EL PAíS › OPINION
› Por Mario Wainfeld
Un día más primaveral que otoñal enmarcó de la mejor manera los dos actos sucesivos (con posturas políticas diferentes) en la Plaza de Mayo. La Plaza, como es regla y tradición, centralizó la concurrencia. Una muchedumbre transcurrió desde las dos de la tarde hasta bastante después de las ocho de la noche. Hubo otro acto, en el Mercado Central. La dispersión de las convocatorias tiene larga data, alude a divisiones políticas y del movimiento de derechos humanos. La fragmentación es real, arraigada. La sumatoria, los factores comunes, pesan más en la lectura, en el mensaje para el porvenir.
Muchos manifestantes van encuadrados y subrayan las diferencias. Muchos van sueltos, las desconocen lisamente o las consideran menos relevantes que el objetivo compartido. Muchísimos, la mayoría, pertenecen a la generación que se crió en democracia.
El cronista pasó por la Plaza, el escenario de siempre, irrevocable e insustituible, superpoblado y bullicioso, con consignas cruzadas que se sucedieron en el discurrir de las horas. El aroma a choripán, de las garrapiñadas, los bares de las avenidas de acceso abiertos y colmados, todo sumó a una jornada de civismo y de memoria.
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El sinfín de manifestantes entorna desde hace décadas a las Madres y las Abuelas. Lejos quedaron los días del horror, en que rondaban solas. O casi solas. “Nunca estuvimos solas, por eso pudimos seguir luchando” escuchó decir el cronista, hace buen rato, a la infatigable Nora Cortiñas y a Laura Bonaparte, Madres de la Plaza. El mensaje es vivificador y noble. Ojalá no hayan estado del todo solas, pero ellas fueron vanguardia: las que pusieron el cuerpo, mantuvieron alto el estandarte y vistieron el pañuelo.
Ahora, una fracción cada vez mayor de la sociedad evoca y participa. El sistema educativo transmite, lo que se puede y como se puede, a los chicos. La palabra contradice al silencio como la democracia a la dictadura. Lo contó inmejorablemente Victoria Ginzberg (hija y nieta de desaparecidos, nieta de Laura Bonaparte) ayer en Página/12. Su artículo luminoso reseña qué aprendió su hija Vera en el jardín en las semanas recientes. Qué supo, qué preguntó, qué contó, que le enseñó a su mamá. Nada tiene de casual ni de azaroso que la joven y brillante periodista haya hecho carrera en este diario, que mantuvo siempre en el peldaño más elevado de su agenda editorial la defensa de los derechos humanos, bajo todos los gobiernos y en todas las circunstancias.
El cronista comparte una idea que Victoria aprendió de Vera y compartió con los lectores: la evocación es más relevante que el feriado, pero todo suma. El día distinto, con las movilizaciones como contexto, redondea la narrativa. Y ojo: el cronista es precavido con las efemérides, los números rojos en el calendario. Conserva reflejos o atavismos entrenados en la dictadura. Por ejemplo, lleva documento hasta cuando baja de su casa, en Palermo, a comprar algo en el mercadito de la cuadra. A la vez, le perturba (o hasta lo encoleriza) que alguna autoridad vigilante le pida ver la cédula o el DNI. Lo de los feriados viene en combo: la historia oficial, la regulación de los fastos, los himnos ejecutados con “sones marciales”, lo colocan en estado de alerta. La dictadura es una mochila difícil de remover. En democracia, enhorabuena, las reglas y las normas cobran otro sentido. Los aniversarios tienen su peso y su densidad. Máxime ahora, cuando engarzan con una política de Estado, la derogación de las leyes de la impunidad consagrada por los tres poderes: el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial. Algunos protagonistas gatafloridos llevan la contradicción a flor de piel. Exigen “políticas de Estado” con voz engolada. Cuando tienen una ejemplar y reparadora delante de las narices, callan o ahuecan el ala.
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Las conmemoraciones del 24 de marzo son un flujo que atraviesa la historia reciente. Recorriéndolo, sobre todo a partir de 1984 con la recuperación democrática, se puede pulsar la crónica de la Argentina. La vanguardia la componen las mismas mujeres, más añosas. El mayor número lo ponen otros, que se han ido sumando. Es ya común que la mayoría de los asistentes sean personas recién nacidas (o no nacidas aún) durante la dictadura. La masividad creciente, la renovación generacional aluden a un acto que se resignifica y se revitaliza. En un artículo muy aconsejable (“¿De quién es el 24 de marzo?”), Federico Guillermo Lorenz fecha en 1996, el vigésimo aniversario, la aparición de música, bandas, murgas y recitales.
La Plaza de tres generaciones no es sólo la evocación del terror, la presencia de las fotos de los desaparecidos, las consignas reclamando justicia; también la alegría del reencuentro, la mirada hacia el futuro. El gozo de sumar, de congregarse, de mantener viva la llama.
Distintas expresiones de lucha popular fatigaron la Plaza y las calles que la nutren. Los “piqueteros” asomaron en los ’90. Ahora se renombran “movimientos sociales” y ponen número en todos los actos. Las asambleas barriales atravesaron su cuarto de hora, la vecinalista de Gualeguaychú es asistente asidua. En 2010 el movimiento gay batía palmas exigiendo la aprobación de la ley de matrimonio igualitario, ayer la celebraba. Un año atrás la consigna “Clarín, Magnetto /devuelvan a los nietos” hacía ingreso al repertorio del coro. La causa respectiva ha avanzado un poco, muy poco. Los tribunales son caritativos con los dueños del capital. En cambio, las condenas a los represores, sin batir records de velocidad, se acumulan y se multiplicarán en 2011.
Antaño se reclamaba aparición con vida. Juicio y castigo. Hoy por la morosidad en las sentencias o por la aparición con vida de Jorge Julio López. También se celebran y se enumeran con minucia las condenas ya dictadas, las que están al caer en el próximo mes, en el próximo año.
Las Madres y Abuelas marcharon y marchan, inquebrantables. Son menos, son las mismas. Lloran, sonríen, ríen, son abrazadas y fotografiadas. Son populares, aunque la palabra suene exótica o traída. Ahora, desde hace bastante, sí que no están solas. La mayoría de quienes las rodea tienen edad adecuada para ser sus hijos o sus nietos. O sus herederos. En cierto sentido, lo son.
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