EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Si una columna de análisis político se ve obligada a tratar un hecho policíaco como nudo central, quiere decir dos cosas. Primero, el reconocimiento de que el tema adquirió una relevancia imposible de ignorar. Quizá parezca una obviedad. No lo es: podría juzgarse que, precisamente por tratarse de un episodio policial y punto, asoma erróneo prenderse del vértigo enloquecido de los medios. Y segundo: frente a semejante parafernalia, qué mejor que el intento de superar la confusión a través de observaciones estructurales. Es decir, políticas. De contexto político. Tal vez descubramos que lo que parece tan enmarañado es, por lo menos como diagnóstico, bastante más sencillo.
El horror despertado por el asesinato de Candela Rodríguez es capaz de obturar la frialdad con que debe examinárselo. No es cuestión de ser insensibles, sino todo lo contrario. Es la sensibilidad lo que exige hacerse algunas preguntas elementales, porque la pretensión de justicia debe encontrar eficiencia práctica. El reverso de eso es quedar preso de arrebatos emocionales; de frases y razonamientos lanzados a la bartola, como los innumerables que se leyeron y escucharon desde los momentos iniciales bajo retroalimentación de la irresponsabilidad periodística. En primer lugar, hay el interrogante de por qué se arranca por el final descartando olímpicamente el principio. De acuerdo con estadísticas que circularon de manera profusa en estos días, sin siquiera incluir los casos no denunciados, en el país desaparece un promedio de tres chicos por día. Sólo niños, no se incluye a adultos. Según Missing Children Argentina, la ausencia de investigación es manifiesta y, cuando se averigua en los juzgados, muchas veces se obtiene la respuesta de que el proceso fue cerrado por “falta de novedades”. En algunas esferas oficiales se pone en duda la exactitud de aquella cifra y aseguran que la mayoría de los incidentes se resuelve a las 48 horas. Trata, fugas, extravíos, son las causas más mencionadas. La primera registra números impresionantes. Sin ir más lejos, simultáneo al drama de Candela se vivía el de Sandra Mamaní, una adolescente de 14 años a quien se buscaba desde el 8 de agosto, tras su desaparición en Buenos Aires. Su familia estaba desesperada, pero no tuvo reconocimiento periodístico. El jueves pasado, Gendarmería encontró a Sandra en una casa del departamento mendocino de Guaymallén; en estado avanzado de embarazo, convivía con su pareja, y primo, de 24 años. Es impactante que deban incluirse estas precisiones puramente informativas en un artículo de opinión, porque significa que la noticia careció de toda abundancia mediática; por tanto, el periodista no debe obviar datos que desde otra circunstancia de repercusión podrían pasar de largo. ¿Qué fue, entonces, lo que a la inversa del caso Mamaní, y también al revés de otros miles vigentes, convirtió a la desaparición de Candela en una suerte de obsesión periodístico-nacional? No hay una contestación irrebatible, salvo descartar por completo que haya sido a raíz de investigaciones mediáticas que habrían encontrado en Hurlingham el anzuelo sensacionalista perfecto. No existe eso en nuestro periodismo masivo. No hay equipos de pesquisa tras este tipo de cacerías temáticas. Los hay para detectar, sin mayor esfuerzo y apenas por ejemplo, andanzas gatunas de personajes televisivos. Pero no a fin de perseguir la suerte que corren sujetos anónimos, pobres, marginales. Algo pasó en torno de Candela Rodríguez como para desatar un tratamiento de prensa asfixiante, ensimismado, del que pueden hallarse múltiples antecedentes sin que por eso deje de llamar la atención. ¿Fue que la madre se reveló abierta a mostrar su angustia ante cada cámara que se le cruzara? ¿Fue que, por esa actitud, los caranchos mediáticos se toparon con una oportunidad fantástica de espectacularidad? ¿Fue que es un hecho sucedido acá, al lado de donde atiende la comodidad de los medios de alcance nacional? ¿Fue la mezcla de ésos y otros factores por el estilo, casuales y causales? ¿O habrá sido, igualmente, que la tabla rasa impuesta en el escenario político, por el resultado electoral de hace tres semanas, movió a buscar asuntos extraordinarios por otro lado? El firmante tiene la seguridad de que esto último conlleva, inexorablemente, una respuesta afirmativa. Pero aun cuando no fuere así, está más seguro todavía de que es una pregunta que merece hacerse. O agregarse. No tiene nada de original. Cada vez que en el coliseo de las grandes novedades políticas no hay ninguna, o todo parece estar dicho, resalta que aumentan en forma proporcional las amplificaciones sobre delitos, asesinatos, secuestros, chusmeríos de farándula, bochinches por la corrupción en el fútbol y así sucesivamente.
