EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
El ex presidente Eduardo Duhalde ganó en las bases de la Antártida y en Recoleta. Después perdió en la inmensa mayoría de los barrios peronistas. Porque en ninguno de los dos casos anteriores se trata de votos peronistas reales aunque, como en una vieja postal borrosa, el hombre de Lomas se proclame un verdadero peronista, “de Juan Perón y de Eva Duarte”. En la Antártida y en Recoleta les importa un corno qué clase de peronista sea. No lo votaron por eso. Mejor dicho, lo votaron a pesar de eso.
A los antiperonistas recoletos les alegra el oído cualquier cosa que hable mal de Cristina Kirchner y se afilan los colmillos cuando escuchan las macarteadas de un supuesto peronista de verdad sobre “los carteles de organizaciones subversivas y flameantes banderas que no forman parte del ser nacional”. Todo eso, según el ex presidente, flameaba en los actos del kirchnerismo, que fue apoyado por el 90 por ciento de los peronistas.
Fue al reconocer el resultado de la primaria. Se pegó un viaje, se fumó un tóxico, se fue de mambo, se le soltó la cadena, cualquiera de ésas le cabe. Parecía alguien intoxicado que deliraba con la vuelta del ERP y Montoneros desde el fondo de la historia. Fue el símbolo del desconcierto de los candidatos derrotados, con las defensas bajas por la amarga frustración y hablando desde el alma. Se sintió con la gorra puesta y en los ’70 luchando contra los molinos montoneros. Es su versión del Quijote.
Pero es un Quijote al revés, uno que se aprovecha de la debilidad de los demás. En los ’70, cuando se acusaba a una persona de subversiva se la estaba ubicando en un lugar donde se la podía asesinar, torturar o secuestrar a su familia, robarle sus pertenencias, apropiarse de sus hijos, violar a su mujer o tirarlos vivos al mar desde aviones en vuelo. Y todo con total impunidad. No es feliz acusar de subversivo a nadie en este país. Ha sido el látigo de disciplinamiento social. El castigo ejemplar que subyace en la memoria social.
Por eso a los electores de la Antártida y Recoleta les encantó, porque el que usa el vocablo subversión se equipara con los tenebrosos que lo usaron antes, los que al usarlo querían decir que estaban dispuestos a convertirse en lo más repugnante de la condición humana para que nada cambie, es el que está dispuesto a hacer el trabajo sucio para los dueños de casa.
Por supuesto que Duhalde sabe que no hay carteles de organizaciones subversivas y que todas las banderas se han incorporado a las tradiciones políticas argentinas, incluyendo las de izquierda. Aunque vivió aquella época y desde ese lugar, sabe que han pasado 40 años. Pero el espacio del peronismo más histórico, el de la justicia social, la independencia económica y la soberanía política está ocupado cómodamente por el kirchnerismo. Las elecciones del domingo demostraron que en este momento, el peronismo es el kirchnerismo. Los demás van por fuera del peronismo aunque provengan de ese tronco. A Duhalde le quedó solamente raspar la olla en los rinconcitos menos presentables de esa identidad, un poquito de herminioiglesismo por allá, otro poquito de menemismo residual y unas parrafadas al estilo de los viejos servicios de inteligencia. Con esa materia prima construyó un discurso antikirchnerista que ganó entre los que defienden a los represores que están siendo juzgados, entre los peronistas ya transfigurados en el proyecto de Mauricio Macri y entre los macristas antiperonistas de Recoleta, Belgrano y Palermo. El discurso que usó Duhalde –y que amenaza con profundizar– no logró competir con el kirchnerismo entre los sectores más populares y mostró un magro horizonte electoral del 12 por ciento y con bajo perfil peronista. Con esta especie de ortodoxia de bodegón, Duhalde intenta la difícil tarea, además, de disputarle identidad a un kirchnerismo que tuvo la audacia de retomar el perfil más socioeconómico del peronismo y ejecutarlo con una fidelidad que no demostró ninguna otra gestión peronista después de Perón.
