EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
La repercusión tan dispar que tuvo en Argentina el premio que les otorgó la Unesco a las Abuelas de Plaza de Mayo puso en evidencia que, a pesar de todo lo que se ha recorrido en este camino, sigue habiendo muchos baches. Hay debates sobre la política de derechos humanos, y sobre la política en los derechos humanos, que se entremezclan en forma muy parecida a lo que sucede con los medios y los periodistas. Hay políticas de derechos humanos y cuando se las aplica también se está haciendo política. La presidenta Cristina Kirchner asistió a la entrega del premio. Prácticamente, hizo un viaje especial para poder asistir. También es cierto que las Abuelas apoyan medidas de este gobierno, como sucede con la mayoría de los organismos de derechos humanos, sobre todo los integrados por familiares de las víctimas del terrorismo de Estado.
Planteado así el escenario, aquellos que no están de acuerdo con el Gobierno invisibilizan, subestiman o directamente abandonan esa problemática aun cuando en el pasado hayan sido participantes activos. En algunos casos se llega incluso a atacar a esos organismos acusándolos de haber desnaturalizado sus luchas. Entonces estos organismos, que durante la mayor parte de su existencia fueron muy hostilizados por sectores importantes de la sociedad, se sienten atacados y alambran sus territorios.
Los derechos humanos no tienen dueño, no son del oficialismo ni de la oposición ni de nadie de la derecha o de la izquierda, sino que son de la sociedad en su conjunto porque hacen a la superación de la condición humana. Pero la realidad ha demostrado que cuando se participa en las actividades de promoción y defensa de los derechos humanos, necesariamente se está haciendo política. De la misma forma que hace política un periodista que escribe sobre el accidente de trenes o un sindicalista que lucha por el salario o un activista en un centro de estudiantes. Es política desde un ámbito específico que tiene reglas de juego diferentes a las reglas de juego de la política partidaria, porque no son las mismas lógicas ni los mismos lugares, pero es política.
El liberalismo propone escenarios con protagonistas en estado de suspensión. El que es periodista deja de ser ciudadano, igual que el gremialista o el activista de derechos humanos. Como si ninguno fuera persona o, por el contrario, como si alguien pudiera ser más que una persona. No se puede dejar de ser ciudadano ni persona. Ni se puede dejar de pensar o sentir. Incluso si fuera posible dejar de ser o hacer cualquiera de esas cosas, todas las demás se harían mal. Este escenario es tan ideal que es el que más se presta para ingenuos y tramposos, sobre todo estos últimos, que son los que le sacan provecho.
Desde un sector de la izquierda se plantea, a su vez, que un organismo de derechos humanos es la antítesis del Estado y por eso tiene que estar opuesto a los gobiernos. Se plantean como antitéticos del Estado porque, por definición, son los Estados los que cometen violaciones a los derechos humanos. Pero, en democracia, cuando desde la política se combaten estas violaciones, se necesita transformar al Estado y para eso hay que ganar el gobierno. Entonces es más complejo cuando hay un gobierno que se esfuerza por transformar al Estado en ese sentido con políticas de derechos humanos y acciones en sintonía. Los organismos de derechos humanos no pueden obstaculizar ni ser enemigos de esos esfuerzos, como plantea parte de la izquierda y un sector minoritario de otros organismos de derechos humanos, porque de esa forma sí que estarían actuando en contra de sus principios. La democratización del Estado es un proceso político donde impactan relaciones de fuerza contrarias, procesos culturales que se han ido acumulando en pliegues y estamentos, así como intereses creados, prácticas naturalizadas y hasta núcleos delictivos. Desconocer esa realidad donde se juegan tensiones de todo tipo no es intransigencia en defensa de los derechos humanos sino sólo hacer agitativismo con ellos.
El relato épico, ético y humano de las Abuelas de Plaza de Mayo o de las Madres de Plaza de Mayo empieza a formar parte de la historia. Echó a rodar fuera de las fronteras argentinas y ha sido tomado y valorado por todo el mundo. En otros países se habla de las Abuelas o de las Madres, como aquí hablamos de Mahatma Gandhi, de Martin Luther King o de Nelson Mandela. Son leyenda, son parte del acervo ético pedagógico de esta humanidad y, más allá de lo religioso, se pueden contar sus historias con la misma intención pedagógica o moral con que se leen los versículos de la Biblia o las andanzas de Buda. Ese es un registro que se pierde en el cabotaje, o sea en casa. Las distancias son más cortas y resulta más difícil ver el horizonte.
Se puede coincidir o no con las posiciones políticas de las Abuelas y las Madres, pero hay un plano donde ellas tienen una representatividad mayor que las posiciones políticas que puedan asumir en determinado momento. Hay un punto donde ellas son la expresión más pura y genuina de los esfuerzos de la sociedad argentina por mejorar la calidad ética y moral de su condición. A esta altura, eso es lo que representan, incluso más allá de las personas en particular que sea cada una de ellas.
Ni siquiera el ninguneo de los medios alcanza ya para impedir que así se escriba la historia. Que los grandes medios hayan ignorado la importancia del premio que se les dio a las Abuelas en Francia ya no quiere decir que el premio no fuera importante o que las Abuelas de Plaza de Mayo no existan. La historia fue tomando vuelo y ya no hay forma de borrar esos comienzos de esto que todavía está a medio camino entre lo actual y lo venidero. Así será también en la Argentina y hay que tomarlo con esa proyección. Las Madres y las Abuelas serán en el futuro una referencia muy fuerte de época.
Pero así como puede haber disputas políticas en el ámbito de los derechos humanos, el beneficio o las pérdidas no son para parcialidades sino para todos por igual. Cuando un torturador tortura, está rebajando el piso de la misma condición que compartimos todos. Cuanto más dignificada sea la convivencia en una sociedad –por ejemplo, por la intervención de la Justicia–, más se benefician todos, incluso el que hasta ayer torturaba, porque la que se eleva también es la condición que todos compartimos. En la capacidad de establecer relaciones de calidad se mide también la calidad del ser que forma ese tejido. Todo lo que se haga en derechos humanos beneficia a la sociedad en su conjunto. Nadie se beneficia más que otro. Es un bien social abarcativo. No protege sólo al que lo aplica. Protege incluso al diferente, al otro y hasta al enemigo.
Se supone que éstas son cosas sabidas. Pero lo que sucedió con el premio de las Abuelas pareciera decir lo contrario. El premio tendría que haber sido celebrado por todos, pero sólo lo hicieron algunos. Como si el debate político hubiera impedido visualizar que ese premio también es un estímulo que involucra a toda la sociedad, desde cada individuo que la compone hasta sus corrientes políticas e ideológicas. Hay sectores mediáticos, políticos, religiosos y demás que siempre se opusieron a todas las medidas reivindicadas por las Madres o las Abuelas y, por lo tanto, aunque en el fondo también resulten beneficiados, es natural que no celebren este tipo de premiaciones. Pero hay sectores en la oposición que a su manera siempre intentaron mantener definiciones y planteos sobre derechos humanos y a los que la confrontación política los ha llevado a apartarse. Se guían así por lo secundario y circunstancial, y en cambio relegan lo principal y de fondo.
El reconocimiento del papel de la política en los derechos humanos tendría que permitir un juego de relacionamientos no excluyente ni autoexcluyente entre posiciones distintas que coincidan en ese punto en el que hay menos diferencias que sobre todos los demás. Seguramente hubo muchos más que en su fuero interno tuvieron ganas de festejar el premio a las Abuelas y no lo hicieron porque ya lo estaba haciendo el kirchnerismo.
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