EL PAíS › UN DIA DE TOMA, RECLAMOS E INSULTOS CONTRA LOS POLICIAS
Policías de la Metropolitana y la Federal montaron un cerco alrededor de los monoblocks ocupados. Los vecinos que los tomaron se quejan porque están sin agua ni luz. Durante el día, hubo algunos piedrazos. Un efectivo fue herido.
› Por Emilio Ruchansky
La gente que el sábado pasado tomó un complejo habitacional porteño en el Bajo Flores está sitiada. Primero les cortaron el gas, luego la luz y ahora no tienen agua. Alrededor del lugar hay una hilera de agentes de la Policía Metropolitana que se complementa con los uniformados de la Policía Federal que aguardan órdenes. Frente a ellos, sobre la avenida Castañares, la joven Patricia López explica el sistema que usa junto a otros familiares y vecinos para pasar las provisiones: “Llenamos las bolsas con agua y comida, después les ponemos piedras para que ganen peso y las revoleamos a través del muro, es como si estuvieran presos”.
Al menos cien personas, en su mayoría mujeres y niños, soportan esta toma bajo un sol intenso. “¡Hace más calor adentro que afuera! ¡Las paredes son de plástico!”, grita Mario, con un bebé desnudo en brazos. “No nos dejan pasar los pañales ni la ropa. Por lo menos que nos devuelvan el agua, estamos muertos de sed”, dice. La conversación se da a casi 30 metros de distancia y es constantemente interrumpida por el ruido del tránsito y el Premetro. La policía no deja que ningún periodista se acerque. “No somos animales de zoológico”, les grita Mario.
La mayor parte de los ocupantes viene de la villa 1-11-14, otros del barrio Ramón Carrillo y de Villa Soldati. Detrás de las rejas, Sonia insiste con lo desmedido del cerco. “Hoy les prohibieron el paso directo de alimentos a nuestros familiares, tampoco podemos recibir medicamentos. Tenemos diez chicas embarazadas, gente con diabetes y problemas respiratorios. Están haciendo abandono de persona”, grita. Luego se dirige a la fila de policías metropolitanos: “Yo terminé la secundaria, tengo estudios terciarios, yo trabajo, no soy ñoqui como ustedes”.
Al rato se suman más personas desde la toma trayendo botellas de plástico vacías. Reclaman agua y tiran piedras contra la policía, que permanece impasible a los insultos. Dicen que nadie vino a negociar con ellos. Sonia acusa a la ministra de Desarrollo Social porteño, María Eugenia Vidal: “Dice que vino a recorrer la toma. Mentira. Nunca la vimos por acá”. Luego muestra el moretón que tiene en su muslo izquierdo y denuncia que fue golpeada por los agentes de la Metropolitana. A su lado hay un baño químico y más lejos se ven otros dos. “Todos rebasan de mierda”, dice Mario cuando el cronista pregunta si están en uso.
En un momento, una señora que aguarda junto a su hija afuera cruza las vías y le tira una piedra a uno de los policías. Se le van al humo diez oficiales, pero un superior los detiene. La mujer huye con la nena y termina entrando a la toma. Los que están adentro aplauden la acción. Enseguida aparecen más refuerzos policiales. Jennifer, una embarazada que se metió con dos chicos, exige que les dejen entrar elementos para higienizarse. “Hay chicas que tienen la menstruación y no les dejan pasar las toallitas, ¡están locos!”, dice.
Desde los autos que circulan por la avenida Castañares se oyen mensajes para los ocupantes: “Vayan a trabajar”, “sáquenlos a estos bolitas” (sic), “ustedes son unos villeros de mierda”. Jorge, que vino de la 1-11-14 con su hijo a ayudar a su familia, corre a cada uno de estos automovilistas. “Mirá los cagones cómo aceleran”, le dice a Mauro, su hijo, que lleva tres botellas de gaseosa. Después le indica que cruce las vías y Mauro, asustado, se acerca al cordón policial. Las dos primeras botellas quedan al pie de la barranca que antecede al terreno ocupado y Mario baja a buscarla. La tercera revienta sobre el piso.
