Dom 03.04.2011

EL PAíS  › OPINION

Expresarse

› Por Sandra Russo

Imagen: DyN.

Cuando tenía tres años, mis padres me mandaron a un Kindergarten que, como su nombre lo indica, era alemán. Era hija única y querían que tuviera contacto con otros chicos. Eso por lo menos es lo que me contaron. El ascenso social de la época indicaba colegio privado, pero como no había vacantes en el High School, que era el más coqueto, me inscribieron en el alemán.

Fue una experiencia que marcó mi vida, en el mejor y en el peor de los sentidos. En el mejor, porque estoy segura que de ahí me vino siempre la necesidad de expresarme, escribiendo o dibujando. En el peor, porque me recuerda una parte de la infancia de una incomunicación muy dolorosa.

Pocos de mis compañeros hablaban castellano. Eran nenas y nenes criados en hogares de inmigrantes alemanes que luchaban contra el olvido de su propia lengua. El alemán que se hablaba en esas casas no era siempre alemán del todo: ya se mezclaba con neologismos y argentinismos como en el cocoliche. Debe haber habido cocoliches en todos los idiomas que hablaron los habitantes del Buenos Aires de las primeras décadas del siglo XX.

Las maestras del Kindergarten nos hablaban en alemán. Parecía que no les importaba, que no tenían en cuenta en absoluto que podía haber alumnos, como yo, que no entendían ni una palabra desde que llegaban hasta que se iban a sus casas. Jugábamos en alemán, y todos los días me tocaba hacer la prenda, porque perdía. Es una experiencia horrible no poder traspasar la lengua que a uno lo rodea. Es no poder compartir el mismo mundo con los otros. La lengua nos envía a una dimensión precisa que incluye forma y fondo. Es la manera de entenderse, ponerse de acuerdo en las palabras y en el significado de esas palabras para poder comunicarse con los otros y ser a su vez comprendido.

Esto no tiene que ver con estar de acuerdo en nada. No tiene que ver con coincidir más que en el marco, en el mar en el que se navega o se naufraga. En el colegio, yo nunca sabía si estaba naufragando o navegando, solamente llegaba a percibir que en la clase se estaba hablando sobre algo acuático. A medida que fui aprendiendo un poco, fui uniendo palabra con palabra, por deducción o iluminación. Eran flashes. Ponían más en relieve, todavía, la bruma en la que estaba el resto del tiempo. Cuando uno no habla la misma lengua que otro, puede comunicarse de muchas otras maneras, pero se pierde la comunicación directa y tranquilizadora que nos brinda la lengua. La precisión de la lengua. La buena escritura y la buena política también, creo, están muy vinculadas a la precisión. A lo específico. A la unicidad de lo que se describe, se comprende, se recibe del otro.

Esa especificidad tiene que ver tanto con lo personal como con lo colectivo. Así de específicas fueron, por ejemplo, las máquinas de coser Singer que regalaba Evita. Convirtió esa experiencia de millones de mujeres que por primera vez recibían un regalo del Estado en algo puntual irrepetible de cada una de esas biografías. Hizo que algo íntimamente emocional fuera una experiencia colectiva.

Sobre el Kindergarten todavía falta lo peor. Soy zurda. Me refiero a que escribo con la mano izquierda. Las maestras tenían decidido que eso era un defecto que había que corregir. En las clases de dibujo me ataban la mano izquierda con una soga a la cintura, y tenía que dibujar con la derecha. Tengo presente hasta hoy el árbol tieso y tenebroso que dibujé, mientras miraba entre lágrimas lo frondoso del árbol que dibujaba el nene que estaba a mi lado. Es terrible querer expresarse y no poder. Tener la idea o el impulso de hacer algo y no poder ser capaz de expulsarlo, es decir: de comunicarlo.

Por estas experiencias de frustración y de impotencia pasan diariamente muchos millones de seres, la gran mayoría de la humanidad. Millones y millones de criaturas que viven en los territorios sacrificables. A partir de ahí, de esa foto del World Press que pudieron haber tomado Cartier-Bresson, Salgado o Capra, de ese universo de anónimos sufrientes que nunca se han expresado, porque son una masa indiferenciada y, precisamente, inespecífica, uno puede ir acercando el foco hasta llegar a cualquier ámbito en el que el derecho de expresarse se les reserva a algunos ciudadanos, mientras no se concibe ni se defiende ni se reclama el derecho de expresión de enormes mayorías.

En nuestras sociedades, que han sacralizado la “libertad de expresión” como un icono impenetrable e incuestionable, no llama la atención que sea un sofisma que, es cierto, indica la necesidad democrática innegable de permitir que todas las voces, de todos los signos políticos, orígenes y clases sociales, puedan circulan libremente. Pero cuando se habla de “libertad de expresión”, ¿se alude a eso? ¿De qué estamos hablando exactamente cuando nos referimos a “libertad de expresión”? Si así fuera, si estamos defendiendo el derecho de todos, los ricos y los pobres, los célebres y los anónimos, los influyentes y los desesperados, es un buen momento para analizar, revisitar y debatir la “libertad de expresión”. Por mi parte, la completaría con la palabra “popular”: esa especificación es lo que necesito añadirle para asegurarme de que estoy diciendo lo que quiero: que la “libertad de expresión” es un derecho de todos, de todas, que no es solamente el derecho de los dueños de las empresas periodísticas. Sí de sus columnistas, de sus periodistas, piensen como piensen y digan lo que digan, pero en tanto dueños, ellos mismos, de sus propias firmas y sus propias conciencias. De sus palabras. Si no especificamos también esto, estamos decretando la muerte del periodismo. Y lo de “todos y todas” no es un cliché. Quiere decir que la “libertad de expresión” no puede excluir a nadie, si la respetamos en serio. Y porque la “libertad de expresión” es imposible sin el acceso a la comunicación, sin las condiciones materiales de acceso a la comunicación y a la emisión de mensajes, es porque apoyé fervorosamente la ley de medios y espero que el juez Carbone resuelva pronto sobre la medida cautelar del artículo objetado por Clarín.

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