Mar 31.01.2012

EL PAíS  › OPINIóN

El kirchnerismo y la cuestión socialista

› Por Diego Tatian *

El tiempo kirchnerista ha producido un conjunto de transformaciones sustantivas en la cultura política argentina, a partir de haber instalado la cuestión de la igualdad en el centro de la discusión pública y haber orientado a su concreción medidas de gobierno que –como siempre que se trata de producir igualdad– han intervenido en acendradas situaciones de privilegio incompatibles con ella. Esa disputa por la igualdad se ha llevado adelante no sólo sin mengua de las libertades civiles que alojan los cuerpos, el pensamiento y el lenguaje, sino aun creando condiciones materiales para su expansión. Y, sobre todo, se ha llevado adelante en el marco del más estricto respeto del sistema institucional y procedimental que llamamos democrático.

El interrogante –de respuesta para nada obvia– acerca de si una democracia puede ser algo más que un dispositivo legal que reproduce desigualdades, garantiza privilegios y preserva un régimen de ganancia es lo que hay en disputa en la actual experiencia histórica; esa disputa lo es por las posibilidades emancipatorias de la democracia y por el sentido mismo de la política.

Con la expresión “tiempo kirchnerista” no se quiere principalmente aludir a un gobierno, sino a una condición pública e intelectual que representa la sociedad como laboratorio de nuevas libertades y nuevas igualdades, y ejerce en ella subjetividades creativas, formas imprevistas de comunidad desorganizada que no convergen en ninguna parte, más bien vinculadas por una conectividad compleja.

Sin desmedro de una sociedad civil así constituida conforme una politización de alta intensidad, el Estado, lejos de aspirar a ser “mínimo”, asume plenamente la instancia de la decisión política, pero autolimitado de cualquier tendencia a bloquear la vitalidad irrepresentable (en el doble sentido de la palabra) de movimientos sociales autónomos. Pensar esta relación entre autonomía y Estado exige un salto de calidad en la reflexión, ante todo abjurar de unilateralidades que los vuelve términos incompatibles, para asumir la tensión existente entre ellos como oportunidad de constituir una potencia compleja, no complaciente, en conflicto productivo, a distancia de un inmediatismo antiinstitucional por una parte, y de una voluntad de cooptación y control por la otra.

“Kirchnerismo” es la palabra que nombra un conjunto de condiciones para llevar adelante una “guerra de posiciones” o (si queremos evitar esta noción gramsciana) una disputa por los significados sociales, un “litigio” (según un término que le gusta a Ricardo Forster) radical que involucra la cultura toda, cuyo efecto más relevante es una activación de formas de pensamiento popular, la generación de capacidades novedosas de transformación social y de concebir otras posibilidades de vida en común.

En ese contexto es que irrumpe la pregunta por el socialismo. “Kirchnerismo”, según lo pienso, no es principalmente el nombre de un gobierno, sino la palabra que señala una coyuntura en la que es posible, nuevamente, la pregunta por el socialismo –forma de vida colectiva que, también según lo pienso, es lo más alto a lo que una sociedad puede aspirar–. Hay en curso un momento gramsciano en Latinoamérica, por cuanto un conjunto de democracias de contenido popular implementadas conforme una gramática de los derechos, pueden ser experimentadas –sin que nada garantice su deriva– como oportunidades de transición al socialismo según una temporalidad compleja, por fuera de la alternativa Revolución/Reforma que vertebrara de manera dramática la historia del movimiento obrero en el mundo.

Una recuperación paulatina de los medios de producción por parte del Estado y organizaciones sociales de distinto tipo presupone –es la idea elemental de Gramsci– un consentimiento popular que es posible lograr en la querella democrática, en el fragor de las ideas y de las prácticas militantes, no por un automatismo histórico, sino a través de la política. La transformación económica es efecto –no causa– de una voluntad común y una lucidez colectiva que, de prosperar, preserva a esa trasformación sin necesidad de incurrir en el Terror.

Una sociedad socialista puede ser pensada como una sociedad capaz de practicar formas de vida (en plural) no capitalistas, de austeridad voluntaria, capaz de encontrar la libertad en la igualdad y la igualdad en la libertad. Sobre todo, socialismo no designa una “sociedad de consumo” (que presupone el saqueo de recursos) sino una “sociedad de la abundancia” (que los preserva) –es decir una sociedad en la que todos acceden a los bienes necesarios para su plenitud física y espiritual, a la vez que consideran superflua y predadora su acumulación autónoma–.

Así, socialismo es lo que puede ser pensado como un régimen del deseo posible merced a una universalización de la política, que aspira como resultado de ella a una organización alternativa del trabajo, a una nueva representación de la propiedad y a un vínculo distinto con los recursos naturales. Su sino sería tal vez la lentitud. Pero su origen no debería buscarse en el Parlamento, sino en formas de autoorganización social –que sin embargo no abjuran de las instituciones, consideradas más bien objetos de trabajo político–.

La conciencia cada vez más extendida de que la extracción de oro no es necesaria para vivir ni para vivir bien, y que en cambio presupone una depredación de lo que sí es vitalmente necesario, plantea un límite no sólo a un modelo de extracción minera que procura establecerse, por fortuna no sin importantes resistencias sociales, sino a la economía toda, y nos confronta con la oportunidad de pensar un salto que permita incluir cada vez más sectores populares, pero de otra manera. Si ello se produce, si la movilización y la discusión extendida son capaces de acuñar un modelo de inclusión sin daño, más que nunca hallaría su designación en la palabra “kirchnerismo”.

* Docente en la UNC e investigador del Conicet.

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