EL PAíS › OPINIóN
› Por Martín Granovsky
Concebir la relación con México era fácil antes. Ya no.
Antes, en la dictadura militar, México fue el lugar de refugio de miles de exiliados argentinos. El pueblo mexicano fue generoso y cálido. Los argentinos que habían pasado los 25 o 30 años aportaron al desarrollo académico mexicano. La duplicidad mexicana fue útil para los exiliados en su combate contra la dictadura. El Estado vigiló y muchas veces protegió a los exiliados siempre que éstos no se metieran en la política interna. Tampoco debían husmear demasiado en episodios como la masacre de Tlatelolco de 1968 o las desapariciones de dirigentes de izquierda en el período posterior. Pero sí podían desarrollar, como lo hicieron, interesantes niveles de reflexión que fueron cruciales en la transición democrática argentina.
Antes, con la crisis de la deuda externa latinoamericana de comienzos de los ’80, México pudo haber sido una pieza clave para un arreglo digno, en compañía de la Argentina y Brasil. No llegó a serlo. El Consenso de Cartagena, un acuerdo de los tres sobre la deuda firmado en 1984 con cuidado de no aparecer como un club de deudores, fue inundado de nuevos socios hasta que llegó a su punto máximo de esterilidad.
Antes, durante la crisis de América Central que siguió a la revolución sandinista de 1979, México se involucró en una solución pacífica de Nicaragua. Se comprometió con el Grupo de Contadora junto con Venezuela, Colombia y Panamá, al que apoyaban Brasil, la Argentina, Uruguay y Perú. La meta era que no se expandieran los contras nicaragüenses respaldados por la administración Reagan. La Argentina y México coincidieron.
Antes, aun sobre el fin de la Guerra Fría, México continuó siendo el puente con Cuba. El bloqueo estadounidense fue comercial pero México lo fisuró políticamente. Y después, con el advenimiento de las nuevas democracias, la restauración de relaciones con La Habana por parte de los países del continente fue también un modo de acuerdo con México.
Antes, pero ya más cerca, en pleno proceso de desarrollo de los bloques, México se integró al Nafta, el área de libre comercio de América del Norte que formó con los Estados Unidos y Canadá. En rigor lo había concretado antes, de hecho. El Nafta fue la formalización de una realidad previa.
Más cerca aún, por ejemplo a comienzos del 2005, México aparecía para una franja de la Cancillería argentina como una compensación posible frente al liderazgo de Brasil. En el siglo XIX, la Alemania unificada de Otto von Bismarck desplegó una serie de alianzas secretas con potencias europeas en un minué que los teóricos clásicos de la política internacional suelen admirar. Desde que la Argentina, Brasil y Venezuela se negaron a construir un Area de Libre Comercio de las Américas, el Alca, a fines del 2005 en Mar del Plata, quedó sellada la alianza fuerte de los dos primeros y anulado cualquier juego inútil. México, además, ya había hecho su opción con el Nafta, un verdadero embrión del Alca que al menos tenía de su lado el argumento de la vecindad.
Con el relanzamiento de Unasur, Sudamérica como región política se hizo más nítida. La Argentina pertenecía a ella y México, naturalmente, no. Esa pertenencia, más el tipo de relación comercial con los Estados Unidos, distinguió la suerte que ambos países tuvieron ante la crisis internacional iniciada en el 2008. Las áreas de libre comercio son menos nítidas que la política. La Argentina integra el Mercosur junto con Brasil, Uruguay y Paraguay (y quizá pronto Venezuela, cuando el Senado paraguayo defina su voto a favor) y México acaba de diseñar un Area de Integración Profunda junto con Colombia, Perú y Chile. Los cuatro países encaran la relación comercial con los Estados Unidos en términos de libre comercio. Pero tres de los cuatro están en Unasur y uno de ellos, Colombia, inclusive decidió con Juan Manuel Santos que no importará más desde Washington la doctrina de seguridad que ve a Hugo Chávez como una amenaza. Más aún: cuando hablan en un plano discreto, los funcionarios colombianos respiran un cierto alivio por el desplazamiento del centro narco de gravitación hacia el norte de México. No es que disfruten con los 30 mil muertos que se cobraron en sólo cuatro años el narco, de un costado, y del otro la guerra militar contra el narco desde que gobierna Felipe Calderón. Nadie en América latina podría sentir otra cosa que solidaridad con un pueblo tan castigado como el mexicano. Es que Colombia sabe, porque es uno de los mayores destinos de ayuda militar estadounidense en el mundo, que no hay salida imaginable con una guerra que se combina, para peor, con la megademanda de droga por parte de los Estados Unidos.
Que una relación no ocupe el nivel de relevancia alcanzado en los últimos años por el lazo con Brasil no significa que deba ser abandonada. Sobre todo cuando hay una tradición amistosa de por medio y cuando se trata de un país del porte de México, una de las 15 principales economías del mundo donde viven 112 millones de habitantes. Es lógico, entretanto, que la visita de la Presidenta a México busque avivar el interés de inversores, insista en el agradecimiento por la generosidad con los exiliados y procure disminuir el déficit de 600 millones de dólares dentro de un volumen de comercio de tres mil millones, once veces menos el volumen alcanzado en 2010 entre la Argentina y Brasil.
Sería ridículo desperdiciar una oportunidad de intercambio, análisis y construcción de relaciones culturales. En este mundo, como en la vida, uno nunca sabe.
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