EL PAíS › LA EXPERIENCIA DE MALVA, UNA TRAVESTI DE 90 AñOS, QUE ESTRENó EL VOTO EN UNA MESA MIXTA
Por primera vez, las transexuales fueron a votar sin padecer el escarnio de miradas inquisidoras al verlas entrar al cuarto oscuro de las mesas masculinas. Algunas sonrisas socarronas se filtraron, pero todo se diluyó en las colas mixtas.
› Por Alejandra Dandan
Malva sólo quería ser entrevistada ahí, en medio del barrio, entre la concurrencia endomingada que se reunía a emitir su voto en la escuela Luis Pasteur, en una de las esquinas de Villa Urquiza. Después del mediodía, entró buscando su mesa, ahora mesa mixta, sin colas separadas entre varones y mujeres con ciudadanos fragmentados por categorías de sexo en escenarios que se convirtieron históricamente en parte de los espacios públicos desde donde las travestis vivieron la exclusión. Una escena escabrosa, como la recuerda Malva en este mismo momento: “Muy escabroso era”, dice ella, escritora con 90 años de historias de desacatos sobre el cuerpo. “Porque fijate vos que nosotras hacíamos la cola donde estaban los hombres, porque yo estoy empadronada como varón; todos me miraban, se daban cuenta, era un poco chocante para mí, para ellos no, para ellos era motivo de risa, motivo de mofa, me decían ‘señora, se equivocó de lugar’, y yo no, no respondía nada. ¿Para qué?”
Malva ahora está parada en ese lugar de la escuela como si con la presencia intentara buscar las formas de responder. “El punto es muuuuyy importante”, dice, grandilocuente, categórica. “Porque no deja de ser un reconocimiento que el hecho de hacer cola de hombre y mujer es una segregación social; o sea, establece, digamos, una separación de sexo, cosa que lo veo un poco fuera de órbita.”
Alrededor, cada quien entra y sale de sus colas. Malva aguarda en la mesa de extranjeros que como todas, por primera vez, es mesa mixta. Sin embargo, no todo es espacio ganado porque cuando finalmente las autoridades le piden el documento la llaman por su nombre de varón, y el presidente de mesa sonríe con una mueca que actualiza por un momento el espanto.
Algo de este último asunto marcó ayer las posiciones frente a este nuevo modo de voto ciudadano, incorporado en la reforma política. Las mesas parecen haber marcado dos posiciones. Por un lado, el universo de las activistas trans que celebran, como Malva, la posibilidad de dar un portazo definitivo a esas colas malditas con las que la ficción del voto ciudadano las deconstruía devolviéndolas al lugar de lo deplorado. Pero también subrayan los límites, porque en ese último momento, frente a las autoridades y fiscales, lo que el Estado vuelve a pedirles es el nombre que figura en el documento donde aún muchas aparecen con su nombre de varón. En ese sentido, algunas exigen la sanción de la Ley de Identidad de Género para elegir cómo nombrarse y ser reconocidas por el Estado en ese lugar. Por otro lado, las feministas que entienden los reclamos de las “compañeras travestis”, pero acentúan dos ejes: primero, que con la ley de identidad de género no haría falta división de mesas por sexo y, segundo, que la mixtura de las mesas invisibiliza los votos femeninos porque no puede saberse qué y cómo votan mujeres y varones.
“¡Pero esto es muuuuuy importante!”, insiste Malva en el patio de la escuela, en los pasillos o donde hiciera falta ante ese desasombro de conciudadanos que entran y salen de las colas, como si algo de esa mixtura les fuese natural. Como si fuese parte de una práctica normalizada.
