EL PAíS › EL RELATO DE LOS HERMANOS MAGARIñOS SOBRE EL SECUESTRO DE SU FAMILIA
Primero fue el padre. Y al mes, en una noche fría de junio de 1976, la madre. La patota volvió a la madrugada y se llevó a los hermanos, de entre 14 y dos años, para arrojarlos por años al sistema de orfanatos oficiales.
› Por Alejandra Dandan
Jorge “Tachuela” Magariños es un hombre de cincuenta años que se parte en lágrimas. Busca un respiro en su vaso de agua, mientras otra vez se mete en la historia que acaba de contarle al fiscal federal de San Nicolás, Juan Murray. El secuestro de su padre y, un mes más tarde, en el infierno de junio de 1976, la patota precipitándose en la madrugada de un barrio obrero de San Pedro. Se llevan a la madre y él llora cuando dice que todavía se acuerda cuando ella le dijo antes de salir con lo puesto, a él, de catorce años, uno de los cuatro hermanos de la casa, “cuidá a los más chicos”.
“Vamos a ver... –dice Tachuela–. Yo sé que mis padres militaban, no sé qué o en qué, pero participaban. Sucedió lo que sucedió, primero lo llevan a mi papá, aunque yo le digo mi papá porque él me crió, pero tengo otro apellido. Lo llevan de mi casa. Por lo que tengo entendido, un mes antes que a mi mamá. A ella la vienen a buscar a la madrugada, serían la una o las dos, lo que pasa es que han pasado 35 años... No me gusta acordarme de estas cosas, me hacen volver a vivir lo que viví en esa época.”
Apuntalado por los organismos de derechos humanos de San Pedro, por Orlando “Naico” Brambilla, militante del foro por la memoria de San Pedro, y por Ana Sarchione, docente de la UBA, Tachuela presentó su declaración ante la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación motivado por la reparación que el Estado ofrece a los hijos que vieron el secuestro de sus padres. Tachuela no sólo vio, también fue secuestrado con sus hermanos.
“Eso sí lo recuerdo –dice–, teníamos un perro cuando la fueron la buscar a mi mamá. Entraron como Pancho por su casa, todos armados. Mi mamá se levantó asustada porque estábamos mis tres hermanos y yo. Mi hermano más chico tendría un año y medio o dos. Eramos todos chicos. Entraron, lo recuerdo bien, me quedó grabado en la mente: estaban armados, eran diez, dejaron tres o cuatro coches en el frente, mi mamá andaba en calzones y sacaron las armas.”
El perro Piti se lanzó encima de los recién llegados. “¡Saquen de encima a ese perro porque lo mato!”, les lanzaron. “A ella la querían llevar así nomás, como estaba en la cama. La dejan vestir porque les pide por favor. A nosotros nos dicen que nos quedemos encerrados. Nos dicen que la llevan para hacerle una pregunta. Y que iba a volver y, claro, era que iba a volver después de cuatro años y medio.”
“Nos dijeron que ahora mi mamá venía, cosa que no sucedió. Con mis hermanos Saúl, de dos años y medio, Fabia, de seis, Daniel, de once, lloramos como locos. Me acuerdo de que mi mamá me dijo antes de irse por ser el mayor: ‘Cuidá a los chicos vos’. Que me encargara de mis hermanos.” “Nos acostamos llorando, nos dormimos y a la madrugada vinieron tres o cuatro autos a buscarnos. Nos dijeron que íbamos a ir con nuestra madre, pero a mis hermanos Saúl y Fabia se los llevaron en un auto y Daniel y yo fuimos en el otro. Nosotros fuimos a parar a la comisaría de San Pedro, de mis hermanos no supimos nada hasta después de casi dos años.”
“Los secuestraron engañados”, escribieron Naico y Ana sobre el caso. Les dijeron que iban a reunirse con su madre y los detuvieron amparados en una falsa denuncia que decía que se habían robado cigarrillos de un almacén.
“Qué sé yo –dice Tachuela–, ahí pasamos no sé cuántos días. Sé que fueron como cincuenta, gracias a Dios que teníamos a la tía Coca que no sé cómo se enteró y nos empezó a llevar comida después de muchos días.”
