Jue 11.08.2011

EL PAíS  › OPINIóN

Cuarenta hectáreas y el mundo

› Por Eduardo Grüner *

Una vez más la violencia represiva y la guerra de clases se ha cobrado vidas en Jujuy, en la Argentina, en América latina, en el mundo. Vidas de pobres, vidas de sin-techo, vidas de trabajadores y superexplotados, vidas sufridas a cuyo sufrimiento sin fin –pero dispuesto a la lucha por sus derechos– ha venido a poner fin la barbarie combinada de la gran propiedad terrateniente, la voracidad asesina del Capital, la negligencia (si no la irresponsabilidad objetivamente cómplice) del Estado, el menosprecio clasista de una “justicia” privatizada, la indiferencia de los grandes medios de des-comunicación. Vidas que se restan de la vida, aunque se suman –por sólo recordar el último año– a las vidas de los aborígenes que pelean por su relación ancestral con la tierra, los militantes populares que luchan junto a los “tercerizados”, los desesperados ocupantes de terrenos donde construir la ilusión de una vida (y ya nos vamos cansando de decir que cada uno de esos episodios es un “punto de inflexión”, sin que parezca “inflexionarse” gran cosa). Vidas sin auténtica vida, a las que se les corta de un balazo la dignidad de luchar por otra vida. En tiempos en que la “corrección política” ordena por doquier emitir ondas de amor y paz, las andanadas de metralla contra los pobres que confiaron en esos mensajes están bien lejos de ser una “anomalía”: al contrario, son la voz de una Verdad que la “buena onda” puede ocultar por un rato, pero que tarde o temprano revienta como una pústula en la superficie. Es la Verdad eterna –no habría por qué temerle a esa palabra– que dice que mientras todo un “sistema” (económico, social y político, desde ya, pero también “cultural”, “moral”, “espiritual”) esté sustentado sobre la explotación de la mayoría y el descarte de los no-explotables, mientras eso siga ocurriendo, mientras esa sea la “estructura” y la lógica de fondo, en algún momento el Poder tendrá que poner el dedo en el gatillo. Porque los vencidos (como los llamaba Walter Benjamin, para no pasivizarlos con el mote de víctimas) tienen la mala costumbre de resistirse a su destino trágico. A veces, puede ser, lo hacen con torpeza, o imprudentemente. La desesperación desorienta, nubla la visión “táctica”. Tan “incorrectos” son. Y entonces hay que enseñarles educación a tiros. Aunque estemos en democracia: también en ella, a veces, se hace entrar la letra con sangre. Desde ya, estar en democracia tiene, entre muchas otras, una hipotética gran ventaja: podemos gritar la bronca, y razonarla por escrito, podemos exigir y argumentar nuestras exigencias. Podemos hacer uso de nuestro privilegio de “intelectuales críticos” (hoy ya hasta suena algo ridículo autotitularse así), e intentar que se perciba en nuestra pálida voz el dolor de los que han sido privados hasta de su garganta y su lengua. Podemos, debemos, exigir explicaciones, investigaciones “hasta las últimas consecuencias”, “castigo a los culpables”. Sin garantías de que se nos escuche, claro está: el Poder es mucho menos que tonto, y tiene mil vericuetos –inmediatos, mediatos y mediáticos– para neutralizar nuestros grititos, para desviar la atención, para disimular sus oscuridades detrás de globitos de colores o de discursos sobre “lo que falta”. Pero a ellos ya no les falta nada: les quitaron todo. Como si eso no fuera suficiente, les quitan también, después de muertos, la condición de “resistentes”: se insinúa, por ejemplo, que el calibre de los proyectiles no era el de las fuerzas de seguridad. La implicación cínica –que no es incompatible con una potencial verdad puntual, que habrá que demostrar– queda picando, amplificada y multiplicada por los amanuenses: los atacados, ahora cadáveres, se van transformando sutilmente en agresores. Y más: “Llegaron en camiones, no eran pobres”. Viajar en camión no es cosa de pobres. De pobres es defender a tiros unas pocas hectáreas –¡se trata de propiedad privada! ¡Está en la Constitución!– de las 150 mil en las que, casi con seguridad, existe trabajo esclavo. Las verdaderas víctimas, pues, son los verdugos: es un viejo truco. Viejo, pero no gastado: mantiene toda su eficacia, puesto que se inscribe en una lógica previa: aventando sospechas en dirección a los vencidos, se tapa el bosque con el árbol –ni siquiera: con una cañita de azúcar–. No importan los siglos de explotación, sino que, justo cuando los pobres reaccionaron, lo hicieron mal –con torpeza, imprudentemente: no era el momento–. El “momento” anula a la Historia: otro viejo truco. Pero igualmente eficaz: a esa lógica no hay con qué darle. Se toman, sí –o se proponen: ya veremos–, medidas “reparatorias” (y la propia idea de “reparar” ya debería dar vergüenza): se “expropiarán”, quizá, cuarenta hectáreas (con parte del pasto enrojecido, qué le vamos a hacer). ¿No se podía haber pensado antes? ¿Fue una sorpresa inédita, no se podía prever, esto nunca había sucedido? Hace menos de un año, hizo falta un muerto para que miles de “tercerizados” pasaran a planta permanente –de superexplotados “en negro” a explotados “en blanco”: todo un privilegio–. Ahora hicieron falta cuatro muertos para que se expropiaran (si se hace) cuarenta hectáreas. La cuenta es fácil: una vida = diez hectáreas. La muerte, se ve, cotiza cada vez más bajo en el mercado del valor-trabajo. A la reparación de lo que nunca debió necesitar ser reparado se la llamará “progreso”, y el que la propone sin haber previsto que se evitara lo irreparable, será un “progresista”. Lo dicho: a esa lógica no hay con qué darle. Para “darle”, habría que cambiar de cuajo la lógica misma. Habría que hacer comprender (¿pero a quién?) que cualquier intento de “profundización” dentro de la actual lógica chocará con un límite que no puede exceder, en el mejor de los casos, las cuarenta hectáreas. Desde ya: al que proponga cambiar de lógica se lo llamará “loquito”, “ultra”, “romántico”, “utopista” (parte de la lógica es que este personaje puede incluso resultar simpático en su excentricidad, siempre que no exceda el 1,5 por ciento en las elecciones). ¿Los que se divierten con tales “extravagancias” leerán el diario –cualquier diario– todos los días? ¿Leerán, quiero decir, sabrán leer, lo que ahora mismo está ocurriendo mundialmente con esa gran utopía, ya varias veces centenaria, del Capital, cuyo “progreso” iba a derramar leche y miel para el bienestar edénico de la humanidad? ¿Leerán que países enteros, mucho más que cuarenta hectáreas, se están hundiendo en el mar –sobre todo en el Mediterráneo, venerable cuna de Occidente– porque sus gobiernos no quieren romper con esa lógica? ¿Leerán que ha comenzado en diciembre pasado una “primavera de los pueblos” en el Medio Oriente, en el norte de Africa, en Europa, un movimiento incierto, sí, espasmódico, hasta confuso, pero que ya apunta el dedo multitudinario hacia otra lógica? No, no saben leer, o no pueden. Apenas aprendieron a deletrear una geografía estrecha que les enseñó que Jujuy queda en el noroeste de la Argentina. Pero no: queda en el mundo.

* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).

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