EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
A dos semanas de un resultado electoral aplastante, se confirmó que la gran pregunta de coyuntura era, nomás, cuál actitud mostrarían los protagonistas comunicacionales de la oposición. Bajo otras circunstancias, ese interrogante tendría un tono menor. Sin embargo, siendo que el comando opositor pasa por el entramado de las grandes corporaciones de prensa y propaganda, la relevancia del dato es significativa.
Se impone repetir que el intríngulis mediático es muy complejo. Bajar los decibeles de confrontación permanente podría parecer un gesto de humildad frente a la derrota; pero de autenticidad muy dudosa, al cabo de una campaña feroz en la que se expusieron convencidos del ocaso kirchnerista. Y persistir en la propalación de un clima social angustiante sería reiterar la táctica que los condujo al papelón. Si las fuerzas y dirigentes vencidos tuvieran otra estatura, capaz de asumir sus tremendos errores y de plantar una nueva agenda propositiva, tal vez los medios de la furia antioficial encontrarían una salida a ese laberinto: podrían dedicarse más a reflejar ese escenario que a perdurar en el Todo Negativo. Pero es una alternativa irreal por dos motivos subsecuentes: (a) la oposición ratificó en estos quince días que es un cambalache, tiró la toalla y admitió en forma pública que su único objetivo es ingresar cargos legislativos, y (b), aun cuando no fuere así, la prensa a que se alude carece de todo espíritu altruista para contribuir a un debate profundo sobre el horizonte de país. El kirchnerismo afectó símbolos muy fuertes de la clase dominante y está claro que no les causó ninguna gracia. Pero el desencadenante del rencor periodístico fueron las medidas y gestos que afectaron sus negocios, tanto de manera puntual como por la determinación y amenaza que eso representa contra sus intereses. Estatizar la televisación del fútbol, la ley de medios audiovisuales, el reimpulso a las investigaciones sobre el origen de Papel Prensa y la reapropiación pública del sistema jubilatorio fue un paquete que no imaginaron ni en sus peores pesadillas. Más todavía, ni siquiera entre los propios simpatizantes de la etapa abierta en 2003 se pensó que decisiones de esa naturaleza serían posibles. Y muchísimo menos al cabo de los fracasos oficialistas en el conflicto con “el campo” y en las elecciones de 2009. Se dedujo que esos avatares desfavorables implicaban una capitulación segura, y fue todo lo contrario porque el Gobierno fugó hacia adelante. Eso colmó el límite de la tolerancia para las corporaciones mediáticas –para una de ellas, esencialmente– y ya no hubo retorno ni semeja que vaya a haberlo, aunque toda la información obrante da cuenta de un estado revulsivo, tras las PASO, en los vértices de los órganos ultraopositores. Por cierto, nadie les pide que dejen de situarse como antagonistas. Hace muy bien que no haya una prensa de discurso único. Y tampoco tienen por qué renunciar a sus convicciones... si acaso fue honestidad intelectual el motivo de su enfurecimiento contra el oficialismo. ¿Quién no ha vivido resultados electorales adversos a sus preferencias, tanto o más contundentes que los de hace un par de domingos, y no por eso abandonó sus creencias políticas? Lo que exige la ética es que no inventen, nada más.
Pero es difícil que el chancho chifle. En lo estructural, porque los medios de comunicación dominantes, aquí y en todo el mundo, responden hace tiempo a una lógica que, antes que reflejar realidad, intenta producirla. Es –hoy encuentra barreras, aisladas– el fruto de la hegemonía de derechas. Las organizaciones mediáticas, por presión de su propio peso como abarcadoras de otros varios negocios anexados al periodismo, operan construcción de sentido. Un sentido jamás contrario a la ideología de maximizar sus ganancias, a costa de acompañar y estimular lo que sea necesario: exclusión social, concentración del poder económico, dibujos apocalípticos si alguna corriente popular los intimida. Y en lo episódico, en nuestro país, la ausencia de opciones opositoras no hace retroceder sino que potencia esa maquinación mediática. Hasta pareciera que, a mayor aislamiento discursivo porque encima carecen de intelectuales respetables, más grande es su obsesión. El punto es horadar y destruir a como dé lugar y, por tanto, las armas nunca pueden ser limpias. Si se recorre la dieta noticiosa posterior a las elecciones primarias, es probable que primero se advierta el intento de jugar hacia los costados a través de amplificaciones lacrimógenas y sensacionalismos varios. Incluso podría anotarse que la fortísima reaparición del caso Alfano-Massera atenta contra las pretensiones olvidadizas, respecto de los horrores y patetismos de la dictadura, porque le pone un poroto al ánimo oficial de no olvidar ni perdonar. Pero, raspando no mucho y a medida de penetración en el área estrictamente “política”, se verá que ni chancho chiflando ni mona vestida seda. No lo único, aunque sí lo más grosero, fue el manipuleo en torno de la declaración de bienes presidencial. Se tituló de modo aparatoso que el patrimonio de Cristina aumentó un 27 por ciento en 2010, cuando el mismísimo copete de la noticia aclaraba que la cifra incluía los bienes de Kirchner porque aún no concluyó el juicio por su sucesión. Alucinante. Dan ganas de rendirse a señalar que uno nunca vio una cosa así. Y no termina ahí. En ninguna de las crónicas sobre las declaraciones juradas de los funcionarios hay soporte informativo para colegir que hubo incremento ilícito de sus pertenencias. De esto estamos hablando. No de cuestionar el derecho a ejercer una oposición legítima, bien que sí de no pararse en un pedestal abstracto de periodismo independiente. Incluso es justificable que militen por ese brío conceptual. Pero no es eso. Estamos hablando no ya de que meten los goles con la mano. Lo hacen cuatro metros en orsay, tras moler a patadas todo rasgo de verdad para después quejarse de que hay un clima de crispación.
También merece un párrafo el título de la inquietud empresaria por las “deficiencias” de la economía, que fue simultáneo a la columna del titular de la UIA, en este diario, avisando que “aquel 2001 del blindaje y el déficit cero, del que se cumple una década este año, nos hizo vivir aprisionados en un discurso sordo e intransigente que se originaba tanto fuera como dentro del país (...) Hace falta entender que nuestra salida –como deberá ser la de ellos– se logró a partir de un diagnóstico de la economía real y no gracias a ninguna ficción financiera”. Lo firmó José Ignacio de Mendiguren, no Hugo Chávez. Pero los medios siguieron andando por la nerviosidad empresaria. Es decir, el símil de la versión operada del voto campestre que hundiría a Cristina. Fue asimismo como los “graves” errores en el escrutinio, “denunciados” por un juez electoral, cambiaron en la bajada a “equivocaciones horrorosas”. Vamos a Perogrullo. Si es grave, hubo fraude escandaloso. Pero si es por pifies en los telegramas, que picarescos o involuntarios en algunos casos beneficiaron a la oposición, no pasó nada que amerite, ni por asomo, un título central de portada. La pretensión de instalar una idea de fraude, tras comicios en que del primero a los segundos hubo casi 40 puntos de distancia, habla de una dirigencia opositora lamentable con una dirección periodística peor.
La buena noticia es que todo esto sirve para demostrar o ratificar que no existen los medios de comunicación todopoderosos. Y la advertencia es que eso es así mientras haya un proyecto político firme, que la mayoría de la población asimile como imprescindible para su beneficio. Vuelta a las perogrulladas: apenas ese designio tenga algún quiebre, los vencidos de hoy serán los vencedores de mañana.
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