EL PAíS › OPINIóN
› Por Roberto Marafioti *
Días atrás, La Nación en su versión digital anunció el primer reportaje de una serie que encabezó Beatriz Sarlo.
Importa detenernos sobre algunas de sus apreciaciones. Desde hace tiempo figura como una intelectual opositora aunque no por ello carente de lucidez y agudeza. Sin embargo, algunas afirmaciones mueven a recapacitar acerca de su consistencia. Sostiene allí que la Presidenta se “instituye” o se “autoinstituye” a partir de la muerte de Néstor Kirchner y completa el razonamiento diciendo que hay una puesta en escena audiovisual destinada a desencadenar un proceso político emocional orientado a conmocionar a sus seguidores y, más en general, a los argentinos. Se trataría de una lucubración organizada a partir de La Imaginación Técnica, sería un manejo artero de la Presidenta. Llama la atención que alguien que ha tenido una vida intelectual tan prolífica y sagaz como errática y vehemente sostenga este juicio. Quienes nos dedicamos a estudiar los mecanismos de conformación de los discursos políticos sabemos que éstos no están compuestos sólo de racionalidad, sino que en muchos casos, la emotividad y las pasiones juegan un papel fundamental.
La teoría de la argumentación se ha debatido desde Aristóteles para aquí, acerca de la posibilidad de encontrar un equilibrio entre la razón y la pasión (casi se me escapa la pasión y la excepción). Los desarrollos académicos actuales sostienen la necesidad de asignarles un lugar a las emociones.
No se trata de pensar si la Presidenta empleó o no la emotividad, sino que es preciso tener en cuenta que este componente es irrecusable y lo único que se puede dar cuenta es de su existencia, pero no como mecanismo manipulatorio, sino como un ingrediente de los discursos sociales. Más aún si ellos están mediatizados. Suponer que ello no pudiera filtrarse en sus alocuciones sería pensar en una marioneta política de acero inoxidable. Con seguridad si ello hubiera ocurrido sería pasible de cuestionamiento por insensibilidad.
Más bien lo que pone de relieve el enunciado sarliano es que ella misma es ganada por la emotividad, o por lo menos, que El Imperio de los sentimientos se le ha hecho carne.
Pero la manifestación de subjetividad no se acalla con esa enunciación. En más de una oportunidad refiere a Kirchner como “el muerto” y desafía a quien tenga el más mínimo nivel de sensibilidad respecto de una realidad dolorosa. Su postura es la de la provocación y la arrogancia de quien no sólo descree del gobierno actual, sino que lo cuestiona en sus mismos fundamentos.
La denuncia del antirrepublicanismo del actual gobierno está en sus esencias y es imposible entonces que alguien desde esta malformación de origen sea capaz de tomar medidas atinadas. Incluso la AUH es cuestionada porque carece de universalidad absoluta. Nuevamente la orientación argumentativa es ganada por la sofisticación del sentimiento.
Otro aspecto es la denuncia de la vocación hegemónica. Sorprende de quien se reconoce con un pasado “marxista” y “maoísta”, blasones que en La Nación pocos podrán ostentar. Su lectura de Gramsci no puede ser una lectura circunstancial, sino que habrá pasado por una asimilación reflexiva y profunda. Imaginar la hegemonía como un sitio permanente y estable suena a una falacia periodística. Pensar la hegemonía como la cooptación deliberada de algunos intelectuales es sencillamente una burda simplificación.
El problema al que se debería atender es que es cierto que en la Argentina existió una vocación hegemónica por parte del liberalismo. La Nación fue uno de sus pilares constituyentes. Quizá, más exitoso que Clarín en la medida en que durante más de un siglo estuvo en condiciones de manejar los hilos culturales. Fue auténtica La Batalla de las Ideas, y no sólo a partir de la aparición del “hecho maldito” sino desde mucho antes. Fue allí que florecieron intelectuales más o menos cuestionables, pero que forman parte de nuestra tradición cultural y a la cual, ahora, corresponde sumar a BS. Ezequiel Martínez Estrada, José Bianco, Eduardo Mallea, Héctor Murena, las hermanas Ocampo, por citar sólo y rápidamente a “segundas líneas” ya que a las primeras todos las conocemos. Todos ellos y muchos más fueron punta de lanza de una intelectualidad que quizás haya tenido o no motivos para aborrecer al peronismo, pero de los que no podemos decir que escribían porque se les pagara o porque fueran funcionarios de un régimen, incluso más de una vez, de facto.
La Nación para ellos fue el espacio en el que se podían expresar. Incluso a pesar de que algunos hayan sido los que introdujeron al existencialismo francés o a Walter Benjamin, fueron cincelando una matriz cultural, que quizá recién pueda llegar a desmontarse a partir de la ley de medios.
Pero es justo también recordar que otro conjunto de escritores se sumaron al pensamiento nacional y popular. No quiere decir que funcionaran como una máquina cultural. Se supone que habrán barruntado y concluyeron que era una causa digna por la cual valía la pena escribir. No pienso sólo en los autores recontraconocidos sino en los otros, como Carlos Astrada, Germán Rozenmacher, César Tiempo, María Granata, Eduardo Astesano, para no nombrar a los “clásicos” del peronismo.
Me parece que sería más adecuado pensar que en lugar de la vocación hegemónica en el ámbito cultural se ha ido produciendo una nueva redistribución del espacio intelectual que acompaña la redistribución económica. Y esto no supone ni una permanencia en el tiempo eterno ni un artilugio para ganar espacios a costa de pensar menos.
Es bueno leer a BS, obliga a afilar argumentaciones, a conectarse con el pasado, pero es más importante profundizar la reflexión sobre los procesos sociales que, con sus diferentes matices y tensiones, se dan en América latina. Ello obligaría a encontrar similaridades y diferencias que fortalezcan el pensamiento latinoamericano y dejaría de hacer pensar en Europa como el sitio en el que la frescura democrática y republicana impera sin conflictos ni contradicciones. Algo que La Nación deberá empezar a imaginar como un recuerdo feliz.
* Semiólogo.
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