EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Bien concluye el colega Horacio Verbitsky, con suma prudencia, su nota del domingo pasado sobre el llamado Proyecto de Legislación Antiterrorista: “En este contexto mundial, las implicaciones del proyecto de ley argentino, que tiene estado parlamentario desde octubre, son tan graves que es poco recomendable su tratamiento de apuro en sesiones extraordinarias, sin posibilidad de convocar a juristas y representantes de organizaciones de la sociedad civil que tengan algo para decir”.
En efecto, y para decirlo más severamente, estamos ante un proyecto harto peligroso, que puede ser letal para la convivencia democrática que los argentinos hemos construido en estos años.
Este proyecto de ley antiterrorista se vincula tanto con las inversiones como indirectamente al narcotráfico, y procura modificar el Código Penal en materia de “Prevención, Investigación y Sanción de Actividades Delictivas con Finalidad Terrorista”.
Consecuentemente, pretende incorporar al Código Penal penas durísimas para cualquier delito cometido con “la finalidad de generar terror en la población”, lo que denota un concepto tan abierto, amplio e impreciso que podría llegar a validar cualquier atropello estatal a casi cualquier conducta personal.
Además, condicionaría peligrosamente toda protesta social, dado que si se aprueba permitirá que cualquier gobierno trate y sancione con extrema dureza a quienes protesten o realicen movilizaciones en el futuro. Y peor aún, será el mismo Estado el que juzgue la intencionalidad de las personas que protesten.
Por lo tanto nos corresponde a nosotros, ciudadanos/as, advertir el altísimo riesgo que podría tener la aprobación de esta ley. De hecho, en la Comisión Provincial por la Memoria, de la que formo parte pero a la que no pretendo representar en esta nota, ya hay un alerta al respecto.
Y es que muchos/as ciudadanos/as pensamos que esta nueva legislación –de ser aprobada– no será otra cosa que una reforma penal que legitimará la criminalización de la protesta. Y eso será así porque el proyecto amplía las figuras penales aplicables, aumenta las penas y vincula la protesta cívica con una figura tan determinante y vaga como la de “terrorismo”.
No sólo eso. El proyecto generará nuevas y graves desproporciones en la escala penal, porque en caso de una conmoción pública reprimida por el Estado podrían aplicarse condenas mayores que las que corresponden a ciertos homicidas, o por caso, y nada menos, a policías que aplican torturas.
Frente a ello no se visualiza otra opción que la cerrada oposición a este proyecto. Es inadmisible que sea el Estado (o quienes lo conducen y administran) el que defina cuáles son las motivaciones o finalidades de las acciones de las personas. Desde luego que pueden y deben ser punibles los hechos criminales, e incluso los planes ya en ejecución, pero nunca, de ninguna manera el pensamiento, las intenciones o las ideas y mucho menos cuando no está claro quién y cómo las va a definir. Las ideas y las “intenciones” no pueden ser materia de acción estatal.
Conviene recordar la ley 17.401 de la dictadura de Onganía, que bajo el pretexto de reprimir al comunismo otorgaba a la SIDE el poder de calificar a personas o grupos de comunista, extremista o lo que fuese para condenar a cualquiera por su actividad política. ¿Quién garantizará que con esta ley en la mano, en el futuro, algún gobierno no pretenda definir ideologías, finalidades o intenciones supuestamente “terroristas”? ¿Quién va a decidir que tal o cual acción es “terrorista”?
Cualquier buen abogado, y sobre todo los penalistas, saben que las leyes penales deben ser precisas, herméticamente cerradas en su definición y no delegativas.
La esencia de este cuestionamiento, por lo tanto, se basa en que si bien los fundamentos del proyecto subrayan la intención de no lesionar derechos, con eso no alcanza. Y además, el articulado de la ley es ambiguo. En él, hasta donde lo conocemos, se abren espacios indefinidos para la libre interpretación. Y los argentinos ya tenemos una muy gorda experiencia en esto de que se interpreten los “antecedentes” y las “intenciones” para desatar formas de persecución, sutiles y de las otras. Y no sólo durante dictaduras.
Por lo tanto, el debate legislativo que se viene –si realmente se produce, y esperemos que no– deberá ser gobernado por la preservación más absoluta de la defensa de los derechos humanos.
Y si es cierto, como sugiere el colega Verbitsky, que esta legislación es producto de exigencias o presiones del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI), para así calificar a la Argentina como destino seguro para inversiones externas, entonces la cosa es más grave aún.
Primero, porque debe rechazarse toda propuesta o reclamo de organismos internacionales que vulnere derechos fundamentales. Y después, porque de este modo los movimientos sociales, que en nuestro país son variadísimos, podrían empezar a ser vinculados con delitos de financiamiento al terrorismo, e incluso las protestas pasarían a ser consideradas acciones terroristas.
Mejor no imaginar lo que sería este país si ello sucediese. Por eso, nada mejor harían nuestros legisladores que archivar este proyecto.
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