sobre su hijo. Le contó de su timidez, de las clases de teatro, de su militancia, de sus rulos. En un momento se quebró. Y lloró. La Presidenta se acercó para consolarla, la abrazó. “Esto es irreparable, la muerte de los que queremos no tiene reparación alguna, pero tenemos que seguir adelante, Beatriz”, le dijo. Cuando se volvió a sentar, preguntó a los hermanos de Mariano a qué se dedicaban. “¿Vos qué hacés, a qué te dedicás?”, preguntó a Pablo. “Soy fotógrafo. El otro día te saqué unas fotos en Aeroparque”, respondió. “Ah, ¡estuvimos cerca!”, sonrió. Miró a Carolina, le preguntó hace cuánto tiempo estaban casados, si habían tenido hijos, si los pensaban tener. En cierto momento, alguien se paró y los demás lo imitaron. Estaba concluyendo la reunión. La Presidenta miró a Rocío y la halagó: “¡Pero mirá el tatoo que te hiciste! Mi hija también se hizo uno. ¿Qué significa?”. Rocío le explicó. “Cualquier eventualidad, cualquier cosa, se comunican con Juan Manuel”, dijo la Presidenta señalando a Abal Medina. Cristina volvió a saludar a la familia, uno por uno. Al llegar a Beatriz, la volvió a abrazar. Luego se retiró por la puerta por la que había entrado, que conducía al despacho presidencial. La familia y sus acompañantes fueron guiados a la salida por personal de la Casa de Gobierno. Al llegar a la explanada del palacio presidencial, Rocío evaluó: “Fue como una reunión familiar”.

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