EL PAíS › OPINIóN
› Por Luis Niño *
En el tercer tomo de sus Vidas Paralelas describe Plutarco, con singular detalle, la vida de Arístides, brillante estadista y general ateniense. Explica que el pueblo supo honrar a ese hombre, pobre y plebeyo de origen, con el apelativo de “el Justo”, para asociar eternamente su figura con tal cualidad. Ni los reyes ni los tiranos de su tiempo habían aspirado a tal renombre, nos previene su insigne biógrafo, pues preferían ser conocidos como sitiadores, fulminadores, vencedores y algunos –valga la cita textual– como águilas y gavilanes, por preferir la gloria que dan la fuerza y el poder a la que proviene de la virtud.
La fama de Arístides, el Justo, resultaba insoportable para Temístocles, de pareja edad, arconte y militar como aquél. Distanciados ambos por causa de rencillas juveniles, el encono del segundo aumentó ostensiblemente al resultar descubierta su maniobra de sustracción de caudales públicos por el primero, tras ser elegido procurador de las rentas públicas. Para desquitarse, supo sembrar entre la muchedumbre el rumor de que, valido de su fama, aquél aspiraba secretamente a entronizarse en el poder como monarca, persuadido de que era invulnerable ante los tribunales.
El pueblo de Atenas, engreído por las victorias bélicas que el propio Arístides había contribuido a lograr con arrojo y molesto por el brillo personal alcanzado por éste, asumió de buen grado la injuriosa especie lanzada por su adversario, revelando un sentimiento que otro historiador, Cornelius Nepos, contemporáneo de Cicerón, acertó a llamar invidia. La animadversión del arconte malversador y el torvo recelo de quienes hasta entonces lo habían admirado con razón arrojaron –pues– a Arístides, el Justo, al ostracismo.
Cuenta también Plutarco que, a la hora de inscribir en las conchas el nombre del ciudadano pasible de ser condenado a destierro, un campesino analfabeto entregó al propio Arístides el caparazón de ostra entregado a cada ateniense por los arcontes, y, para su sorpresa, le encargó que escribiese su nombre. El Justo preguntó al iletrado si aquel a quien deseaba condenar le había causado algún agravio: “Ninguno –respondió su interlocutor–, ni siquiera lo conozco, sino que ya estoy fastidiado de oír continuamente que le llaman el Justo”. Arístides, oído esto, nada contestó; grabó su nombre y se la devolvió. Expulsado, a la sazón, de la polis por sus conciudadanos, levantó sus manos al cielo y, exclamando una plegaria enteramente contraria a la de Aquiles, pidió a los dioses que no llegara el tiempo en que su pueblo tuviera que recordarlo.
La persecución de que es objeto actualmente el ilustre jurista y magistrado Eugenio Raúl Zaffaroni conduce a evocar la historia de Arístides. Hoy depende de todos nosotros que la perversa combinación de interesada maledicencia, vulgar envidia y crasa ignorancia no triunfe en su oscuro designio.
* Docente en Criminología y juez.
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