EL PAíS
› OPINION
Lo bueno de Bush
› Por Eduardo Aliverti
Quizá vaya siendo hora de animarse a cierta pregunta que hasta hace días hubiera olido a exageración setentista. A confusión de los deseos con la realidad, a boutade intelectual. A ese tipo de cosa.
Esos rostros espantados, en casa o en la calle, frente a esa repugnante pretensión de asepsia informativa con que la CNN y sus hermanitas muestran la destrucción de Bagdad.
Esas puteadas viscerales que saltan frente a la imagen de Bush.
Esos siempre modositos comentaristas de la tele, siempre tan políticamente correctos, que esta vez no pueden disimular de ninguna forma sus rictus entre críticos y horrorizados cuando le entran a cada información sobre una “guerra” que querrían traducir como invasión asesina.
Esa idea que avanza, todavía inorgánica, de escrachar a las hamburguesas del pato y a cuantos patos se les parezcan.
Ese Grondona y ese Canal 9, salidos de la caverna, como de costumbre, pero ahora para hacer un papelón histórico porque no tienen plafond social para bajar la línea de la asociación ventajosa con el más fuerte.
Esos estribillos contra el Imperio que se escuchan en todas las canchas.
Esa desnudez de ese periodismo regimentado que tienen esos yanquis y que más de un tilingo progre de por acá admira como “liberal” y que inventa ciudades tomadas y que esconde muertos y prisioneros y que hace que los tilingos se hayan mandado a guardar y que la simple gente se dé cuenta de que sus instituciones de prensa también son cómplices de exterminio.
Ese absurdo de ser unas bestias sanguinarias y de insistir en que sólo se trata de sacar del medio a un dictador sanguinario.
Esos puentes que dicen que van a reconstruir y que todavía no destruyeron.
Esos políticos pusilánimes que tenemos, que sienten la obligación de tomar distancia de ese hijo de Bush, y ese Menem, que entonces se queda solo, con Grondona y con el 9, convocando a aprovechar el vuelo del águila para atraer inversiones.
Esas comidas familiares o con los amigos donde lo primero que estalla es la necesidad de ver tronar el escarmiento.
Esas ganas incontenibles de que esto sea Vietnam.
Ese arrepentimiento, muy en voz baja, casi inaudible, por haberse alegrado cuando cayó la URSS.
Ese funeral en Jordania de cuatro jóvenes alcanzados y descuartizados por un misil norteamericano, cuando avanzaban en una ruta entre Bagdad y Ammán.
Ese odio que ya está muy lejos de ser sólo árabe.
Ese Kissinger que sigue suelto, y ese Cheney vicepresidente que es accionista de una petrolera, y esa Condoleeza Rice que es de otra, y esos Bush que son de Texas.
Esos corresponsales de ellos que no renuncian a mentir todo el tiempo.
Un considerable analista internacional argentino, Pedro Brieger, hizo en estos días preguntas de sentido común que le permitieron sacar las siguientes cuentas. Dijeron que arrojaron en dos noches entre 1500 y 2000 misiles. Según cálculos militares, cada uno de esos misiles lleva aproximadamente una carga de 200, 400 o 600 kilos. Una carga de un misil que tiene 400 kilos cae en un edificio de 6 pisos y lo destruye. Digamos que en cada uno de estos edificios hay apenas una persona. Entonces 1500 misiles tienen que dar 1500 muertos. Uno supone que en cada edificio hay por lo menos 10 personas, a menos que estén bombardeando lugares vacíos. Y allí uno se pregunta: ¿son inútiles? ¿Qué están bombardeando? ¿Edificios vacíos? Una de dos: o está habiendo una masacre de magnitud descomunal y no nos estamos enterando, o los norteamericanos son unos inútiles y están bombardeando cualquier cosa. Hay una tercera consideración, pero no es hipotética: como fuere, la humanidad vive uno de los actos y/o fraudes informativos más terroríficos de su decurso.
Y en todo caso, a la par, esos rostros y esas puteadas contra Bush de todos los días; esos comentaristas modositos que no saben qué hacer; esos escraches y esos cipayos desvestidos como tales; esos cánticos y ese periodismo inmundo disfrazado de seriedad primermundista; esas ganas, esos funerales y ese odio; esos puentes y esos políticos y esas reuniones de bar y de entrecasa; esas ganas de Vietnam y esos arrepentimientos silenciosos; esos carniceros humanos puestos a libertadores universales y esos corresponsales rendidos a sus pies, son una gotita del cóctel que lleva a preguntar si acaso no es bienvenido –término horroroso, visto el protagonismo de la muerte– que el infierno haya parido a este presidente norteamericano y a sus decenas o decenas de millones de amanuenses.
Porque tal vez se trate de que hacían falta para volver a tomar conciencia de quién es el monstruo y cuáles sus dimensiones.