EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Wainfeld
El plazo para presentar candidaturas en la interna del Partido Socialista francés no se prorrogará. Sus dirigentes han de estar cortando clavos, como consecuencia de la conmoción producida por la detención de Dominique Strauss-Kahn. Es una situación límite, un tsunami político acaso sin precedentes. Claro que en cualquier latitud, aun en este Sur milagrero, un cierre de listas (digamos standard) es una convocatoria al estrés, a tironeos, a pasiones desatadas y ambiciones lanzadas.
Las listas coagulan, consagran lo construido por dirigentes o novatos. La cantidad de postulantes siempre es superior a la de espacios disponibles, los tiempos apremian, la competencia se exacerba, todos rondan a quien “tiene la lapicera”. Haya o no elecciones internas (lo que siempre es mejor) existe un trance en el que una persona o unas pocas definen (en todo o en parte) la suerte de los aspirantes.
Organizar la lista es una atribución de la conducción, el modo en que se ejerce mide su poder relativo. La presidenta Cristina Fernández de Kirchner emitió una firme señal a sus tres precandidatos cuando les requirió sendas listas de nombres (y otra a La Cámpora), que se ordenarán a paladar de la Rosada. El orden de los factores altera mucho el producto que es, así, una demostración de quién manda.
En las coaliciones, los conflictos se escalonan y se potencian. Una cinchada puertas adentro para definir a los postulantes, otra con los compañeros de ruta para demarcar el territorio común. El cierre de la que encabeza Proyecto Sur atribuyó sitiales a los diferentes aliados, pero se generó la consiguiente crisis de reparto. Los compañeros del GEN fueron relegados, una vez sellado el pacto principal. Para el damnificado se genera ahí un dilema fastidioso: resignar espacio o hasta algún diputado es enojoso. pero el costo político de la secesión puede ser mayor. Sobre todo porque a “la gente” (salvo a los militantes y a los iniciados, especies que algunos no consideran “gente”) le caen indigestas las tensiones por intereses, patrón que no suelen aplicar a su propia realidad.
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A la cabeza: El primer lugar es un galardón y da visibilidad, de ahí que despierte rencillas encendidas. En PRO fue el afán compartido del diputado Cristian Ritondo y del rabino Sergio Bergman, quien resultó vencedor. Las pujas incluyen susurros al oído del referente, encuestas a medida que prueban (según quién las haya encargado) escenarios muy diferentes, rumores, intrigas y serruchadas de piso. El cronista hubiera pagado (no muuuucho, pero sí un par de cenas en un digno bodegón) por haber escuchado todo lo que le llevaron y trajeron a Mauricio Macri los operadores del diputado y del rabino.
Bergman funge de “frutilla”, que así se designa en jerga a un candidato vistoso, de ordinario extra (o anti) político que se supone, engalana la oferta. Ritondo es un profesional de la política y de la rosca. Uno es un religioso, el oponente un puntero acusado de muchas cosas, pero jamás de ser un santo. Pero éste garantiza “aparato” y, acaso, más fidelidad en el futuro.
Ser cabeza de boleta, amén de la garantía y de un precedente para la Legislatura, agrega un plus mediático. La prensa libre trata de inducir el orden jerárquico y luego lo reproduce. Ante una elección con pretendientes al Ejecutivo de perfil muy alto, un segundo o tercer diputado es menos que un plan B para llevar a la radio o a la tele. El primero, tal vez, consiga ser invitado a ciertos canales de cable, los que están por debajo serán muy poco solicitados.
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Los de abajo: Igual, por abajo, también saltan chispas. En la Ciudad Autónoma se renuevan 30 diputados. El contexto parece ser de relativa paridad entre tres fuerzas. En lontananza los sigue una miríada de partidos, incluyendo al radicalismo y la Coalición Cívica, que conocieron tiempos mejores. Su perspectiva real es hacerse de alguna banca, con un puñado de votos, favorecidos por el sistema proporcional D’Hondt sin piso. Calculando ese desagio y sus respectivos techos, los tres competidores más fuertes tienen que suponer que, en principio y a ojímetro, los legisladores “entradores” estarán entre 8 y 12, según cómo les pinte la fortuna.
