Lun 30.05.2011

EL PAíS  › OPINIóN

Batallas y hegemonías

› Por María Pía López *

De los Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci, proviene el uso de ciertas metáforas militares. Se sabe: guerra de posiciones para enunciar un cierto tipo de despliegue de la lucha política en Occidente. Es decir, para nombrar algo que tendría menos de golpe de mano sobre las instituciones estatales o de estallido revolucionario triunfante, que de maceración de valores, creencias e ideas, que permitirían a un bloque histórico constituirse como hegemónico. Las metáforas militares desembocan allí, en la noción de hegemonía. También su definición más compleja. Porque la hegemonía es confrontativa pero no necesariamente bélica: se ancla en la aceptación de ciertos valores sectoriales –de una clase, de una alianza de clases– por parte del sentido común. La legitimidad de las relaciones de dominio social y de acción del Estado se sustenta sobre un régimen de creencias que es, precisamente, el de la hegemonía. Es decir, si la noción gramsciana por un lado nos remite al orden de las clases, por el otro alude al modo en que éstas confluyen aceptando aquello que no proviene de sus propias filas. Es noción que articula el conflicto y la conciliación.

En estos años, la idea de hegemonía ha sido desprestigiada, usada como ariete para enjuiciar presuntos intentos de dominio gubernamental. Malversada en el vocerío de los republicanos, pareciera ser sinónimo de una voluntad de primacía absoluta sobre el espacio público. Pero si desandamos esa manipulación desdeñosa de la idea, ¿qué voluntad se nombra como hegemonía? Creo que no tanto la imposición de la lógica de un sector como la capacidad de un sector de traducir, deglutir y retomar temas y valores que no han surgido de él y que sin embargo por su mediación pueden generalizarse. Dicho así, remite a un tipo de acción de retoma y generalización propias de los bloques políticos a cargo del Estado. Recuerdo una clase de Eduardo Grüner, entre las muchas recordables que le he escuchado, en la que leía a Gramsci junto con Bajtin, el proveedor sagaz de esta idea de traducción. El Bajtin que pensó la lengua como superficie de un conflicto, expresión sensible de la diferencia de las clases y lucha –otra vez las palabras de la confrontación– por la traducción del decir del otro.

No debería aplanarse la cuestión de la traducción al nivel de una negociación astuta. Porque no existe sólo en ese nivel. Su fuerza proviene de otras dos situaciones. Una, la de la fatal incompletud de toda lengua política y de toda sensibilidad activa, que debe presentarse ante los reclamos de la época munida de una lengua exigua. Si toma, si retoma, es también porque no tiene: ¿No vemos esa situación en los modos en que una idea de igualdad y libertad de derechos de las minorías sexuales se ha incluido en la perspectiva programática del partido de gobierno? ¿No vemos allí cómo se dispone a transitar aquello que sus propias fuentes o la tradición en la que se inscribe no prescribía? La otra situación es la que resulta de la traducción misma. Viveiros Castro, a propósito del análisis de la antropología de Lévi-Strauss, plantea que toda traducción es traición, pero no al objeto sino a la lengua que intenta recibirlo. Es interesante, porque revierte sobre lo que antes citaba de Bajtin, para pensar que ese combate no deja a nadie indemne y sus efectos políticos más potentes se inscriben en quien –en qué grupo, en qué bloque– se deja afectar más profundamente.

Ante la malversación de la idea de hegemonía en el idioma cotidiano de la política, apareció como sustituta positiva la noción de batalla cultural. Parecen nombrar etapas de un mismo proceso: ¿o no sería ese combate la instancia previa de la triunfante hegemonía? Es decir, si hay hegemonía es porque hubo batallas victoriosas, aun aquellas que se dirimieron sin ninguna apelación al imaginario bélico sino que se realizaron al amparo de instituciones –como las iglesias– o que se afirmaron en la industria del espectáculo. La hegemonía tiene doble latido: un corazón del conflicto y otro de la conciliación. No sólo de la conciliación a la que puede llamar el victorioso, a la paz que reclama el que ha impuesto una ley surgida del conflicto anterior del que ha resultado ganador, sino de una situación más compleja, en la que construir hegemonía requiere traducir, también, la voz del otro, retomar sus valores o marchar hacia la construcción de lo común. Es el esfuerzo de la perspicacia comprensiva más que la obstinación combatiente.

Por eso incomoda, me incomoda, su sustitución por la idea de batalla cultural. La contienda pensada bélicamente nos exige como soldados –o, en el mejor de los casos, a algunos pocos como estrategas– antes que como intérpretes libres de una situación. La batalla reclama inclusión en una trinchera o en una facción, renuncia a la crítica respecto de ese conjunto en el que se está incluido y acusar o ser acusado de disparar fuego amigo. La batalla supone generales cuando no ensalza comisarios políticos. ¡Pérdida grande de las potencias de un colectivo si aquellos que lo componen deben reducir su imaginación y su reflexión al cuidado de la persistencia de la facción! Que es facción precisamente por ese encierro y no porque éste sea el destino de cualquier conjunto ni la deriva necesaria de la apasionada nitidez de los conflictos. El antagonismo es el plano necesario de la política, mucho más cuando logra capturar y expresar, con los símbolos y las dinámicas propias de esa práctica, las particiones del antagonismo social. Pero eso divide campos que no tienen por qué derivar en bandos o facciones, por el contrario, pueden afirmar su vitalidad en la capacidad de evitar esa deriva.

