EL PAíS › OPINION
› Por Sebastián Etchemendy *
Conviene poner el reciente conflicto Gobierno-CGT en cierta perspectiva para entenderlo mejor. Dentro de los nuevos gobiernos populares-progresistas y posneoliberales que surgieron en la década del 2000 en América del Sur, Argentina con el FpV-PJ y Uruguay con el Frente Amplio son los que han activado y empujado más el rol del aliado sindical en la política pública y en el mercado de trabajo. Ese rol sindical ha sido muy subordinado bajo el PT en Brasil y marginal en los gobiernos socialistas de la Concertación en Chile, en el Ecuador de Correa y en Venezuela bajo el chavismo (por diferentes razones, claro). No es casualidad que sea en Argentina y Uruguay, justamente, donde las relaciones gobierno-sindicatos han llegado a tensarse más, incluyendo una huelga general del PIT-CNT contra el presidente Mujica. Los gremios empujados por gobiernos fuertemente pro sindicales recuperaron su poder frente al capital y en la política y, legítimamente, toman fuerza para defender y ampliar lo conseguido.
Segundo punto: ver en este enfrentamiento fantasmas de los años ’70 es un error –y una tendencia muy frecuente en cierta generación de intelectuales argentinos–. En estos tiempos, la Juventud Sindical marcha a la Plaza todos los 24 de marzo y la UOM hace un sentido homenaje a las Abuelas de Plaza de Mayo en un acto y en una de sus publicaciones. La Argentina se modificó mucho estructuralmente en su clase obrera, pero también en su aprendizaje democrático desde 1983, para que los actores y los enfrentamientos del calibre de aquellos años se repitan.
La necesidad de construir puentes debe empezar por corregir convicciones inconducentes. La Presidenta, fenomenalmente legitimada por el 54 por ciento de los votos, entendiblemente ordena la cancha y pone las reglas de juego para una nueva “pantalla” signada por la crisis internacional y una situación económica diferente y más complicada que la de los últimos años. Pero los sectores kirchneristas progresistas que, más allá de la coyuntura económica o de cuestionar un liderazgo sindical u otro, piensen en clave de una ofensiva general y de que “ahora le toca a la corporación gremial”, buscando de paso granjearse ciertas simpatías de la clase media, cometerán un error. No hay gobierno popular y progresista viable en Argentina sin al menos una gran parte del sindicalismo de la CGT más combativo en la alianza de gobierno. El kirchnerismo fue tan transformador porque pudo combinar desde 2003 políticas sociales y laborales muy inclusivas (asignación por hijo, inclusión previsional, paritarias) con el apoyo activo de actores populares y socioeconómicos organizados, especialmente sindicatos combativos de la industria y el transporte en la CGT, la Ctera y movimientos sociales. Alianza que lo fortaleció justamente para dar las disputas contra los poderes económicos que esas políticas implicaban.
Por otro lado, el sindicalismo hegemónico actual de la CGT debe mostrar que no se puede tratar, en cuanto a métodos y actitudes, igual a un gobierno popular que restauró los derechos laborales y sindicales en Argentina, que a un gobierno neoliberal o antisindical. Más allá de las chispas coyunturales, no se está frente a la gestión de la Alianza que terminó con la ultraactividad de los convenios colectivos e impulsó una reforma laboral regresiva mediante sobornos. Se está lidiando con la gestión que articuló y potenció las paritarias y el rol sindical como nunca antes después del primer peronismo. Este hecho elemental no puede estar fuera de la ecuación en los modos, tratos y estrategias del sindicalismo reivindicativo.
Limar entonces estas actitudes inconducentes será esencial para recuperar la vitalidad de la alianza gobierno-sindicatos en Argentina. Esta coalición estuvo en el centro del dispositivo de poder político de los últimos años y otorgó buena parte del potencial transformador que llevó, bajo el peronismo kirchnerista, al mayor proceso de recuperación social que vivió el país desde los años ’40.
* Politólogo, Universidad Torcuato Di Tella.
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