Lun 18.07.2011

EL PAíS  › OPINIóN

En riesgo

› Por María Pia López *

Una derecha no ideológica. De eso se trata. Aunque suene paradojal. La nombramos derecha –y será hora de que desmenucemos esa condición–, pero lo es por el modo en que se presenta como una abstención de toda ideología. Las derechas anteriores, las antiguas, enlazaban liberalismo económico y autoritarismo político. Fueron nacionalistas en los ‘20, jerárquicas en los ‘30, militaristas en las décadas siguientes, cruentas asesinas en los ‘70, neoliberales en la democracia. Las nuevas derechas miran con distancia esa secuencia de la que no se sienten descendientes. Y algo tienen de razón: son hijas más de la época que de un linaje. La preocupación por la tradición pertenece hoy más a las izquierdas, siempre atentas a las rencillas de familia, a las bastardías y a las legitimidades. Esta derecha, la nueva, se quiere sin filiación: como si atrás suyo sólo viera el balbuceo ineficaz de uno y otro signo. Se pretende sin genealogía, porque su fuerza no la otorgan los blasones del pasado sino las galas de la industria del espectáculo.

Si no pronuncia palabra ideológica –y siempre que lo hace parece estar cometiendo un traspié– es porque la ideología transcurre –su fuerza de derecha– entre globos de colores y una estética que se toma sus recursos de los shows de baile televisivos, los cumpleaños de 15, las fiestas empresariales. Esto es, todo lo que suele identificarse como ritualización de la alegría. Quizás en otros momentos las derechas tomaban a su cargo los ademanes de la práctica religiosa, ahora son los de la fiesta. Una fiesta insistente. Y ojo: que ni siquiera se presenta como exclusiva. Somos nosotros los que la calificaríamos como tal. Pero no sus organizadores, que la disponen como cada uno haría el festejo por los 15 de la nena: con distintas categorías de invitados. O con un VIP.

Porque esa derecha corresponde a la época es que tendemos a pensarla con imágenes que surgen de las estéticas televisivas: y frente a la contundencia de la fiesta tinellista le oponemos la crítica que sagazmente Capusotto ejerció con su Micky Vainilla. Recordemos: el cantante pop que se tentaba –sin entender bien por qué– en enunciados racistas y en discriminaciones varias. Crítica que vendría a decir, aunque sepamos que los chistes no se explican, que lo que hay atrás de la no-ideología es una ideología que no osa decir su nombre.

Pero a veces lo dice. Y es votado aún diciéndolo. La primera vuelta electoral en la Ciudad de Buenos Aires la ganó esta nueva derecha. Con sus pretensiones de asepsia discursiva, su torpeza enunciativa, su fiesta mediática, sus globos de colores. Constituye un tipo de populismo que interpela el modo no político de ser votante y a la vez el modo explícitamente político de pensar la ciudad. Porque lo extraño es que Macri suma, aparentemente, dos tipos de votantes: el que quiere acentuar un voto antikirchnerista en la Ciudad y el que vota por la continuidad de una gestión gubernamental que se realiza en un contexto de mejoría económica que depende de las políticas nacionales.

Dos motivos para el voto: el hedonista, sustentado en mayor consumo y mejoría general del nivel de vida (el que en octubre podrá ratificar al gobierno nacional); y el opositor, que considera que la Ciudad debe estar en otras manos que el Estado nacional y que el candidato más votado expresa una alternativa al kirchnerismo. Hay, seguramente, otros motivos, pero éstos –y no la valoración de la gestión efectiva– son los que inscriben la elección en una dimensión que no es local. La semipresencia de la Presidenta en la campaña fue, quizás, la peor opción: porque no fue tanta como para afirmar que en la Ciudad las políticas nacionales las expresaba el candidato del FpV y no el que iba por la renovación de su mandato; pero sí fue suficiente como para nacionalizar la elección y fortalecer la idea de una opción opositora. No fue el único problema de una campaña que por momentos parecía un canto a la libertad: cada votante quedaba obligado a inventar las razones para elegir la fórmula que entró segunda al ballottage.

¿Pero se trata, sólo, de una campaña que no logró encontrar los modos de interpelación adecuados? ¿O estamos ante un problema que excede los estudios de marketing y las estrategias publicitarias? Creo más bien esto, y que la campaña vino a revelar ciertos rasgos difíciles de aprehender.

La derecha –démosle el nombre que se merece– hace política territorial y publicitaria, bajo el argumento de que no es política. Trabaja en los barrios, hace obra, distribuye recursos, y contrata estrategas publicitarios, para que todo eso transcurra con las formas de una inocente fiesta familiar. Es decir, hace política colocándola bajo el signo de la despolitización: obviando el plano del conflicto y de la contradicción, acentuando y habilitando las aristas reaccionarias del sentido común y poniendo para su provecho la destrucción de las conciencias libres que día a día emprende la industria del espectáculo. Y todo eso en nombre del fin de las ideologías y de un discurso de la feliz reconciliación que le provee un “nietzscheismo” de divulgación. Por eso, si en un punto algunos de sus votantes pueden reconocerse también como votantes del gobierno nacional es en el de la asunción de un contexto de mejorías económicas –como se ha dicho, cuando votan con el bolsillo–.

Es decir, el macrismo expresa un modo de la subjetividad, se afinca allí, y no sólo es deudor de las argucias de un Durán Barba. Pero, si esto lo sabemos (y no sólo lo sabemos, también creemos que es necesario combatirlo), entonces de lo que se trata es de combatir la despolitización con más política, más prácticas en los barrios, más vínculos sostenidos entre grupos culturales y artísticos, más militancias. Más políticas desplegadas durante los cuatro años –y no ante la inminencia de las elecciones–, más acuerdos sustentados con fuerzas democráticas porque si esta derecha vence ni los muertos estarán a salvo. Aunque no se atreva, todavía, a mostrar todas sus cartas.

Estas líneas pueden sonar extemporáneas. Que debían ser escritas hace tres años o dentro de un mes, para pensar lo que vendrá. Pero no hoy, a días de una elección fundamental. Pero es que ante esa elección lo único que podemos hacer es interpelar la conciencia de nuestros conciudadanos ante el peligro y decirles, desde lo más profundo del saber de los errores que compartimos, que nuestra ciudad y el futuro común están en riesgo.

* Ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).

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