EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
› Por Luis Bruschtein
El ex presidente uruguayo Tabaré Vázquez ha presentado a principios de este año un libro suyo que se titula Crónica de un mal amigo. Como es oncólogo, habla del tabaquismo, no es autobiográfico. El hombre quiso mostrar sus dotes de estadista ante un grupo de estudiantes y contó, con aire suficiente de anécdota parroquial, que había pensado seriamente en una guerra con Argentina. Además de pensarla seriamente, contó que habló con sus jefes militares y los generales le contestaron en broma, no lo tomaron en serio, según su propia versión. Como le dijeron que no había nada que hacer en ese caso, decidió pedir ayuda contra Argentina al presidente de los Estados Unidos, George Bush. Habló con él y con su canciller, Condoleezza Rice. Bush era el presidente que había invadido Afganistán e Irak, que secuestraba a personas en cualquier parte del mundo como parte de la guerra contra el terrorismo, que impulsaba la utilización legal de la tortura en los interrogatorios, que mantenía un campo de concentración con detenidos sin proceso y en condiciones infrahumanas en Guantánamo.
Tabaré Vázquez rechazó cualquier camino de diálogo con Argentina, rechazó la vía diplomática bilateral, rechazó recurrir al Mercosur, rechazó cualquier herramienta de la diplomacia regional, ya sea la Unasur o cualquiera de las reuniones que se realizan. Ni siquiera buscó a Brasil como intermediario, pero en cambio prefirió pedirle vergonzosamente a Bush que, en algún momento, y si le venía bien, aclarara que Uruguay era “socio y amigo” de los Estados Unidos. El primer reflejo de Tabaré Vázquez, según su propio relato, fue pedir la intervención de los Estados Unidos, un rasgo que en la historia de América latina ha quedado reservado para sus personajes menos respetados y de convicciones dudosas.
Paradójicamente, no proviene de la derecha conservadora, sino que es dirigente del Partido Socialista uruguayo y fue el primer presidente de la izquierda en Uruguay, postulado por el Frente Amplio. No hizo lo que se esperaría de una persona con esos antecedentes.
Barack Obama es el primer presidente afrodescendiente de los Estados Unidos, el país del Ku-Klux-Klan, el país donde asesinaron a Martin Luther King. Ganó las elecciones con un discurso progresista frente al conservadurismo de Bush. Pero la denuncia del complot iraní esta semana pareció provenir de Bush y no de Obama.
Un típico perdedor, un pequeño estafador frustrado iraní, sin intereses políticos conocidos ni fanatismo religioso, fue presentado como el orquestador de un atentado gravísimo en territorio norteamericano. El organizador sería un iraní que vive en Estados Unidos y habría recibido órdenes desde Irán para contratar a un mafioso mexicano que debía matar al embajador de Arabia Saudita en Washington. Parece un atentado organizado por una agencia de turismo. Es poco creíble. Y lo peor es que trae reminiscencias de una mentira norteamericana que justificó la invasión a Irak durante la administración Bush: la existencia de armas de destrucción masiva en ese país que nunca se pudo comprobar.
Con Argentina, Obama ya había tenido una actitud hostil y bastante poco compatible, si se quiere, con su discurso progresista. Al votar contra la Argentina en el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, Obama estaba cediendo ante uno de los lobbies con peor fama en todo el mundo: el lobby de la usura internacional, no ya de los bancos ni los organismos financieros, sino de la usura que representan los fondos buitre, que por alguna razón han sido bautizados de esa manera. Los fondos buitre financian campañas, promueven políticos y movilizan grandes recursos en Estados Unidos. De esa manera cuentan con varios diputados demócratas y republicanos que venden su voto a Obama en determinados proyectos de ley, a cambio de que Obama vote contra la Argentina. Y Obama necesita esos votos, por esa razón se trata de una medida de compromiso y sin consecuencias reales, pero que es amplificada por sus aliados en los grandes medios de comunicación.
Tabaré Vázquez y Obama tienen discursos progresistas y un contexto que los encuadra en ese sistema de pensamiento. Con ese discurso fueron votados y ganaron. Pero cuando asumieron tomaron muchas decisiones en el extremo opuesto de esa oferta ideológica. Argentina vivió una experiencia parecida con la Alianza, que ganó las elecciones con muchos votos progresistas, que a poco de andar se vieron sorprendidos por ajustes, flexibilizaciones y ortodoxias neoliberales.
Mucha gente tiende a creer que los discursos progresistas o los contextos que rodean a algunos dirigentes, como la pertenencia a tribus con identidades políticas determinadas, constituyen la parte más importante de la política. Como si la pertenencia a determinada tribu otorgara garantía de calidad.
Y hay determinado progresismo que se permite serlo sólo en la medida que no confronte con las grandes corporaciones. Pueden repartir notebooks en las escuelas, y hasta ser muy escrupulosos en el manejo de las cuentas públicas, pero llegados al punto de una confrontación de ese tipo se vuelven más concesivos que algunos políticos de la derecha. En el caso de Vázquez, su actitud con relación a Argentina fue peor aún que la del conservador Batlle, su antecesor del Partido Colorado. La estrategia de Vázquez se redujo a tratar de evitar a toda costa cualquier tipo de molestia mínima que pudieran tener las pasteras y por eso evitó cualquier negociación con un vecino con el cual comparte el río y la historia. El actual presidente, José Mujica, no perjudicó a las pasteras, pero además demostró que las pasteras no lo mandan a él y aceptó una negociación sin el vergonzoso pedido de intervención a Estados Unidos. Tabaré Vázquez fue débil en su gobierno ante la presión de las corporaciones económicas, mediáticas, militares y políticas.
De la misma manera, Obama sucumbe ante las presiones de los fondos buitre en el caso del voto de su gobierno contra Argentina en el BM y el BID, y ante el monumental dispositivo de la industria bélica norteamericana, interesada en mantener viva en la opinión pública de su país la imagen de un peligro de agresión militar inminente. La denuncia del complot iraní encabezado por un gran patán pareciera apuntar en ese sentido.
En realidad, no hay equívocos. En ninguna parte del discurso de estos “conservaprogres” se concibe la confrontación con las corporaciones, ya sean económicas, militares, religiosas o mediáticas. Y menos se lo explicita. Simplemente algunos les atribuyen a ellos esta idea porque forman parte de determinada tribu ideológica. Pero ellos nunca lo explicitan y por supuesto menos lo practican si tienen oportunidad de llegar al gobierno. Es un progresismo que funciona mientras no sufra presiones. Son más sensibles a las presiones corporativas, incluso, que algunos conservadores que en determinado momento puedan entrar en contradicción con esos intereses. Bajo presión, este tipo de conservaprogres se vuelve más papista que el Papa.
Es cierto que el desarrollo de la política no se puede concebir desligado de la relación de fuerzas. Parte de la acción política para conseguir determinados objetivos es reunir la masa crítica, la fuerza necesaria para hacerlo. Estas sociedades son injustas porque hay relaciones injustas, en las que algunos poderosos tienen beneficios a costa de injusticias que sufren los más humildes. Si se quiere cambiar esa situación hay que afectar necesariamente intereses de esos poderosos. Las relaciones de fuerza medirán los plazos y las estrategias, pero cualquier movimiento de cambio tiene necesariamente que marchar en ese sentido.
Los márgenes para ser progresistas sin afectar intereses de las grandes corporaciones son bastante estrechos. En la práctica terminan siendo gobiernos poco progresistas y a veces con actitudes muy de derecha, como las que confesó Tabaré Vázquez o las que termina realizando Barack Obama.
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