EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Aquel furibundo diciembre de 2001 –hace exactamente diez años– los cimientos de la Argentina se conmovieron como nunca antes. Una vez más el desastre era una cuestión política y económica, y la resolución de la emergencia pegaba sobre los sectores populares. Quizá por eso al presidente De la Rúa acabó expulsándolo esa masa humana hasta entonces silenciosa que ahora, de pronto, batía cacerolas y también cantaba y bailaba, y no tanto por felicidad como por descubrir su propio protagonismo.
Cuando aquel helicóptero levantó vuelo desde las terrazas de la Casa Rosada fue, para muchos, como que con ese aparato y ese pasajero se iba un país.
Hoy sabemos que en efecto así fue.
En aquellos días el problema que afrontábamos los argentinos parecía radicar menos en la maldad externa, menos en la furia del terrorismo islámico o el patriotismo de pacotilla de los halcones del Pentágono y la OTAN, que en la estupidez de nuestras propias clases dirigentes. Esas mismas que hasta entonces se dividían, al menos en apariencia, en gobierno y oposición, pero que velozmente, frente al desmoronamiento y con una agilidad corporativa notable, se amalgamaron para formar el contubernio que intentó gobernar este país que para entonces, y de ese modo, ya era ingobernable.
Lo hicieron como hacían todo: a los codazos y aplicándose zancadillas por debajo de la mesa, de manera ordinaria y torpe. Desplazado un incapaz, asaltaron el poder colocando en la primera magistratura del Estado argentino a un impresentable. Cuando la Asamblea Legislativa del 24 de diciembre designó como presidente al gobernador de la provincia de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, la inmensa mayoría de los argentinos supimos que asistíamos a nuevos malabarismos de cierta vieja dirigencia peronista, que con tal de desplazar a sus (supuestos) adversarios radical-frepasistas eran capaces de cualquier cosa. Y eso fue lo que hicieron.
El gobierno provisional surgido de esa Asamblea horas antes de la Navidad se presentó ante el país mezclando verdades con mentiras, anuncios esperados con elusiones y efectismo, Biblia con calefón. De manera perversa (después de todo tenían mucho más malicia que los radicales) el gatopardismo neomenemista que copó la Asamblea Legislativa desarrolló un libreto conocido: hacer como que todo iba a cambiar cuando en realidad nada cambiaba.
La picardía era estilo en ellos, algunas veces simpático, tantas otras letal. A la hora de escoger a Rodríguez Saá se cuidaron de no repetir las peores performances de violencia, graficadas para siempre en la novela del inolvidable Osvaldo Soriano No habrá más penas ni olvido. Pero no perdieron ni una sola de sus mañas, como decidir elecciones sin tener facultades para convocarlas, imponer la inconstitucional Ley de Lemas, o elegir como presidente provisional a una de las figuras más cuestionadas de la política argentina. Con eso el justicialismo buscaba resolver su interna, una vez más a costa de todo el país. La viveza tiñó el discurso presidencial con tintes “progres” y la designación del reconocido abogado Alberto Zuppi en Justicia, y de un respetado hombre de los derechos humanos como Jorge Taiana, junto a una galería de resucitados. El canciller y ministro de Defensa era José María Vernet (ex gobernador de Santa Fe de escandalosa gestión) y también reaparecían los señores Carlos Grosso y José Luis Manzano, renacidos de sus incendios políticos. También, como frutos de una misma matriz, Luis Barrionuevo y el amigo del ex almirante Massera Hugo Franco. Y algunos gobernadores de triste memoria, denunciados por corrupción e impresentables incluso en sus provincias.
En sólo una semana de fungir como presidente interino, “El Adolfo” se comportó como un emperador con ganas de ser eterno, y en todos sus discursos anunció y prometió como quien está convencido de que tiene años de gobierno por delante y, enfrente, un pueblo estúpido. Bastó verlo por televisión durante su célebre visita a la CGT, cuando rodeado de Hugo Moyano, Rodolfo Daer, Víctor Reviglio y Barrionuevo habló como para la posteridad. Fue tan absurdo que la prensa reprodujo el comentario del gobernador santafesino Carlos Reutemann a sus íntimos: “Este es Chávez, éste nos acostó a todos”. Y es que era evidente que quienes “El Adolfo” convocaba a su lado no eran gente de hacer noche solamente sino de quedarse a vivir.
El rejunte, sin embargo, esa vez duraría poco. Una encuesta publicada por Página/12 en esos días mostraba que el cacerolazo era aprobado por el 92 por ciento de la población, mientras que casi el 70 por ciento advertía que los saqueos habían sido organizados por activistas.
En un par de días otro cacerolazo nocturno forzó la renuncia de Carlos Grosso a cualquier puesto oficial, rentado o no, luego de que él dijera, desafiante, que había sido nombrado asesor presidencial “por mi capacidad y no por mi prontuario”.
El derrumbe de “El Adolfo” luego de una escuálida semana presidencial desencadenó nuevos sainetes: quien ya había sido presidente provisional a la caída de De la Rúa, el senador por Misiones Ramón Federico Puerta, esta vez no quiso saber nada de asumir otro par de días para reunir una nueva Asamblea Legislativa. Eso obligó a que la línea sucesoria cayera en el titular de la Cámara de Diputados, el bonaerense Eduardo Camaño. Y ahí se vio venir la designación de su jefe político, el también senador y ex gobernador de Buenos Aires Eduardo Alberto Duhalde, un político conservador del establishment peronista que había sido vicepresidente con Menem.
Duhalde alcanzó la Presidencia tras un arduo proceso, sostenido por los dos partidos tradicionalmente rivales que se fusionaron en una especie de alianza conservadora que ellos llamaron “de salvación nacional”, pero que no era otra cosa que un nuevo contubernio, o sea una asociación vituperable, como definen los diccionarios. El retorno del peronismo al poder, con el beneplácito y alivio radical-frepasista, fue el indicador externo del fracaso fenomenal de una dirigencia sólo virtuosa para el desastre. Así terminó aquel grave 2001.
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