Sáb 15.02.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Vivencias

› Por J. M. Pasquini Durán

Las simplificaciones o las convenciones son insuficientes para explicar en plenitud los procesos políticos y sociales que alborotan a los países sudamericanos. Es cierto que las bases de los conflictos son más o menos las mismas: insoportables cuotas de injusticia, marginación masiva y ciega prepotencia de las minorías, sobre todo las económicas, a fin de perpetuar los desmesurados privilegios que las favorecen. Al mismo tiempo, hay mudanzas que no se pueden ignorar: los villanos ya no usan uniformes; en la formalidad los gobiernos expresan la opinión de las urnas, pero como nunca los partidos políticos tradicionales han perdido el respeto y la confianza de los ciudadanos. En rigor, ese déficit de legitimidad de las representaciones abarca terrenos más anchos que los partidarios, envolviendo a sindicatos, iglesias, patronatos y otras instituciones. Para completar esta rápida descripción, hay que contabilizar los efectos de la llamada “globalización” sobre los roles del Estado-nación y sobre conceptos como soberanía y autodeterminación.
Entre las grietas y los escombros de ese pasado que se obstina en continuar, florecen expresiones diferentes de las conocidas, casi ninguna con perfiles tan nítidos como los modelos agotados. Debido a sus cortas trayectorias, son fuerzas todavía ambiguas, a veces invertebradas, que están elaborando sobre la marcha las categorías doctrinarias que terminarán por amalgamarlas en identidades rigurosas. Los que pretenden encajar esa realidad cambiante en los moldes rígidos de teorías acabadas por lo general tropiezan con dificultades insalvables o adoptan explicaciones maniqueas que soslayan la complejidad de las distintas situaciones, parecidas o semejantes pero no iguales. Por ejemplo: hay más diferencias que semejanzas entre el venezolano Hugo Chávez y el ecuatoriano Lucio Gutiérrez; aunque los dos tienen origen castrense, intentaron primero el clásico motín militar y luego recibieron el respaldo democrático-electoral de los más pobres de sus sociedades. Tampoco hay equiparaciones fáciles entre el movimiento indígena de Ecuador y los miembros del zapatismo mexicano, ni entre los cocaleros bolivianos y los sin tierra de Brasil. Por supuesto que todos ellos tienen por derecho propio un lugar en congregaciones como el Foro de Porto Alegre, pero dejar de lado la especificidad de cada uno puede provocar confusiones o frustraciones de todo tipo.
La sustitución de liderazgos y representaciones es un proceso lento y escabroso, en el que se pierden con facilidad la dimensión del tiempo y la medida de las posibilidades. Así, por caso, la victoria de Lula en Brasil arrebató de entusiasmo con la misma precipitación de las voces que ahora se levantan cargadas de premoniciones decepcionantes. También se formulan comparaciones fáciles, como las que pretenden asimilar la revuelta popular en Bolivia a los sucesos de diciembre de 2001 en Argentina, por algunas manifestaciones exteriores que pueden ser equivalentes si la mirada se detiene en la superficie de los respectivos acontecimientos. A poco de ahondar en cada realidad, aparecen las diferencias entre el “Estado Mayor del Pueblo” que conduce la protesta boliviana y los cacerolazos argentinos, más o menos espontáneos, que acunaron el surgimiento estentóreo de asambleas vecinales, a las que algunos percibieron como la versión actualizada de los soviets o de células insurreccionales.
Sería injusto suponer que los desaciertos en ciertos análisis son la simple consecuencia de la trivialidad o de la aplicación mecánica y dogmática de referencias históricas. No es fácil para nadie, empezando por los protagonistas, definir con exactitud el significado de cada movimiento y sus eventuales proyecciones. Eso pasa con el movimiento piquetero, al que algunos le adjudican una vida transitoria, mientras sus bases continúen en la condición de desocupados, porque lo permanente deberíanser los sindicatos en sus formas tradicionales. Otros, en cambio, creen que el movimiento es un nuevo sujeto social destinado a perdurar, aunque todavía nadie pueda trazar una línea recta hacia el futuro. ¿Está bien que los piqueteros negocien con los gobiernos o, al hacerlo, alimentan esperanzas en quienes no merecen ninguna, puesto que ya defraudaron casi todas las que alguna vez merecieron? Los que abjuran de la posibilidad de diálogo confunden, a veces por malicia, el derecho de petición con el pactismo de cúpulas. Por lo demás, en tanto haya acuerdo popular para sostener y mejorar el régimen democrático, la negociación abierta y transparente es tan válida como la medida de fuerza y, todavía más, no son excluyentes entre sí. “A Dios rogando y con el mazo dando”, dice el refrán popular.
Otra de las dificultades para apreciar como se debe la evolución de los movimientos sociales es la rapidez con que se suceden las iniciativas que propician y demandan. En la reciente audiencia con el Presidente, la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) que encabeza Luis D’Elía sostuvo la necesidad de pasar del nivel de asistencia al de la creación de empleos en la producción. Como una vía para ese tránsito pidieron facilidades para desarrollar emprendimientos productivos. “¿Por qué no podríamos los trabajadores producir los guardapolvos, zapatillas y mochilas para los estudiantes?”, preguntó D’Elía, como parte de esa propuesta que incluye más de dos docenas de proyectos. ¿Será posible que la democracia capitalista acepte la presencia de estas nuevas presencias productivas, mediante la autogestión obrera? Una nueva pregunta, intrigante y apasionante como tantas otras que van encontrando respuestas en la energía y la creatividad popular. Una de las delegadas de la FTV le señaló al presidente Duhalde que “ser pobre significa morirse antes”, una definición tan sencilla como estremecedora que, de alguna manera, podría servir como epígrafe de las turbulencias sudamericanas.
A pesar de todo, del movimiento popular surgen a diario estímulos de vida, en contraposición con las amenazas de muerte que nutren los poderosos para satisfacer sus codicias o sus ambiciones de poder absoluto. Hoy, sábado, por decisión del último Foro de Porto Alegre, habrá manifestaciones en distintos puntos del planeta de los que están en contra de la guerra que auspicia Estados Unidos contra Irak. La guerra imperial no es ninguna novedad, pero sí puede serlo la globalidad de la oposición, en tanto cada fragmento de los opositores tenga la grandeza de sobreponerse a las tentaciones sectarias y a las aspiraciones hegemónicas para brindarse con generosidad en la causa común de la paz. Si es posible resistirse a los ajustes ordenados por el Fondo Monetario Internacional (FMI), si hay chances de construir nuevas opciones para ampliar las oportunidades de justicia, también esas energías pueden aplicarse a desbaratar los planes belicistas con olor a petróleo y sabor a sangre inocente. Ningún tiempo nuevo pudo hasta ahora anular la validez de una antigua convicción: “Nada de lo humano me es ajeno”, mucho más cuando se trata de impedir que la muerte sea prematura, por las balas o por el hambre.

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