EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
Sería una simplificación mirar la restitución de las fiestas de Carnaval decidida este año por el Gobierno simplemente como parte de la política de incentivos al turismo o como una estrategia económica. También sería una ingenuidad creer que la decisión adoptada por la dictadura militar aboliendo el Carnaval fue apenas una demostración de supuesta austeridad por parte de los dictadores.
Ni tanto, ni tan poco. Nadie podría negar que en la decisión hay factores económicos y de estrategia política. También un sentido de justicia (ahora) y de injusticia (antes) respecto de los trabajadores y el reconocimiento o no de jornadas no laborables que pueden ser dedicadas al esparcimiento, a la distensión, a la vida familiar y cultural.
Pero habría que situar también la decisión actual en el camino de otras que se vienen adoptando para recuperar lo público como un espacio contenedor, la fiesta y la celebración como instancias que sirven para aglutinar a una comunidad, a un pueblo y consolidar su identidad. Ese fue también el sentido de las celebraciones del Bicentenario –el año anterior– que tan espontánea y genuinamente movilizaron a parte de la ciudadanía, en ese caso sin distingos de banderías o inclinaciones políticas. Aquélla fue la manifestación de un pueblo que recuperó para sí el espacio público sintiéndose protagonista del acontecimiento.
Para comprender el fenómeno habría que remontarse a la historia misma de la humanidad, para entender que la fiesta no es apenas un acto de representación. No es una manera de mostrar para otros. Es, ante todo y fundamentalmente, un acto de presencia a través del cual una comunidad, una colectividad, un pueblo se realiza. Particularmente el Carnaval no es un espacio donde las personas van a observar como espectadores. Es un ámbito donde el conjunto de las personas se integran y donde la vivencia en comunidad se hace concreta. En la fiesta la comunidad, y cada uno de sus integrantes, se hace visible. En el sentido más genuino la comunidad genera la ocasión para quitarse la máscara y sus miembros se revelan los unos a los otros. Para participar es necesario ser. El acto de representación, si es que existe como tal, viene a continuación.
Desde el punto de vista colectivo puede decirse que a través de la intervención en la fiesta los integrantes de una sociedad, los participantes que son a su vez ciudadanos, descubren y construyen juntos una razón de ser: la de vivir juntos en comunidad. Así se van constituyendo de manera asociada y compartida como un organismo vivo, dinámico, como una colectividad. Esta es la manera de construir la identidad cultural.
Privar a una sociedad, a la ciudadanía, del espacio de la fiesta es quitarle la posibilidad de construir también esa identidad nacional, romper o intentar romper los lazos que forjan una identidad cultural. Tomar una medida como la que ahora se pone en práctica es, entre otros motivos, aportar al sentido colectivo, una apuesta a seguir construyendo genuinamente una identidad cultural como pueblo. Podrá decirse que no alcanza con una medida aislada. Es verdad. Pero también es cierto que esta decisión de ahora se encuadra dentro de una serie de determinaciones que bien pueden entenderse como una orientación política en la misma línea. Recuperar el espacio público para la ciudadanía, como lugar de reconocimiento, de intercambio, de diálogo y también de celebración, es parte de una política pública en materia político-cultural.
Podrá decirse también que hoy el Carnaval no tiene las características de antaño. Porque la participación popular se ha restringido, porque las características de las celebraciones son otras. Es verdad. El sentido de la fiesta como lugar de encuentro y representación es otro, pero mantiene su condición fundamental: encontrarme con otros en un espacio común donde todos y todas nos hacemos visibles, nos reconocemos. No importa si es en el barrio o en un megafestival. La forma casi es un detalle menor.
Todo ello sin perder de vista que el acceso al espacio público hoy está atravesado por asimetrías. Y que mientras unos festejan en las calles y en las plazas, otros aprovechan la misma ocasión para hacer ostentación de consumo en selectos lugares turísticos. Las diferencias económicas y también socioculturales atraviesan y marcan nuestra sociedad. No se trata de olvidarlas. Pero esta realidad no invalida el sentido de lo que se afirma más arriba.
Uno de los mayores ataques que ha sufrido la cultura de nuestros pueblos latinoamericanos es la creciente individualización. El individuo se fue despojando (¿liberando?) de vínculos y hábitos culturales (¿tradicionales?) que por un lado lo encerraban y, por otro, lo protegían. Con ello se ganó en autodeterminación y en libertad, se abrieron otros horizontes, particularmente para los jóvenes. Pero ese ejercicio de la libertad depende de las capacidades y de las posibilidades. Unas y otras requieren de marcos de contención cultural para que aquella libertad pueda crecer y desarrollarse.
Si se disuelve lo público lo único que subsiste (y se potencia y sobrevalora) son las capacidades individuales. Sin lo público no sólo se pierde la posibilidad de reconocer a los otros y a las otras, sino que el sujeto mismo carece de referencias, de marcos para comprenderse a sí mismo, para desarrollar una identidad que siempre es en relación. Se diluye lo colectivo y desaparece la solidaridad.
En todo este recorrido, no es una cuestión menor recuperar el espacio y el sentido de la fiesta en el marco de lo público. Porque tiene valor político y cultural.
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