Aunque nada es seguro hasta que se cuenten los votos, quedar detrás de ese primer pelotón (apto para llegar) es participar pour la gallerie. Claro que hay ambiciones de todos los formatos. Para algunos dirigentes de escaso peso o en ascenso, ver su nombre en la boleta es suficiente. Para otros, un premio consuelo o un castigo. Nadie exige menos de lo que merece, la tendencia suele ser inversa. Rescatemos del pasado un ejemplo en contrario, una perla. Cuando, en 1985, Antonio Cafiero compitió “por afuera” con el PJ de Herminio Iglesias, construyó un frente electoral. Las demandas por los primeros puestos de la lista le llovían desde distintos sectores, a los que tenía que contener y sumar. Es consabido, para contener y sumar nada es superior a “garpar”. Uno de sus compañeros de toda la vida, con sobrados pergaminos para ser candidato expectable, le abrió un espacio. Le pidió un lugar hipersimbólico, el último de la boleta. Para estar sin desear y dar un ejemplo. Era el dirigente ex forjista y peronista Darío Alessandro padre. La historia se recuerda y honra, porque si no es una excepción absoluta pega en el poste.
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El poder y el conflicto: En fin, que en todas partes hay codazos, operaciones, reclamos en privado o psicopateados desde los medios. En toda puja distributiva se pugna por un bien escaso. Hay conflicto, ejercicio de poderes de todos los actores, los principales y los de reparto. Muchos análisis sustraen ese dato esencial y, por eso, relatan mal los hechos.
Esto reseñado, es interesante subrayar que, cuando los que reclaman para conseguir su lugar bajo el sol (o en las boletas) son sindicalistas, la Vulgata dominante define cualquiera de sus movidas como “presiones”. Nadie rotuló “presiones” cuando Bergman le enrostró a Macri “o voy primero o nada”. Nadie señalará que los reproches públicos de los aliados de Margarita Stolbizer son “presiones”. Nadie dirá que la unción de una figura tan poco taquillera como la diputada Silvana Giúdici, concebida en clave de ordenar la interna, es un ejercicio de poder.
Presión, lo que se dice presión, sólo se tipifica (en algunos manuales de estilo) cuando hay sindicalistas pidiendo tajada. En otro distrito, Santa Fe, los radicales interpelan al gobernador Hermes Binner, con quien comparten un espacio provincial y una interna. Si el líder socialista lanzara su candidatura presidencial, los boinas blancas le retirarían apoyo en las elecciones provinciales a gobernador. No es, precisamente, fair play, ya que participar en una interna supone el compromiso de alinearse con el vencedor, honrando el acuerdo previo y el mandato de los votantes. Pero es un recurso para torcer la voluntad del socio. Si lo hiciera Hugo Moyano, se calificaría de presión o hasta de extorsión. Como lo hacen las huestes de Ricardo Alfonsín, la descripción es más amigable y excluye los adjetivos. Pertenecer al grupo “A” tiene sus privilegios, así fuera de lenguaje.
De modo análogo, en narrativas dominantes sólo existen “ultrakirchneristas” y no ultras de ninguna otra facción. El cronista defiende una lectura distinta, una distribución más transversal del ultrismo. Por ejemplo, a su ver Giúdici es ultraclarinista, el diputado Fernando Iglesias ultra-ultra, Horacio Rodríguez Larreta ultramacrista y ultralarretista, Felipe Solá, ultrafelipista. Y cien etcéteras.
En realidad, ay, los ultras, las presiones, las operaciones, como las habas, se cuecen por doquier. La lucha política es áspera, máxime en ciertos momentos. Los cierres de listas aceleran las contradicciones, las pulsaciones, las minitraiciones.
Docenas de picardías, trapisondas, traiciones contrarreloj puede recordar el cronista. Culminará con una esta columna. Alude a un ya fallecido dirigente peronista, cuyo nombre recordarán los iniciados porque la historia hizo fama, pero se reserva delicadamente aquí. El hombre fue a discutir una lista de unidad llevando, como es de rigor, un papelito con todos los compañeros de su sector que tenían que “colar”. El era el referente y el negociador. Los otros lo esperaban en un café o en una unidad básica, tanto da. El hombre volvió, con rostro contrito, y transmitió: “Nos embromaron. Sólo me dejaron lugar a mí”. Un ultraegoísta... o un ultrasofista. O un ejemplo más del arte de la guerra medido en clave de cierre de listas, que recorre el espectro político con bastantes más similitudes que diferencias.
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