En la batalla hay un nosotros y un ellos, claramente definidos. En los últimos tiempos, esa diferenciación no provino de una determinación económica –como la noción de clases o la distinción entre poseedores y desposeídos, o entre pueblo y oligarquía–, sino de una pertenencia simbólica, a un linaje u otro del pensamiento y la cultura. No siempre es claro que ese dispositivo de reconocimiento, que solicita inclusión en un conjunto definido por ideas y nombres, esté ligado a una afirmación efectiva de los derechos de los desposeídos. A veces sí. Otras, se convierte en ariete para la deslegitimación de ciertas reivindicaciones, cuya sola manifestación pública puede señalarse como mella a la plenitud de ese pueblo que la tradición o el linaje ha coronado.

Hace algunas semanas terminó en el Palais de Glace una muestra destinada al pensamiento nacional. La selección –convertida, metafóricamente, en selección nacional de fútbol– de pensadores suponía huecos ostensibles y omisiones discutibles. No se debe pensar que señalar ausencias –como las señalaron los muchos críticos que tuvo esa muestra– proviene, sólo, de reclamar un reconocimiento y una valoración para intelectuales como Borges, Viñas, Léonidas Lamborghini, Rozitchner, Astrada –por mencionar aquellos que en distintos artículos periodísticos fueron nombrados como ausentes–. Hay otro destino para esa indicación y es el de discutir el empobrecimiento que todo linaje padece cuando no se engarza con las disidencias o lima la criticidad de lo que incluye. La ausencia de Borges o Rozitchner es un problema para la valoración de esas obras, pero más aún lo es para un pensamiento nacional que se banaliza al no considerarlos.

La banalización no tenía las ausencias como único índice. Era estética y lúdica al mismo tiempo, ya que los conflictos políticos y dramas históricos parecían resumirse en pelotazos y pisadas. No nos vamos a horrorizar como liberales cuando lo que nos atraviesa el cuerpo es la angustia ante el riesgo de volver superficial lo que consideramos relevante. No nos vamos a escandalizar como opositores cuando lo que nos cabe es la alarma por la fragilidad de las ideas con las que se sostiene, por momentos, el compartido entusiasmo. Pero cabe la angustia y corresponde la alarma entre los que pertenecemos al mismo campo del antagonismo.

¿Tanto por una muestra?, podrá decir, a la vez escandalizado, el entusiasta de la época. Y yo diré: para muestra cabe un botón o cada hecho es un documento o cada acto fallido un síntoma y así siguiendo. No estamos a las puertas de la catástrofe ni mucho menos, sino ante la emergencia de un campo de conflictos en el que quizá no sirvan los trazos habituales del campo político. Porque si el magno trazado es el que separa entre kirchneristas y antikirchneristas, también es cierto que al interior de cada espacio así definido hay niveles bien distintos de lucidez y de banalidad. Esa otra confrontación, transversal a la que lleva los nombres de la política de la época, es aquella que nos merecemos dar contra la reducción de lo que la coyuntura tiene de abierto, imaginativo y múltiple, en nombre de una identidad ya constituida y confortable en su cristalización. Toda reducción lleva en su frente el sello de la banalización.

Y para ir más allá: ¿la propia idea de batalla cultural no nos obliga a banalizar a los oponentes, leerlos en sus aristas más burdas, a los efectos de ratificar la trinchera en la que nos situamos? Y al interpretar en esa superficie de necedad a los otros, ¿no nos condenamos al encierro en la propia reducción? ¿Al clasificar despojando de problemas esa clasificación, no forjamos los grilletes para nuestra propia palabra, que resultará impedida de actuar de un modo desclasificador? Pienso que la noción de hegemonía alude a otro movimiento, que es más bien el de la auscultación de una verdad posible o de un valor a afirmar o de un elemento que conviene –en el sentido más amplio, incluso astuto, de la idea de conveniencia– retomar. En este sentido, exige más disposición a una hermenéutica de la conversación que a la contundencia de la repetición de un slogan. El kirchnerismo ha tenido una profunda capacidad de producir esas intervenciones hegemónicas. Es claro en el caso de los derechos humanos o en el de la ley de medios: se recupera un valor defendido por minorías activas y se lo convierte en política estatal. Y al hacerlo se articula una adhesión a esa política que va más allá de los partidarios del Gobierno. Salvo aquellos que fueron renuentes a esa valoración por ruinosas mezquindades (que los pueden llevar a elegir por Clarín en nombre de libertades democráticas que ese medio desmiente en su vida interna) o que eligieron reconocer los hechos desmintiendo las intenciones (provistos de la tesis de la impostura), el resto de los grupos y personas que intervienen en la esfera pública acordaron con el sostenimiento de esos valores.

Momentos virtuosos de la hegemonía, que no requieren, más que como fuegos artificiales, de mucho de lo que se denomina batalla cultural. Y son demasiados los precios que se pagan por la aceptación de esas imágenes bélicas. De nuevo: no hablamos como pacifistas cuando lo que nos arrasa es la pregunta por cuáles son las luchas en las que efectivamente se dirimen formas de emancipación. Y frente a la cual tenemos una intuición: la de que su persistencia a largo plazo y su expansión en el presente exige una insistencia metodológica en la politización –de las prácticas, de las ideas, de las narraciones– antes que la adopción rápida de las camisetas o el trastrocamiento inmediato del discurso que se combate. Ningún pelotazo acertado al gorila sustituye el ejercicio, profundamente político, de interpretar la época y procurar descifrar sus nombres.

* Socióloga, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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