EL PAíS › OPINIóN
› Por Damián Loreti
Hemos asistido en estos días a la publicación de diversas críticas al proyecto de ley que declara de interés público la producción de papel para periódicos por su eventual inconstitucionalidad frente al artículo 32 de la Constitución Nacional. Estudiantes, periodistas y colegas que tienen mi dirección de correo electrónico llenaron la casilla con preguntas al respecto. Intentaremos ver si se puede ayudar a aclarar las cosas.
En 1860, la Comisión Examinadora de la Constitución Federal que revisó el texto de lo que se insertaría, tras la Convención Constituyente, como artículo 32 de la Constitución, sostuvo que “entrando Buenos Aires en la Confederación, entraba con sus libertades conquistadas, y no siendo a las provincias dañoso en manera alguna que Buenos Aires tenga libertad de imprenta, esta restricción de legislar debe ser aceptada”. Así consta en el número 6 de El redactor, una publicación elaborada por la mencionada comisión. Esta norma fue propuesta por la Convención de la Provincia de Buenos Aires y, según los más destacados autores del constitucionalismo argentino –entre ellos Gregorio Badeni, quien recoge el antecedente en su libro Libertad de prensa–, su fuente fue la Enmienda I de la Constitución de Estados Unidos. En pocas palabras, se trataba de preservar que fueran las leyes y jueces de la provincia quienes regularan y juzgaran, tal como la propia comisión expuso, los abusos que se pudieran cometer por medio de la prensa escrita tanto como por la palabra “escrita o hablada”, como dijera Vélez Sarsfield.
No habremos de agotar la totalidad de las consideraciones que surgen del Sistema Interamericano de Derechos Humanos, ya que el artículo 13.3 de la Convención Americana establece que “no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”. Vale mencionar que la referencia a los “particulares” parece haber sido obviada en varias publicaciones del fin de semana.
Tampoco agotaremos las circunstancias del debate que el 3 de mayo de 1948 tuvo lugar en la Cámara de los Comunes del Parlamento del Reino Unido, en el cual se consideró el efecto de la “escasez del papel para diarios” sobre la libertad de expresión en Inglaterra. El debate apuntó a poner en alerta a la Cámara y llegó a plantear poner la creación de plantas de producción de papel bajo la órbita del Plan Marshall, a propuesta del diputado Christopher York, de Ripon.
Antes bien, preferiremos concentrarnos en cómo funcionaron las cosas en el país cuya Constitución se acredita como fuente del artículo 32. ¿Qué pasó con la interpretación de dicha regla al interior del sistema que le sirvió de fuente? ¿Qué dice la jurisprudencia de los Estados Unidos respecto de lo regulable en ese contexto?
En 1945, la Corte de los Estados Unidos resolvió el caso “Associated Press vs. U.S.” en el que se dirimió la pertinencia de la ley antimonopolio (Ley Sherman) respecto de las prácticas y reglas aplicadas por esa agencia para discriminar en la entrega de información periodística a quienes no fueran socios de tal cooperativa –medios periodísticos todos ellos– y los efectos que provocaba ese condicionamiento sobre la competencia. El fallo es extenso y tiene varios votos concurrentes, pero vale la pena indicar algunos pasajes que aportan al debate al que asistimos en estos días sobre la regulación de la actividad económica de un proveedor de facilidades esenciales como el papel y la compatibilidad de tal regulación con los principios constitucionales.