“¿Qué hiciste, nene?”, le dice Jorge. El chico, que es tartamudo, se pone nervioso y se va a buscar sombra a la vereda del paredón que está enfrente de la toma. Al rato se lo ve a punto de llorar, sentado sobre el cordón. “Yo so... sólo quise ayudar. No... no... no... pensé que me iba a quedar sin fuerzas”, dice. Adentro de los departamentos están su mamá y sus hermanos.
Sentada contra el paredón, rodeada de papeles del Instituto de Vivienda de la Ciudad y fotocopias de DNI de los ocupantes, Beatriz Alvárez denuncia al organismo porteño porque habría estafado a muchos de los que están en la toma. “Nos pidieron ocho, quince, veinte mil pesos y nos dijeron que las viviendas iban a estar en enero. Después se borraron. Somos 180 personas en esta situación, tengo a tres hijas en la toma”, dice.
“En verdad, nosotros pagamos por casas de ladrillos, no por esos departamentos de plástico”, dice en referencia a la toma. Y agrega: “Yo sé que hicimos mal en meternos, pero estamos cansados”. A su lado está Patricia López, la que tira las bolsas con piedras adentro. Dice que adentro están su mamá, su hermana y dos sobrinas. “Y nadie se robó nada como quieren hacer creer. Sí hubo gente que cuando empezó la toma se llevó calefones y grifería, pero esa gente no se quedó en los departamentos. Eran rateros nomás”, aclara.
A poco más de una cuadra de donde están Alvárez y López, hay cuatro autos particulares repartidos entre la calle y la vereda. Adentro, los oficiales de la Policía Federal se turnan para dormir la siesta, mientras otros toman mate o mandan mensajitos de texto. El grupo que acompaña a la Metropolitana pide recambio cuando el calor agobia. Hay un carro hidrante de la Federal y varios patrulleros de ambas fuerzas. La diferencia entre las fuerzas es que la Federal no porta armas. También hay dos camionetas del Ministerio de Desarrollo Social porteño. No se ve ninguna ambulancia.
Luego de la impasse generada por la conferencia de Macri, cuando los ocupantes dejaron los pastizales y se refugiaron al lado de sus radios, la relación entre los vecinos y la Metropolitana empeora. Dos flacos de la toma insultan constantemente a los agentes. A uno de ellos, Gabriel, le acaban de realizar una traqueotomía. Tiene todo el cuello vendado y se queja de que no le permiten ingresar más vendas. Gabriel se tapa el tubito a cada rato y denuncia: “Ellos nos amenazaron: ‘A ustedes, negros, se les viene la noche’. No saben que acá nos vamos a bancar lo que venga”.
En Portela, una calle lateral que separa al predio de viviendas de una compañía química, hay un largo paredón cuyas veredas están ocupadas por casillas de chapa, madera y cartón. Llegan hasta la parte posterior al predio ocupado, en dirección a la avenida Riestra, donde hay un campo de entrenamiento del equipo de Argentinos Juniors. “Este es lugar habilitado para pasar comida y bebidas”, dice un policía federal apostado sobre las vallas de la calle Portela. El mismo agente para a dos pibes y los obliga a pasar del envase de vidrio de una gaseosa a uno de plástico.
Tampoco allí se pueden dar los víveres en mano, deben revolearlos. Al rato, otro joven protesta porque no le dejan pasar cigarrillos. La bronca que provoca el cerco se termina de desatar por la noche, cuando muchos ocupantes bajan de la barranca e intentan contactar físicamente a sus familiares, amigos y vecinos. En ese instante, la Policía Metropolitana intenta mantener el sitio y queda bajo una lluvia de piedras. Uno de los agentes es herido en la cara y es atendido por sus compañeros. Y entonces los agentes sacan sus escudos de plástico, mientras los ocupantes se repliegan hacia los edificios.
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