EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Habrá que observar cuidadosamente los aciertos y errores del tejido oficial que se corroboró.
Tanto la designación de Boudou como la integración de listas revelan, en primer lugar, una muy significativa pérdida de peso de las estructuras territoriales y sectoriales del Partido Justicialista, más lo que le toca a la CGT en igual sentido. Ya había sido un enorme aviso ubicar a Gabriel Mariotto en compañía de Daniel Scioli con todo lo que, por si fuera poco, el titular de Afsca escenifica como voz cantante principal de la ley de medios. Hay un reforzamiento impresionante de la autoridad presidencial, pero con un giro que deja muchos heridos en el PJ. Es por eso que debe mirarse con mucha atención el entramado de lo que, tal vez, ya pueda señalarse como la construcción de una fuerza basada en nuevos cuadros, gente más joven y paulatino desmontaje del aparato peronista tradicional. Algunos se animan a llamarla “cristinismo”. Y en parte por eso vale retroceder en la cronología de la semana hasta el anuncio presidencial de ir por la reelección. No pasa todos los días que un hecho tan ampulosamente obvio despierte reacciones propias de una sorpresa espectacular. Pues acaba de pasar.
Por razones de seriedad analítica, primero pongámonos de acuerdo en dejar de lado a Elisa Carrió. Enloqueció hace ya tiempo. Casi el mismo tiempo en que no se dedica a hacer política, sino a como quiera definirse esa manía de destruir todo lo que construye. Pero hasta ahí, con mucha benevolencia, podría considerarse que la rigieron serios problemas de carácter, capaces de impedirle tomar decisiones acertadas. El punto inflexivo ocurrió en el almuerzo con Mirtha, cuando, para estupefacción de la propia Legrand, aseveró que la impactante manifestación popular durante el velatorio de Kirchner fue organizada por Fuerzabruta. Desde esa afirmación, quedó claro que no se está ante alguien con propiedades mentales intactas. Ahora, al cabo del anuncio, señala que Cristina la engañó con su luto y sus lágrimas, tras haber insistido hace meses con el vómito a cuatro vientos de que la Presidenta no sería candidata porque es una incapaz para seguir gobernando sin su marido. Es improbable encontrar la forma de no juzgar que volcó completamente. Es tal la impotencia, la falta de respeto, el resentimiento, que se impone acordar en eso de que Lilita no hace política. Hace el show de frustración de quien no tiene nada que perder más que su conciencia. Algo similar le cabe a El Padrino; pero en su caso, más que de demencia, se trataría de decrepitud. Aseguró que en quince días se conocerán las verdaderas encuestas. A resultas de ello, es irrefrenable no asimilarlo a su ex socio, Alberto Rodríguez Saá, cuando en 2003, montado en el escrutinio de una mesa electoral de Necochea, previno sobre maniobras mediáticas que lo daban perdedor.
Si salimos del radio de acción de los platos voladores, Francisco de Narváez dijo que Kirchner eligió morirse antes que perder las elecciones. No pudo ampararse en que lo sacaron de contexto. A las pocas horas de tamaña barbaridad, quiso aclarar que no intentó ofender; pero dichos de ese tipo no tienen retorno. Cualquier manual de psicología barata explica los fallidos ostensibles, y estamos hablando de la reacción de un candidato a gobernador bonaerense, a pocas horas de certificarse que va Cristina. ¿Es eso lo que corresponde esperar de un aspirante con pretensiones? ¿Es todo lo que tiene para decir? ¿Y toda la artillería de la prensa opositora pasa solamente por lo escandaloso de que la Presidenta haya formulado el anuncio en cadena nacional? Sí, es así. Y da la medida de aquello que es lo único de que pueden asirse: el insulto, la ofensa, la elevación de lo baladí a argumento primordial, la corroboración de que muerto Kirchner les desapareció el atajo para mostrarse taitas. Tan es así, que ni siquiera pudieron apoyarse en alguna reacción adversa de la Bolsa, del valor de los bonos, de alarma en el establishment. Al contrario. Lo que ocurrió en esos ámbitos fue la tranquilidad, e incluso el entusiasmo, porque les va poco menos que mejor que nunca gracias al dichoso populismo que tanto denigran. Y si así no fuera, y tal como lo confiesan en su conjunto, secreteado, esos grandes actores de la economía prefieren la permanencia de quienes demuestran capacidad de mando. No quieren más helicópteros. Son conscientes de que, al revés de hace diez años, cuando lo inorgánico de la protesta social les permitió reconstituirse y asentarse en una transferencia de ingresos prodigiosa, a su favor, esta vez hay mucha polenta –mucha gente joven, sobre todo– que estaría dispuesta a defender el nunca menos.
