EL PAíS › OPINIóN
› Por Amílcar Salas Oroño *
1 Buena parte de las fuerzas políticas opositoras latinoamericanas evidencian hoy una crisis de identidad. Se encuentran en un pantano de ideas, una frustración frente a ciertas propuestas políticas impulsadas por algunos gobiernos de la región. Se trata de una situación que no es simplemente de superficie: en el fondo, sucede que las elites latinoamericanas están viendo acorralada su capacidad ideológica para transfigurar sus intereses privados en proyectos políticos mayoritarios propios o afines. En ese sentido, un proceso de antielitización latinoamericana pareciera también estar constituyendo la escena contemporánea.
2 El dilema para estas fuerzas opositoras es que éstas han incorporado casi como único y relevante principio de acción aquello que resulta indispensable para las elites: reeditar una posible “armonía” de los intereses sociales, ser los garantes de una sociedad desconflictuada en la que primen los mecanismos “naturales” de resolución de demandas, junto con las posiciones de privilegio. Frente a las “desmesuras” de los gobiernos, la importancia práctica de un “equilibrio”. Puede decirse que elites y fuerzas opositoras se mimetizan o, más bien, se complementan: los sectores opositores funcionan como descarga discursiva de las elites, con el apoyo de los medios masivos de comunicación. Pero esa misma pretensión del “fin de los conflictos” presenta hoy en día serios problemas para relanzarse retóricamente en algunos países.
3 No es en el nivel concreto de la generación de riqueza o como factores de poder que las elites han perdido terreno; es en una dimensión que, también, resulta clave para la dialéctica social: los imaginarios colectivos. Las elites no están logrando atravesar y organizar discursivamente como hace un tiempo los diferentes niveles del lenguaje de las sociedades; como dato elocuente, hay que advertir que la injerencia de los titulares de Clarín y La Nación, del ABC de Paraguay o del Estado y Folha de Sao Paulo, por mencionar algunos, ya no generan la misma conmoción en la opinión pública. En ese sentido, la capacidad de las elites para promover una extensión de sus (auto) principios de legitimación –con sus valores, modelos de relaciones sociales y metas colectivas– se está viendo fuertemente afectada; como si entre sus interpretaciones y los imaginarios colectivos se abriera una brecha. Esta circunstancia se debe, fundamentalmente, a que las elites periféricas han perdido sus puntos de referencia: siempre se han refugiado y legitimado en sus vínculos con los países centrales y en la promesa de traer lo exterior hacia el continente como modelo para la modernización de lo arcaico y periférico. Pero mirar “hacia afuera” hoy en día resulta francamente poco entusiasta: crisis especulativas que se llevan las casas de millones, traslado forzoso de contingentes de inmigrantes, persecuciones religiosas, modelos de sociedad basados en la reducción salarial y la devaluación de los derechos adquiridos, o bien el avance de valores como los que impulsa el Tea Party o los partidos de derecha desde Suecia a Hungría.
4 Esta desorientación habilita, a su vez, el giro “antielitista”: se arraigan otros principios ordenadores en los imaginarios latinoamericanos. Hay nuevos sentidos comunes y otras dinámicas –y otras maneras de describirlas– vinculados con las agendas públicas de ciertos países: si en Brasil, quizás por primera vez en su historia, se percibe colectivamente la posibilidad de una “movilidad social” para los sectores subalternos, esto se debe al impacto de determinadas políticas, como la reversión de la primacía del trabajo informal sobre el formal o bien los millones de nuevos estudiantes que han accedido a la universidad; en Venezuela, el declarado “antiimperialismo” cultural e institucional ha construido, como lo muestran algunos estudiosos, otros tipos de interacción y modelos de relaciones sociales, incluso domésticas, respecto de lo que implica una sociedad del consumo; lo mismo podría decirse del “buen vivir” en Ecuador o Bolivia, capítulos constitucionales que, burocráticamente, colocan reparos prácticos a las tentaciones neoextractivistas y, al mismo tiempo, reaseguran su particularidad política histórica: la inclusión de identidad indígena en sus proyectos; o bien en Argentina, donde la “democratización” de ciertos aspectos cotidianos, como el matrimonio igualitario o la pluralidad de la información, reconfigura el carácter de lo que implica el progreso personal.
5 Estas fórmulas, que luchan espiritualmente con otras no tan auspiciosas y también debitables a los gobiernos en cuestión, atraviesan los imaginarios sociales y se incorporan a los universos simbólicos de la ciudadanía, orientan y organizan la absorción de las interpretaciones circulantes: de alguna manera, se constituyen en las barreras ideológicas que encuentran las elites para imponer sus ideas. No se trata, como dice Beatriz Sarlo, de una simple “batalla cultural”; debe reconocerse como un avance político el hecho de que los modelos societales de las elites estén sin posibilidades de despliegue y capilaridad. Esto no anula la debilidad y la inorganicidad con que se dan los cambios, o que aparezcan fricciones al interior de las coaliciones gubernamentales: sucede en Ecuador con Alianza País y los movimientos sociales, con Dilma Rousseff y la bancada parlamentaria del PMDB, o entre el Gobierno y la CGT en Argentina. Pero estas fricciones no son en torno de otros mapas conceptuales, como quisieran los medios de comunicación conservadores y las elites, sino al interior de un mismo cuadro de ideas –asumidos con mayor o menor honestidad por los actores–, precisamente aquel que, puesto en movimiento, genera una antielitización de los lenguajes por lo bajo.
6 Los imaginarios sociales no son realidades secundarias: allí también se anudan cuestiones clave para el porvenir. Está claro que no hay condiciones objetivas para un radical “cambio de época” en América latina. Sin embargo, hay ciertas condiciones subjetivas, en el plano de los imaginarios, que parecen haber dado un salto optimista, y que son consecuencia de la interacción con ciertas políticas públicas; de allí la crisis de identidad y de perspectiva de ciertas elites y fuerzas opositoras. La región presenta una diferencia respecto de otras latitudes: en lugar de levantar muros entre comunidades, quizás sea momento para asumir en su verdadera dimensión conceptual aquello que está comprometido socialmente en la originalidad latinoamericana; como insistía José Carlos Mariátegui: ni calco, ni copia... creación heroica.
* Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (UBA).
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