EL PAíS › ABEL MADARIAGA Y SU HIJO FRANCISCO, EN LA CAUSA POR ROBO DE BEBéS
Francisco fue apropiado por el ex carapintada Víctor Gallo y su mujer, Inés Susana Colombo; su padre Abel lo buscó durante treinta y dos años. La perversión del represor que lo llevaba a jugar a El Campito, donde habían tenido secuestrada a su madre.
› Por Alejandra Dandan
Los compañeros de Hijos lo escuchaban sentados en los únicos espacios libres que quedaban: el balcón donde habitualmente se sientan los camaradas de los represores porque ninguno estaba presente. Francisco Madariaga Quintella empezó por el comienzo: pronunció su nombre completo, así de corrido, como atragantado o expiando de alguna manera tantos años de espanto, los treinta y dos años y medio que permaneció apropiado o esclavo del carapintada Víctor Gallo. “La infancia nuestra no era escuchar a los Parchís –explicó–: era escuchar la Marcha de San Lorenzo y ponernos en fila.” Los únicos lugares a los que su apropiador lo llevaba a jugar como los padres llevan a sus hijos era a ver a los paracaidistas caer en Campo de Mayo. “¡O me llevaba a jugar al Campito!”, dijo después: “¡Al Campito donde yo estuve en cautiverio con mi mamá, es loco eso!”.
Hacía una semana, quienes ocupaban la sala de audiencias de los Tribunales de Retiro esperaban la declaración. El Tribunal Oral Federal 6 había agregado a sus dos apropiadores al banquillo de acusados del Plan sistemático de robo de bebés: el ex carapintada Víctor Gallo y su mujer, Inés Susana Colombo. Gallo la semana pasada no declaró. Ella dijo que había sido quien acompañó a Francisco por primera vez a Abuelas y en medio de su estrategia de defensa, se presentó como víctima de las imparables formas de una violencia doméstica de alguien a quien definió como psicópata.
Francisco empezó a recuperar su identidad en el verano de 2010. Desde el balcón, uno de los Hijos decía que su vida tuvo algo de lo de Victoria Donda: sin saberlo, Francisco se construyó una vida en paralelo a la apropiación, era artista callejero, sobrevivió malabareando en los semáforos, un juego que los apropiadores jamás entendieron, pero que lo llevó de a poco a las fiestas organizadas por Hijos y especialmente al momento de las preguntas que alguna vez empezó a responderse.
“¿Cómo llegó usted a saber quién era?”, preguntó el fiscal Martín Niklison a poco de arrancar. “Después de vivir una vida, treinta y dos años y medio, en una mentira y una familia violenta, calculo que me vienen unas dudas. Desde chico me sugerían; cuando veían a mis supuestos hermanos menores, me decían que no me parecía a nadie, pero tampoco eso me significaba algo como para dudar. Pero con el tiempo, los malos tratos dentro de la familia, o no poder entender cómo criaban a esas criaturas maltratándonos tanto, a los veinte años me había ido de la casa, estaba haciendo mi vida, andar por la calle como artista callejero, me iba enterando de las cosas que pasaron en el país, de los ’70, juntando información y además me decían que yo había nacido el 7 del 7 del ’77 en Campo de Mayo, y me venían las dudas de si no podía ser hijo de desaparecidos.”
“Uno” había empezado a entender, dijo Francisco: “Uno frecuentaba las familias de los amigos y eran familias normales, no había nada de lo que uno veía en esta familia: la familia de Colombo estaba peleada a muerte con la hija o el padre le corría directamente la cara”.
Francisco declaró después que su padre. Abel Madariaga que es secretario de Abuelas de Plaza de Mayo: pasó esos 32 años y medio buscándolo. En la audiencia de ayer, antes que Francisco, explicó que su hijo está enfermo de diabetes desde los 14 años, un cuadro que lo convirtió en insulino-dependiente, que no heredó de la familia biológica, que según la historia clínica del Hospital Militar es producto del estado nervioso.
“Me decían también a mí que era un tema nervioso”, dijo Francisco. “Nervioso porque genético no era, porque no sabían o mejor, sí sabían de dónde venía: pero yo tenía diabetes por culpa de ellos, porque un día la encuentro a Colombo con un charco de sangre porque él le había dado un golpe en la cara y para que no la mate nos colgamos de él. Gallo me apunta en la cabeza con un revólver, ahí conmigo en el piso, el momento fue horrible, la diabetes se desemboca y era nervioso, no era normal.”
Niklison le preguntó a Francisco por las veces en las que Gallo estuvo preso. Por esa la mitad de la vida que pasó en una cárcel, por estafas financieras, por la masacre de Benavídez. Y luego le preguntó si se acordaba del levantamiento carapintada. “Totalmente”, dijo él. “Gallo decía que era una guerra, todo el tiempo hablaba del supuesto enemigo, aunque para él todos eran enemigos: todo el tiempo con odio, toda la familia, con eso nos criaban a los tres.”