A partir de ese último aspecto, merece observarse lo juiciosos que resolvieron ser otros referentes de la oposición. El hijo de Alfonsín; su postulante a vice; Hermes Binner, consultados todos sobre lo que harían con los grandes trazos de la economía, respondieron –por ejemplo– que de ninguna manera sería cuestión de desfinanciar al Estado eliminando las retenciones al agro. Y aclararon que la distancia, crecientemente acotada, entre inflación real y cotización del dólar, no debe ser resuelta con devaluación brusca. Es decir: un marco declarativo que no le deja espacio a locuras. De ahí en adelante, a la comandancia mediática opositora no le resta mucho más que agarrarse de artificios o realidades susceptibles de herir al Gobierno, pero no como afectación electoral: Schoklender, Inadi, Jaime, amigotes que ganan licitaciones de obra pública. O un título principal, de portada, el jueves, dedicado a vender el humo de que fue Cristina quien resolvió la asistencia de público riverplatense al estadio. La información no se aprecia fundamentada en la crónica. Nadie descarta que la Presidenta haya intervenido, por consejo del comité de seguridad futbolístico, en aras de una eventual disminución de riesgo incendiario frente a la probabilidad de que River perdiera la categoría. Pero la intencionalidad del título, claramente, fue que River tiene coronita, según lo que le hubiera correspondido tras los incidentes del partido en Córdoba. En función de eso, la apuesta a generar rencor. El dato, o la obviedad, sirven para testimoniar en qué tiene que gastárselas la jefatura opositora. Pino, para peor, se les salió de madre convincente y, no conforme con pretender que medio mundo se encolumne tras su efigie, acabó por dividir a toda su tropa. Una verdadera lástima, porque su espacio era el mejor para correr al Gobierno desde una izquierda moralista de apunte fiscalizador, noble, acumulativo.
Este gobierno o esta Presidenta en particular, no más que una firme pero moderada expresión de eso que se conoce como modelo inclusivo, equilibrador de algunas de las desigualdades sociales más profundas, actuante de la integración regional contra las eternas pretensiones del Imperio y sus adláteres, enfrenta desafíos tan grandes como la inexistencia de un destino que no sea el que se quiera construir. Hay una economía que continúa primarizada, dependiente en exceso de la demanda alimentaria de los chinos y sujeta en gran medida al intercambio automotriz con Brasil. Hay una clase dominante rapiñera y antinacional, sin perjuicio de su desconcierto. Hay los lobbies devaluadores, los gauchócratas insaciables aunque hoy llamados a silencio, las usinas del odio de clase. Hay la impericia de dejar ciertos campos orégano que esa contra, sólo provisoriamente, no sabe aprovechar. Y hay que un segundo mandato –o tercero, según quiera vérselo– es calculado a priori como el del desgaste inevitable. Mandan, por tanto, dos preguntas básicas. ¿Hay que prepararse para esa inevitabilidad, consistente en que Cristina terminará agotando junto con lo que representa o quiere imaginarse? ¿O hay que entrenar para que eso no ocurra, porque no es honesto entregarse a que una sola persona o unos pocos cuadros políticos, en el mejor de los casos, resuelvan por nosotros? Como sea, si falla esto que, como pudo o como quiso, se diferenció de los cantos de sirena liberales, la responsabilidad será de los que se sientan a esperar.
Por lo pronto, basta con ver quiénes son los furiosos, los embroncados y los ambiguos, para saber o intuir de qué lado hay que pararse.
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