Pero, además, Duhalde tiene mala prensa. El radicalismo lo ha acusado de haber estado detrás de los saqueos a supermercados chinos que fueron el prolegómeno de los levantamientos populares del 19 y 20 de diciembre de 2001, que terminaron con el gobierno de Fernando de la Rúa. Por eso, cuando a los condimentos anteriores suma reflexiones del tipo de que “falta mucho para octubre y en ese tiempo pueden pasar muchas cosas”, inevitablemente sus palabras suenan a advertencia o amenaza.
En la advertencia, Duhalde se emparienta con uno de los perfiles que comienzan a mostrar un sector de la oposición y de los grandes medios para las elecciones de octubre. Muchas veces la oposición criticó al oficialismo de hacer terrorismo verbal al estilo Luis XIV, amenazando con el diluvio si dejaban la Casa Rosada. Desde la oposición, la especialista en este género de terrorismo apocalíptico ha sido Elisa Carrió, una de las candidatas más castigadas por el electorado. Y no por el electorado del oficialismo, sino por el suyo, el que siempre la votaba y que ahora decidió abandonarla.
Poco conscientes, quizá, de que ese discurso de advertencias apocalípticas ha sido el más perdedor, el más repudiado en el momento de las elecciones, un sector de la oposición y los medios insisten en utilizarlo. Los ciudadanos, o por lo menos una gran parte de ellos, han demostrado que no les gusta que los asusten sin motivo. Se puede ser opositor, se puede ser crítico, pero no quieren que les mientan, que les anuncien un futuro infernal cuando no sea cierto. Son discursos que llevan congoja a sus propias filas más que a las del adversario. La más afectada por esos falsos alarmismos es la persona que ya se define como opositor o que es muy crítico y por lo tanto es el que está más abierto a creer en esas terribles predicciones. A la tercera o cuarta vez que se encerró en el sótano de su casa para salvarse de la lluvia atómica kirchnerista que finalmente nunca ocurre, el pobre hombre termina más enojado con los que le mienten que con el oficialismo. Algo de eso le pasó a la dirigencia empresarial del campo, que amenazó y advirtió sobre todo tipo de escaseces y hambrunas que nunca se produjeron, como reconoció su principal exponente, Hugo Biolcati. El discurso de ese grupo de dirigentes fue el más contradictorio, porque exageraba los problemas de un sector, que pese a todo crecía a la vista del resto de la sociedad. Biolcati acaba de reconocer que mentían porque les convenía mentir en ese momento. Como dirigente perdió credibilidad ante la sociedad y por lo tanto dejó de ser útil incluso a sus propios representados.
La advertencia que se escucha ahora entre algunos editorialistas de los grandes medios es el gran peligro que significaría que el oficialismo lograra mayoría propia en las dos cámaras del Congreso. La oposición repite la historia que la llevó al fracaso y espera que los grandes medios le den letra. En vez de explicar que podría ser importante la presencia opositora parlamentaria para enriquecer, mejorar, controlar o racionalizar el debate, la línea es describir el supuesto autoritarismo del oficialismo derrapando en un gobierno autocrático y despótico si lograra la mayoría propia en Diputados y el Senado. La diferencia no es tan sutil, es como si trataran de insistir en el mismo error. Otra vez las advertencias, otra vez hacer política con el miedo de la gente, otra vez un mecanismo al que el ciudadano le dio la espalda porque en definitiva nunca pasó nada tan terrible como las hecatombes que se anunciaban.
Elisa Carrió y Biolcati son los exponentes más claros de esa derrota, que es el fracaso de un discurso opositor de muy baja calidad democrática. En relación, con su poco más del 12 por ciento, Duhalde parece un ganador, pero es el político que tiene más alta imagen negativa. No tendría ninguna posibilidad en cualquier imaginaria y remotísima segunda vuelta. Los tres son los exponentes más claros, aunque no los únicos, de una forma de hacer política induciendo el temor en la sociedad para obtener réditos personales en la política.
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