“¡Pero es muuuuuy importante!”, repetía hasta que alguien, ahora sí, le dio la razón: “¡Pero claro, señora!”, respondió una mujer, setenta años. “¡Tiene razón!” Y en medio de la vereda, le contó que el sábado revisó su documento, que se dio cuenta de que tiene más casilleros para votar que los más nuevos y que el primer sello de su primer voto fue de 1961. “¡Las elecciones de Illia!”, recordó Malva mientras una tercera vecina, más joven, decía que ella, en cambio, era de la generación de primer voto de 1983. Todas volvieron al tema de las mesas mixtas. A Evita, 1947, la primera elección de las mujeres, a Alicia Moreau de Justo. “¡Pero pobrecita, la Alicia Moreau!”, decía Malva. “¡Como no tenía a nadie en la Cámara, sólo a Palacios, pudo hacer lo del voto cuando el peronismo lo tomó porque tenía mayoría!” Y siguió: “¡No sabe, señooooora, lo que era la dereeeeecha en ese momento!”.
En tanto, en Barracas, Lohana Berkins votó temprano. “¡Por supuesto que ya voté!”, dijo y aclaró que lo suyo fue por el “¡Fuera Macri!”. Lohana, una vieja activista trans fue a votar por primera vez sola, sin parientes ni compañeras de escudo protector. Pese a eso, marca los límites: después de la fila heterodoxa, les dio sus documentos a las autoridades de mesa, pero les advirtió: “¡Absoluta discreción!”.
“No por ser travesti, porque para mí es un orgullo –dice–; pero sí porque en esas situaciones gritan el nombre y hay comentarios en toda la fila.” Las autoridades eran tres chicas. “Fueron muy amables”, explica. “Pero eso nos hace redoblar la apuesta para reclamar la ley, porque lo peligroso es quedar sujeta a la buena voluntad de quien te atiende, ahí es donde empiezan los actos de violencia y de discriminación: que una quede al arbitrio de un ciudadano no habla a las claras de un derecho, el derecho es cumplir, como todo el mundo, con esto del voto y después poder irte muy tranquilamente a tu casa.”
Las colas muestran para Lohana el poder de la imagen: ella llegó envuelta con su abrigo de señora, pero se pregunta: ¿qué pasa si una de sus compañeras no responde al physique du rôle porque decide ir espléndida?
Primero eran hombres, blancos, burgueses, quienes estaban habilitados para votar, dice Paula Viturro, especialista en género, profesora de la Universidad de Buenos Aires, intentando reconstruir una trayectoria de las habilitaciones del voto. En el país fueron los hombres enrolados militarmente a quienes el Estado construyó al comienzo como votantes. El primer padrón masculino era un empadronamiento militar, dice en este caso Dora Barrancos, de la Facultad de Filosofía y Letras. “Los padrones tenían número de clase y el número de clase significaba la capacidad de movilización que tenía el Estado entre hombres que estaban definidos como activos o reservistas.” Esa construcción simultánea de ciudadanos y de movilizados para un eventual frente de guerra fue el modo en el que fue pensado el padrón de varones. En 1947, con la incorporación de las mujeres aparecen discusiones sobre la posibilidad de eliminar la clase de los padrones, por lo que Barrancos recuerda por una cuestión de coquetería.
La pregunta es si, entonces, puede caer ahora la condición de sexo. Viturro cree que las mesas mixtas dicen algo de eso: que no se necesita el sexo para construir la identidad de una persona porque la muestran como una categoría prescindente. Cuando existen dudas sobre la identidad de una persona en la votación, dice ella, las autoridades de mesa siguen un instructivo para saber si la persona es quien dice ser. Comparan datos, la fecha de nacimiento, el apellido, pero no preguntan sobre el sexo. Un indicador más de que no es una categoría imprescindible para comprobar legalmente la identidad de las personas: “Por la negativa, el sexo parecería ser más bien una forma de avalar la ficción de la personalidad jurídica, que indica que todo el mundo tendría que tener un sexo certificado legalmente que se presume que existe biológicamente, pero en realidad para la construcción de ciudadanos no es relevante”.
Diana Maffía y Dora Barrancos hablan de otra cosa: de la invisibilidad de los datos que aparecen en la mesa mezclada.
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