A partir de ahí, del escándalo provocado, todo lo demás es un encadenamiento axiomático. Los gobiernos nacional y provincial que ¿deben? aparecer para justificarse, de manera sobreactuada, corridos por la presión de los medios y, finalmente, nutriéndolos; los famosos que se conmueven; los presuntos especialistas que fatigan radio y televisión; los fiscales que se animan a hablar; los oyentes que tienen clara la cuadratura del círculo; la dirigencia opositora que aprovecha para bardear. Después, nunca antes. Porque si fuera antes quedaría al descubierto toda la basura que barren debajo de la alfombra, por conciencia o displicencia. En esos medios que ahora se pueden denominar “hegemónicos”, gracias a que el clima político lo habilitó, pululan los periodistas animados a descuartizar la ineficacia policial. Lo cual es más bien suave. Pero es la misma gente que reclama mano dura, para que quede a cargo de lo propio que condenan. La misma que les hace la campaña a candidatos que en sus gestiones supieron tejer el entramado de la Maldita Policía. Y otra gente bienintencionada que arma movidas de solidaridad atendiendo en persona llamados que puedan dar pistas, sin plantearse que esa táctica puede ser lo peor de lo peor habiendo de por medio mafias que no quieren quedar expuestas. Esa gente apreciable que, también después y nunca antes, advierte que la usarán “políticamente”, hoy contra el Gobierno, como si a esta altura del partido se pudiera creer que hay algo ajeno a la conflictividad política. Y esa prensa que se hace la otaria, como lo hizo en su pretensión de impoluta ante el ensanche que les dio a las ridículas denuncias de fraude electoral. Desnudada esa artimaña, pasó a deslindarse responsabilidades sobre el destino de Candela. ¿Sí? ¿Tienen la convicción de que el despliegue barbárico que le dieron al caso de Candela no influyó en su destino? Emanuel Respighi es uno de los (pocos) colegas que convocaron a la reflexión de periodistas, gerentes de noticias y propietarios de medios. En su columna del jueves, en Página/12, alertó que “la reiteración de prácticas que afectan, o pueden hacerlo, el desarrollo de una investigación exige (...) la elaboración de un protocolo de acción que fije al periodismo televisivo ciertas pautas generales a la hora de cubrir un hecho no finalizado”. El colega reasumió el necesarísimo postulado que toda la vida cayó en saco roto. Y, claro, desde “la corpo” le saltó a la yugular gente que uno creía o quiso creer progre. Respighi apenas propuso un estatuto periodístico (aunque sea) para casos excepcionales, como secuestros o desapariciones; un “manual universal” en el que “se acuerde aquello sobre lo que se puede y no se debe mostrar”. Centró esa premisa en los productos televisivos, por tratarse de los de mayor trascendencia pública. Pero las radios y los medios gráficos tampoco deberían quedar exentos de tan básica característica ética. Y moral. Por cierto, es muy probable que ya sea tarde. No se ve que los medios masivos tengan retorno. Hay que inventar o recrear algo. El último libro de Ignacio Ramonet se dedica a eso. Enorme desafío.
Una nena desaparecida, otro caso más. Una escena política definida a corto plazo y, si se quiere, la fácil conjetura de que alguna mano desesperada metió al diablo por acción presente o pasada. Unos medios exasperados por las necesidades de impacto sin límites y desviación de agenda. Unas gentes que se prendieron a la vorágine. Y un final espantoso que, en consecuencia, es menos inexplicable que lo que parece.
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