El voto del juez Black constituyó la mayoría y sostuvo: “El hecho de que un editor maniobre con noticias mientras que otros lo hacen con comida no hace, como destacaremos, sostener que el editor tenga un particular santuario en el cual pueda con impunidad violar leyes que regulan sus prácticas de negocios”. Más adelante señala: “La Ley Sherman tiene la intención específica de prohibir a emprendimientos independientes transformarse en ‘asociados’ en un plan común para reducir la oportunidad de sus competidores de comprar o vender las cosas en las que el grupo compite”. Y en referencia directa a la Primera Enmienda, sostiene: “La Primera Enmienda, lejos de proveer un argumento contra la aplicación de la ‘Ley Sherman’, presenta aquí poderosas razones para lo contrario. La Enmienda se apoya en la asunción por la cual la más amplia diseminación posible de información de diversas y antagonistas fuentes es esencial para el bienestar del público, así como la libertad de prensa es una condición para la sociedad libre (...) La libertad de publicar está garantizada por la Constitución, la libertad de acordar para dejar a otros fuera de las publicaciones no lo está”.
En 1969, en el caso “Citizen Publ. vs U.S.”, la Corte declaró violatorio de la Ley Sherman, modificada por la Ley Clayton, al acuerdo de joint venture (ni siquiera conformaban una sociedad única, sino que suscribieron un convenio de operación conjunta) entre dos publicaciones periódicas de la ciudad de Tucson (Star y Citizen). Mediante el mismo se establecía que cada diario retendría el manejo de sus noticias, departamentos editoriales, marcas e identidades, pero se asociarían en determinadas operaciones comerciales. Esas operaciones eran a) la fijación de precios de tapa y de publicidad, lo que implicaba además el acuerdo de precios de suscripciones y sistemas de distribución, b) acuerdo para la distribución de utilidades, c) el control del mercado –ni las publicaciones, ni ninguno de sus accionistas o funcionarios podría dedicarse a cualquier otro negocio en el condado que fuera en contra de la operación conjunta–. En 1953, el acuerdo se extendió hasta 1990, pero el gobierno de los Estados Unidos llevó el caso a la Justicia por monopolización del mercado de las publicaciones. El voto de la mayoría de la Corte determinó que el caso expuesto restringía la competencia de modo tan “claro y no ambiguo” que justificaba un procedimiento sumario en el derecho antitrust. Aun contemplando como única causa opinable la situación de grave crisis económica de las empresas, la Corte dio la razón al gobierno. Dijo para ello que las restricciones referidas a la competencia no tenían ningún sustento a la luz del caso “Associated Press”, entendiendo que de ningún modo podría asumirse que la Primera Enmienda implicaba dejar al gobierno (no dice Estado sino gobierno) sin poder suficiente para proteger la libertad de expresión. La última frase incorpora un renglón categórico: “La venta del Star, para nosotros, parece muy adecuada”. Cualquier parecido con las desinversiones en la actividad de los medios locales queda librada a la opinión del lector.
Por supuesto que la industria de las publicaciones no iba a quedarse quieta. Con lobbying suficiente sobre el presidente Nixon –en campaña para su reelección–, y tras un rechazo inicial, consiguieron el dictado de la “Ley de preservación de los diarios”, en 1970, que admite –como excepción y en caso de graves dificultades económicas de las solicitantes, cercanas a la quiebra– la posibilidad de acuerdos autorizados caso por caso por el Departamento de Justicia siempre y cuando se realicen sin afectación de los componentes esenciales del negocio para no frustrar la posibilidad de competencia.
Lo expuesto permite concluir que una iniciativa destinada a promover el acceso en condiciones de equidad a un producto esencial como el papel no es uno de los supuestos vedados por el artículo 32 de la Constitución Nacional. Antes bien, si siguiéramos la doctrina más clásica sobre su incorporación a la Carta Magna, en 1860, quedaría claro que las reglas que tienden a garantizar una más plural libertad de imprenta serían plenamente compatibles.
Nos queda aún por mencionar que la ley argentina de defensa de la competencia no excluye a los medios de comunicación, sino que del resultado de su debate parlamentario surge su inclusión explícita. Pero si la discusión recae sobre la pertinencia constitucional de la iniciativa, no es el artículo 32 aquello que la doctrina y la jurisprudencia aplicables en el sistema jurídico de origen aconsejarían para impugnarla.
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