EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Parece mentira que, en plena recta final hacia elecciones presidenciales, el paisaje sea tan bucólico.
Regía la expectativa por la decisión sobre el candidato en la Capital. Según coincidencia unánime de analistas y circuitos oficiales, sólo restaba saber si sería el predilecto de las encuestas o quien, también al unísono, se indicaba como el de mayores simpatías presidenciales. Es Filmus, acompañado por aquel al que nadie apostaba una sola ficha para que, otra vez, la muñeca sorpresiva de la Presidenta deje pagando a todos. Con Filmus, se supone que en una segunda vuelta habrá mayores chances de captar inclinaciones hacia izquierda aptas para fugar hacia Solanas. Pero Boudou, de quien se infería que era el mejor para arrastrar el denominado voto independiente (eufemismo por fluctuante, sibarita, frívolo, etcétera), pasa a ser, por eso mismo y más que nunca, uno de los favoritos a vice de Cristina. De todos modos, el cálculo presidencial consistiría en que, vaya quien vaya donde sea y como ya sucedió o se interpretó en los comicios de Catamarca y Chubut, cualquier elección distrital terminará definida por la aceptación masiva del gobierno nacional y, antes aun, de la figura de la jefa de Estado. Por ahora esto es incomprobable. Sí es cierto que la sensación es ésa y, como destacado del torneo porteño, la competencia entre los tres aspirantes kirchneristas fue un chiche de buenos modales, resaltes de que tiran todos en la misma dirección y anuncios específicos de que los postergados se encolumnarán sin medias tintas detrás del favorecido. Y así no fuese, está claro que la Capital se juega entre Macri, el kirchnerismo y Proyecto Sur, con las fichas de la derecha puestas en Pino para que el ballottage deje afuera al postulante K. Desde esta columna, hace un par de semanas, ya se señaló que ése es, a hoy, el último recurso que le queda a una derecha dispersa y sin relevancia de dirigencia potente: conservar la ciudad de Buenos Aires, en manos directamente propias o a través de otras que, aunque en principio no sintonicen con sus intereses, son imprescindibles para dividir al voto progresista en perjuicio del Gobierno.
Estaba también la expectativa por el resultado de las primarias de ayer en Santa Fe. En un sentido estructural, la nota puede escribirse al margen de los resultados. Por cierto, hablamos de casi diez votos de cada cien en el padrón nacional y de un territorio de enorme incidencia en la marcha de la economía del país. Además, fue allí donde, en muy buena medida y hace apenas tres años, se concentró el clima destituyente que impulsó la gauchocracia. Fue allí donde el kirchnerismo perdió por paliza las elecciones de medio término. Hoy, lo que parecía un horizonte de derrota inevitable puede concluir, en octubre, en uno de los éxitos más resonantes del Gobierno. Y cualquiera que recorra la provincia se encontrará con chacareros que, en voz baja, manifiestan arrepentimiento por los cortes de ruta y su sumatoria enfática a aquella locura sectorial que los engrampó con lo peor de las élites del privilegio. Pero, en tanto resultados electorales opositores, por fuera de la provincia, la suma es poco menos que cero si se busca el traslado a una caracterización congruente de ese espacio. ¿Con quién jugará Binner finalmente? ¿Con Pino? ¿Con el hijo de Alfonsín? Si es lo primero, ¿no tendría que haberse decidido hace rato? Si es lo segundo y Ricardito ya avisó que va con De Narváez sólo en el ámbito bonaerense, ¿a Binner le es suficiente con que Ricardito lo aclare, como si las definiciones en los grandes distritos no afectasen a la oposición en medio de su tremendo déficit de imagen? Para aportar a la confusión general, Binner dijo también que si viviera en Buenos Aires votaría por Pino. Aclaró a los pocos días, sin embargo, que a efectos de su posible acuerdo con el radicalismo no tiene problemas con la alianza entre el hijo de Alfonsín y De Narváez, mientras realmente se circunscriba a la provincia de Buenos Aires. ¿Vale cualquier ensalada para ganar? Es un interrogante que en primer término no se dirige ni siquiera a los principios ideológicos. Apunta a cuál es la efectividad de jugar de esa manera, de activismo contradictorio, cuando lo requerido de la oposición es que tenga alguna vez un gesto firme y articulado.
En una u otras palabras, todo lo descripto –al menos a primera vista– no significa alteración profunda de lo que se otea. En circunstancias diferentes, habría sido juzgado como determinante no sólo quién va de candidato oficialista en la ciudad autónoma; o las derivaciones del match santafesino; o que Macri puso de cabeza de lista al rabino que pregona la mano dura además de haber marchado codo a codo con los campestres, junto con oponerse a la ley de medios y a la estatización de las AFJP. No hay forma de no concluir, excepto una Cristina bajada de la candidatura, en que todo lo que acontece y vaya a suceder son especulaciones de palacio; loterías o seguridades sobre quién conviene un poco más o un poco menos en cada lugar; posicionamientos personales. La semana pasada fue, nuevamente, a través de lo que espejan los medios a falta de poder producir realidad político-electoral adversa al Gobierno, una muestra axiomática. Esa prensa intentó alarmar por vía del conflicto comercial con Brasil, para acabar en el sin retorno de una mancomunidad vecinal que está condenada a ser estratégica. Lo mismo pasó con los renovados bríos para observar, en algunos dichos de la Presidenta, una demonización irreversible de la CGT y de Hugo Moyano en particular. Desde ya, hubo una advertencia –y hasta severa, cómo no– frente a prácticas gremiales que operan decididamente en contra, sobre todo, de la fortaleza que porta la imagen presidencial. Empero, a partir de ese dato se manipuló la probabilidad de un punto de inflexión dramático en las relaciones de Casa Rosada con la central obrera. Una operatoria que tuvo, igualmente, corta vida. Y haya algunas líneas para la grosera intentona de presentar al accidente aéreo en Río Negro como una nueva demostración de que vivimos desprotegidos en forma permanente, cotidiana, ya sea que se aborde un avión o esté uno guardado en su casa bajo siete llaves. Fue impactante ver y escuchar a Enrique Piñeyro, ex piloto y cineasta que milita, puede decirse, en la denuncia de la inseguridad aérea, convocado por los medios y reclamando cada dos o tres oraciones que por favor bajaran varios cambios en la pretensión de hallar, a como sea, una clara responsabilidad oficial en las causas de la tragedia. Un aspecto de esa obsesión periodística es atribuible al síndrome del espectacularismo y el morbo. Pero hay otro que, sin la más mínima duda, debe facturarse a la pretensión enfermiza de que la suma de los males de este mundo debe pasarse a la cuenta gubernamental. No puede ser que se caiga un avión y la culpa también sea o pueda ser del Gobierno. Tiene que haber un límite para ser tan berretas.
Como síntesis, a cinco meses de una elección que definirá el rumbo argentino de corto y mediano plazo, todo parece reducido, por un lado, a la decisión de una persona. Y por el otro, casi literalmente, a la nada.
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