EL PAíS › OPINION
› Por Washington Uranga
El candidato a gobernador por la Unión para el Desarrollo Social (UDeSo), Francisco de Narváez, incurrió ayer en un exabrupto verbal más entre varios que vienen sucediendo en el contexto de la campaña electoral que en términos estrictos recién comienza, aunque la campana de largada haya sonado hace mucho tiempo. Ahora, con las candidaturas planteadas, y aunque falten definiciones menores, los “motores” ya están calientes y las palabras –también las agresiones y los descalificativos– afloran con facilidad, pero del mismo modo con impunidad y falta de criterio. Por más que haya recurrido rápidamente al pedido de disculpas vía el mensaje enviado a través de una red social –porque así lo hace un político tecnológicamente adaptado a los tiempos–, la aseveración del dirigente conservador señalando que Néstor Kirchner “eligió morirse antes de volver a perder otra elección” constituye un atropello más al sentido común y una falta de consideración, no sólo a quien ya no puede ejercer su defensa porque partió de este mundo, sino a su familia y a todos aquellos que le profesan respeto. Que son muchos más que los seguidores de De Narváez, mal que le pese al diputado que aspira a ser gobernador bonaerense ahora de la mano de Ricardo Alfonsín. Ese tipo de declaraciones forman parte del mismo coro del que suele participar Elisa Carrió cuando dice sin sonrojarse que “el luto (de la Presidenta) forma parte del disfraz”. O cuando Luis Juez –a propósito de un tema futbolero– asegura que “odio a los porteños”.
No son los únicos ni las únicas. Los señalados son apenas emergentes coyunturales de una manera de concebir la política y de entender el agravio como argumento. Está claro que este estilo no es privativo de ningún partido o grupo en particular. Las mismas desconsideraciones y falta de sensatez surgen tanto en boca de opositores como de oficialistas. Depende sólo del tema, del momento y de las circunstancias.
No se trata aquí de hacer una apología de los “buenos modales” y del lenguaje desprovisto de pasión y de adjetivos. Aunque nada hay tampoco contra el uso sensato y adecuado de las palabras para expresar ideas, también para defenderlas con pasión y hasta con vehemencia. Pero el camino del agravio y la descalificación gratuita del adversario no es la única manera de hacer política. Mucho menos cuando se trata de justificar los exabruptos con la muletilla... “esto es política”.
La política es otra cosa. Y ya que estamos entrando en el tramo más duro de la campaña electoral habría que recordar que para los ciudadanos es importante escuchar propuestas, planes, ideas, iniciativas. Para que esa sea la materia prima de la discusión. A eso aspiran también muchos ciudadanos porteños que reclaman un debate limpio entre los candidatos. El intercambio de agravios puede ser comidilla para algún sector del periodismo y buen negocio para empresarios de medios que necesitan vender titulares de color amarillo aunque se escriban en letras rojas.
No es “moralina” decir que no todo vale y que el ejercicio de la política no justifica cualquier agravio. Tampoco que quien ejerce la función pública o aspira a llegar a ese lugar tiene el deber y la responsabilidad de cuidar que sus palabras no se transformen en violaciones a los derechos de otros, así sean sus adversarios. El tema no debería quedar fuera de la consideración de nadie. Porque no todo vale. Salvo, claro está, que se carezca de argumentos, de respuestas y de propuestas. En ese caso sí hay una explicación de por qué el agravio es el único recurso que queda a mano.
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