EL PAíS › OPINIóN
› Por Claudia Feld *
La televisión es show, espectáculo, entretenimiento. No necesitábamos a Graciela Alfano y sus tenebrosas declaraciones sobre Massera para saberlo. La actualidad y el pasado, los temas más leves y los más graves, deben configurarse como show para ingresar a la TV. Ahora bien, no todos los espectáculos son iguales, y algunos géneros, como los programas de chimentos, parecieran llevar al extremo sus efectos banalizadores: los gritos, las peleas, la obscenidad y el morbo le imprimen a cualquier temática un sello de trivialidad. Nada parece más incompatible con este formato que el problema del terrorismo de Estado y los desaparecidos.
Desde 1995, cuando el asesino Scilingo confesó ante las cámaras del programa de Grondona haber tirado al mar a 30 detenidos-desaparecidos vivos, el tema de la dictadura se trató en la televisión desde los más diversos géneros: documentales y programas periodísticos, telenovelas, spots publicitarios y talk shows. En todos los casos, la puesta en escena siguió las lógicas del espectáculo. Se privilegiaron las imágenes en desmedro de la explicación histórica, el drama individual por sobre la dimensión política y la simplificación de los hechos por sobre la complejidad de las experiencias. No obstante, las palabras de Scilingo frente a un periodista reaccionario –que quería conseguir, con esa confesión televisiva, la “reconciliación” entre los argentinos– tuvieron un efecto inesperado. En un contexto en el que primaban la impunidad y el silencio, esas declaraciones contribuyeron a abrir una “ventana de oportunidad” para que pudieran avanzar con sus acciones los organismos de derechos humanos que luchaban en la Argentina desde hacía muchos años. Los juicios por la verdad, los reclamos de H.I.J.O.S., los procesos por apropiación de menores, entre otras iniciativas, consiguieron un impulso excepcional cuando el tema se ubicó en el centro de la agenda mediática.
¿Podría pasar lo mismo con el “affaire Alfano”? Ni las acusaciones cruzadas, ni el tono pedagógico de Rial intentando explicar quién fue Massera, ni las disculpas guionadas ante las cámaras aportan claridad sobre lo sucedido. Sin embargo, estos programas que procuran no discutir los problemas sociales ni meterse en política están atravesados por las tensiones y los conflictos de nuestro tiempo. ¿Es posible que vengan a estallar allí las verdades que no han podido decirse en otro lado? La sociedad argentina se debe, desde hace muchísimos años, un debate sobre las complicidades civiles de la dictadura, sus apoyos económicos, el rol de los medios y de la farándula, de publicistas y periodistas adictos al régimen, entre otros muchos actores que sostuvieron la imagen de un “país pacificado” mientras los militares secuestraban, torturaban y asesinaban a miles de personas.
Lo que sucedió en los programas de chimentos durante estos días no fue, por supuesto, ese debate. Simplemente asistimos al resquebrajamiento de una costra de silencio que se mantenía intacta desde hacía décadas. Tal vez fue la misma lógica de esos programas que desenmascaran sin pudor la miseria humana, transformando lo social en personal y haciendo público lo íntimo, la que sirvió para que algunos de los trapos más sucios de nuestra historia salieran al sol. Sin embargo, para que el debate exista se necesitan otros escenarios, además del televisivo, y otros participantes, además de los periodistas de espectáculos. En un contexto en el que los principales responsables del terrorismo de Estado están siendo juzgados, es posible y deseable que esos ámbitos se multipliquen y que las acusaciones banalizadoras se transformen en investigaciones rigurosas.
En el rostro alisado de la Alfano, que intenta borrar las señales del paso del tiempo, hemos visto estallar una de las verdades más siniestras de nuestra historia reciente. Ahora es tiempo de que el show de la memoria se transforme en memoria más allá del espectáculo.
* Investigadora del Conicet-IDES.
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