EL PAíS › OPINIóN
› Por Luis Bruschtein
Entre elecciones y votaciones, el Congreso abrió una ventanita que dejó ver una muestra de la política en otros planos no electorales. Fue una ráfaga en la que se discutieron temas importantes y otros temas importantes no se discutieron. Lo que se discutió y lo que no, fue un muestreo de los relacionamientos entre los distintos partidos en un escenario que ya no expresa la verdadera relación de fuerzas que se reveló en las urnas y que en algunas situaciones actúa según el ordenamiento artificial que representó el Grupo A.
El jueves los diputados aprobaron por unanimidad el Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura y le dieron rango constitucional a la Convención Interamericana para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra la mujer, entre otros proyectos. Hubo acuerdo entre casi todos los bloques, se levantaron todas las manos a favor y solo seis se abstuvieron.
Entre miércoles y jueves se comenzó a parlamentar sobre dos proyectos de ley que en los años ’90 hubieran sido absolutamente inimaginables. El objetivo central del Banco del Sur y de la ley de tenencia de la tierra es fortalecer la soberanía económica del país, lo cual transgrede todos los paradigmas del neoliberalismo.
Que se apruebe en forma unánime un mecanismo contra la tortura y contra el maltrato a la mujer, que haya coincidencia en un tema del calibre de la creación de una fuente de financiamiento regional como alternativa a los grandes organismos financieros internacionales y que se haya planteado –aunque con disensos y obstrucciones– un proyecto de ley para impedir la extranjerización de la tenencia de la tierra, todo eso está dando cuenta del corte profundo que se produjo en la cultura política del país. Un corte que comenzó con la crisis de fines del 2001 y se aceleró a partir del 2003.
Quiere decir que la vocación por aceptar la tortura para la represión desde el poder ya no es mayoritaria, como lo fue durante el siglo pasado. Sin embargo, esa vocación existe, no desapareció y existen tensiones en la sociedad que pulsan por mantenerla o porque no sea erradicada. Son tendencias que se expresan en los que rechazan los juicios a los represores de la dictadura o del gatillo fácil, los que tratan de ensuciar la imagen de los organismos de derechos humanos o los medios que dan resonancia a campañas para poner bajo sospecha las políticas de ampliación de esos derechos.
Tampoco quiere decir que la tortura o el gatillo fácil hayan desaparecido. Incluso muchos de los que levantaron la mano para lograr esa unanimidad en la aprobación de la norma, en su fuero interno estarían dispuestos a transgredirla llegado el punto. La gran diferencia es que no hace tantos años este tema estaba catalogado como de minoría testimonial, una cuestión que ni siquiera generaba rédito en la política. La mayoría, en esas épocas, aceptaba en silencio, pero sin dudas, la existencia de la tortura.
Lo que hizo la votación en el Congreso fue confirmar un triunfo en la cultura que, a su vez, ayuda a lograr avances en lo concreto. Como todas las leyes, crea un marco institucional que después tiene que ser llenado por la sociedad en los hechos. Es primero la sociedad que se moviliza e impulsa ese marco institucional y después es la misma sociedad que se moviliza para que se cumpla.
Respecto de los otros dos proyectos de ley se dio una circunstancia simpática: el proyecto impulsado por el comandante Hugo Chávez fue aprobado también por casi todos los bloques. En cambio, el proyecto impulsado por Cristina Kirchner fue obstruido por la oposición, solamente porque la Presidenta había pedido que se tratara con urgencia.
Más allá de esta anécdota, tanto la ratificación para la creación del Banco del Sur, en el que participan siete países de la región, como la ley contra la extranjerización de la tenencia de la tierra, insólitamente, son iniciativas en defensa de la soberanía nacional. Lo insólito es que hablar de soberanía en la Argentina desafina con un discurso que fue hegemónico durante tantos años y que le agregaba a ese concepto una carga implícita de demagogia, nacionalismo berreta y populismo. Hablar de soberanía nacional era una gronchada y sólo se aceptaba como un lugar común en los discursos de gobernantes que en realidad hacían lo posible por empeñar esa soberanía.
En ese sentido, la diputada Graciela Camaño, del PJ disidente, es coherente con la tradición menemista cuando afirma que es inconstitucional poner límites a la tenencia de grandes extensiones de tierra del territorio por parte de extranjeros. Como presidenta de la Comisión de Asuntos Constitucionales, Camaño fue una de las que impidió la reunión del plenario de comisiones que debía discutir la ley de tierras. Desde el punto de vista del neoliberalismo, la soberanía es un concepto anacrónico en un mundo globalizado.
La otra oposición a la ley de tierras provino de la Comisión de Agricultura y Ganadería que preside el legislador radical Juan Casañas, quien paradójicamente también es miembro de la Federación Agraria. Ulises Forte, también de la Federación y de la UCR, sumó su posición a la de Casañas, contra el tratamiento de la ley de tierras.
La convocatoria para el debate había provenido de la diputada del partido Nuevo Encuentro, Vilma Ibarra, presidenta de la Comisión de Legislación General. Como además del proyecto oficial había otra decena de proyectos similares, se hizo una reunión para tratar de compaginar los proyectos más coincidentes. El oficialismo mostró flexibilidad para incorporar todas las observaciones en una reunión en la que había representantes de la Federación Agraria, entidad que manifestó su interés en la norma.
Casañas dio a entender que podía estar de acuerdo con los principios establecidos en el proyecto, pero que la Presidenta no le iba a imponer los tiempos al Parlamento. Anteponer la disciplina partidaria a la de la Federación, con argumentos básicamente de mezquindad política, generó críticas desde la entidad agraria contra Casañas y Forte. En definitiva, Casañas, por el radicalismo, y Camaño, por el PJ disidente, impidieron el plenario que debía discutir la ley para frenar el proceso de extranjerización de la tierra y se convirtieron en expresión de una forma de hacer política que se referencia más en los años ’90, cuando desde la política se declamaban determinados principios y en la realidad se hacía todo lo contrario.
También en este caso se plantea la superposición de situaciones donde por un lado hay pulsiones para encontrar coincidencias entre radicales, peronistas, progresistas y otras fuerzas sobre la base de un nuevo discurso político, en tanto subsisten resabios del peronismo menemista y del radicalismo aliancista o delarruista –no como personas individuales, sino como actitudes y formas de concebir y hacer política– que todavía enturbian los procesos y se mezclan con los nuevos impulsos.
Al obstaculizar el debate, esta concepción, encarnada en este caso en Camaño y Casaña, empequeñeció un tema de soberanía, de uso racional de un recurso limitado y no renovable, como la tierra, y lo hizo aparecer como una operación de campaña electoral. Si se hubiera aprobado un proyecto consensuado, hubiera sentado el precedente para una política de Estado sobre el tema. De la manera en que se hizo, el radicalismo y el PJ disidente aparecen oponiéndose a un tema que tiene mucho consenso en la sociedad. Si eso era lo que buscaba el oficialismo, hubiera sido muy fácil eludir la supuesta trampa impulsando un proyecto consensuado y abarcador. Frente a la sociedad, lo que importa, lo principal y verdadero, es que las cosas se hagan y no que la politiquería, las pequeñas venganzas y las recriminaciones impidan todo. La forma en que tuvo que postergarse el debate sobre la tenencia de la tierra posiblemente hasta noviembre no fue un ejemplo de alta política.
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