En diciembre de 2009, cuando empezaban a cerrarse algunas respuestas y alguno de sus amigos le propuso acompañarlo a Abuelas, Francisco volvió a la boca del lobo. Gallo tenía una cooperativa de seguridad. Y así flaco como es, con el cuadro de diabetes, decidió pedirle trabajo. “Yo lo tenía adentro mío con una angustia muy grande, vi la manipulación, sabía que era psicópata y yo tenía ya la edad de sacar conclusiones.” Y luego: “Le pedí trabajo y ahí empecé a enfrentarlo para ver cuáles eran sus intenciones conmigo y me fue demostrando en tres meses que todavía en su cabeza figuraba como un enemigo; por episodios que hubo pude llegar a que se quiebre, y que Colombo me diga la verdad”.
Gallo era el jefe de la cooperativa. Francisco había trabajado doce años de cadete, podía manejar una moto, hacer trámites, lo que sea, pero con su cuerpo flaco lo que jamás imaginó hacer era trabajar de custodio de camiones: “Mi vida era de artista callejero y que me dé la custodia de camiones era algo que no me cerró. Me manda a la sucursal de Los Polvorines. Me pongo a trabajar y mi intención no era trabajar, era ver la manipulación del tipo. Llegado un momento, yo sabía que cuando le agradecía algo, pasaban dos minutos y la cosa se daba vuelta: así que le agradecí por eso, y a los dos o tres días me cambia de sucursal y me manda a San Martín, la zona más peligrosa de la provincia de Buenos Aires”.
A esa altura, Francisco quiso irse. “Yo estaba empezando a asustarme: no sabía cómo podía salir todo esto, quería que me pague el sueldo, con eso me compraba una moto y listo, pero él me dijo que no: ‘No, vos tenés que estar conmigo. ¡Vos sos mi hijo! Este es mi primer trabajo como jefe y vos tenés que ser mi mano derecha’.”
Los compañeros de Los Polvorines eran personas que trabajaban por necesidad, pero en San Martín todos eran ex militares y ex policías. “A la mañana era estar puteando a la Presidenta, diciendo ‘que vuelva Videla, que vuelva Massera, el golpe de Estado...’ ¡Era imbancable estar con esa gente!”
El tercer día era sábado. Había tres camiones para custodiar. Lo mandaron con uno que iba a un supermercado chino, pegado a un “aguantadero”. “¡Ocho veces lo habían asaltado y Gallo me manda ahí!”, dijo Francisco. Los compañeros no lo podían creer: “Decían que cualquiera estaba más preparado que yo, pero yo quería terminar el día, y bueno, de inconsciente, estábamos armados, con armas truchas, largas para todos, había que salir armado y bueno, yo salí. Cuando estoy saliendo, se mete un compañero mío al camión; me dice que no me va a dejar ir solo, ‘porque vos no entendés nada de nada’”, le dijo. También le dijo que tenía un hijo de su edad que tocaba batería. Y lo acompañó.
Después del primer destino, llegaron a otro lugar. Francisco se separó del camión unos metros. Se puso a escuchar música con los auriculares, de camisa y jean. Por el físico, no daba el look del custodia que sí daba su compañero que minutos después cayó al suelo con la cabeza llena de tiros.
“Pasaron cuatro tipos con buzos, tatuados por todos lados, armados y van a atacar directamente al custodio del camión; el camión estaba en marcha, no se llevan el camión, el conductor y el acompañante salen corriendo y no volvieron más por el susto. Yo no sabía qué hacer. No sabía si tirar el arma, no quería que nadie se dé cuenta de que era custodio; que corría peligro. Después empiezan a tirar tiros para mi lado, pero yo ya me había metido adentro de la casa de una vecina.”
Llamó a Gallo. Gallo le dijo que estaba a quince cuadras. ¿Por qué?, dijo Francisco. ¿Qué hacía a quince cuadras? ¿Estaba esperando? ¿Sabía lo que iba a pasar? Gallo le había dado un arma tiempo antes: “Cuando me da el arma, me la da para que me suicide o para que me mande una macana con el arma –dijo él–, pero ahí tenía la forma de hacer desaparecer a alguien en democracia”.
Francisco se preguntaba por qué mientras los otros chicos podían jugar en sus casas con las computadoras, él no: “Yo siempre fui para él el hijo del enemigo”.
Francisco no terminó de hablar. Se cortó la luz en Comodoro Py. Su testimonio se reprogramó para hoy. Pero ¿puede ser que Gallo lo haya querido matar? ¿Es consciente o inconsciente? Desde la fiscalía dicen que sí: Gallo es un psicópata y el psicópata es un perverso que puede planificar cualquiera de esas cosas.
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