Sáb 08.02.2003

EL PAíS  › OPINION

Los sueños, sueños son

› Por James Neilson

Desde hace aproximadamente veinte años, los políticos y gurúes progres hablan cada vez menos de sus programas concretos y cada vez más de sus propios sentimientos. Si bien algunos, sin entrar en detalles, dicen tener un “plan”, lo que más les interesa es asegurarnos que a pesar de todo siguen soñando, que realmente creen que otro mundo es posible, que nada ni nadie podría hacerles abandonar su fe en “las utopías” de tiempos a su juicio más felices. Entre sus admiradores, tales alusiones al fervor propio suelen desatar la misma euforia que producen entre los cristianos los sermones de un predicador célebre. Lo entiende muy bien Lula, un maestro del género, que al referirse a sus sueños –como acaba de hacer en Davos y en Porto Alegre, para júbilo de banqueros de derecha e intelectuales de izquierda– siempre consigue arrancar aplausos a sus oyentes. Para cierta clase de gente, creer que alguien cree algo a pie juntillas es reconfortante ya porque lo comparten, ya porque lo desprecian.
Aunque hasta a los movimientos más férreamente realistas les conviene contar con algunas dosis de ilusión, a menos que éstas vengan acompañadas por un conjunto bien elaborado de propuestas practicables son tan enervantes como cualquier droga. Lo comprendía muy bien Karl Marx, hombre que nunca dejó pasar una oportunidad para criticar a quienes se entregaban a fantasías agradables sin darse el trabajo difícil de pensar en cambios auténticos. En América latina, dicha tendencia siempre ha sido más fuerte que en Europa o Estados Unidos, razón por la que en la región han abundado tanto los rebeldes “carismáticos” como un grado de desigualdad incompatible con una sociedad decente, sea ésta capitalista o socialista, individualista o colectivista.
Toda vez que Lula nos informa de sus “sueños”, quienes esperan que logre mejorar el reparto de la riqueza disponible en el Brasil deberían sentirse más preocupados que contentos. Sin propuestas bien concretas que serán resistidas por los defensores del statu quo, soñar es derrotista. En última instancia, es una forma de decir que nos conformaremos con el mundo onírico, este equivalente agnóstico del cielo de los religiosos, dejando a los demás el mundo real, arreglo que, huelga decirlo, parece espléndido a políticos, empresarios, financistas y rentistas que están más que dispuestos a festejar el “idealismo” de sus adversarios pero que cambiarían de actitud si un buen día se vieran frente a una serie de medidas destinadas a transformar lo genuinamente posible en realidad.

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