Tachuela y Daniel comían una vianda que cada tanto les llevaba Coca, que también vivía en el barrio. A los cincuenta días, los metieron en un patrullero camino al juzgado de San Nicolás, donde los entrevistó un juez de apellido Marchetti, les dio café, algún bizcocho o facturas, y los mandó de nuevo a la comisaría.
“De mis hermanos más chicos no sabíamos nada. Esta vez nos pusieron en un calabozo más grande. Había dos mujeres, una llamada Marisa, las cuales nunca vamos a olvidar porque gracias a ellas comimos esos días que mi tía Coca no nos trajo comida porque pensaba, o le habían dicho, creo, que no volvíamos a la comisaría. A la noche tarde, a ellas las sacaban para tener sexo, creo, también vimos el maltrato. Los que las sacaban, uno era Arenel, otro Butti y también el comisario Samoano. Estas señoras nos ayudaban muchísimo, nosotros chiquititos dormíamos con ellas.”
Una madrugada los despertaron. “Nos hicieron bañar con agua fría. Luego de cambiarnos, a Daniel, a mí y a las chicas nos suben al patrullero y nos llevan hasta la estación de trenes de San Pedro. Ibamos en un vagón oscuro, Daniel y yo esposados, los policías Arenel y Pergentil, y las chicas, muchos asientos más adelante. Antes de llegar a Retiro nos sacan las esposas. Después seguimos a Constitución, cerca del mediodía ya estábamos en La Plata en un juzgado de menores y antes de las cuatro de la tarde ya estábamos en el colegio.”
Tachuela le sigue diciendo colegio, pero el Instituto de Menores Melchor Romero seguramente no tenía pinta de escuela.
“Había dos colegios, uno de más seguridad y uno de campo abierto. No sé cuántos días estuvimos, pero sé que me hacían lavar la ropa con mi hermano. Abajo del pabellón había un piletón grande o no sé qué era, y ahí decidimos un día que nos escapábamos. Había un chico de Junín un poco más grande, no mucho porque no sé hasta qué edad se puede estar ahí. Decidimos escaparnos porque era todo abierto. Y no sé de cuál fue la decisión, pero dijimos: nos vamos y nos vamos, y nos fuimos.”
“Era la tarde cuando nos escapamos: mi hermano, yo y el chico de Junín que no sé el nombre. Corrimos por una vía. Nos siguieron tres chicos, era gente grande ya, pero no nos alcanzaron. Llegamos por las vías hasta la primera estación, que era Abasto, y nos metimos al tren a La Plata y después Constitución, Retiro.”
El pibe de Junín que tenía algo de plata les dio dinero para volver a San Pedro, y él volvió a Junín: Tachuela no volvió a verlo. Como a una de las dos mujeres de la comisaría, porque de la otra, de Marisa terminó viviendo a tres cuadras. “Seguro que está bien –dice sobre el pibe–. Uno que no quiere estar encerrado, sabe que estará haciendo las cosas bien, sacando cuentas, uno piensa eso.”
En el tren tenían los pantalones sucios. “Estábamos todos mugrientos. Una señora me dice: ‘¿De dónde vienen?’. Y yo le digo ‘de trabajar’, porque tenía el pantalón blanco que estaba todo mugriento.”
Cuando llegaron no pudieron volver a la casa porque alguien la había ocupado. No tenían a los padres, no estaban los hermanos. Caminaron a lo de Coca, que “no nos dejaba salir a la calle por el miedo”. Coca los despertó una mañana y finalmente los llevó a San Nicolás para pedirle a un juez de menores la guarda de todos.
“Y mientras tanto, de mis hermanos no sé cuánto tiempo pasó que no sabía nada. Mi tía Coca no sé cómo se entera un día de que mi hermano estaba en un colegio o en distintos colegios, porque cuando se entera decidimos ir a buscarlos.”
En Buenos Aires, mientras tanto, otra tía, Gladys, hermana de la Elena, la madre de los chicos, los había localizado y los sacaba cada tanto: “Y no sé cómo hicimos pero nos fuimos para Gregorio de Laferrère, pero encontramos la casa de mi tía y le dijimos que los sacara, que nosotros los íbamos a ir a buscar. Cuando volvimos ella no estaba, le dijimos que por favor los sacara, que los trajera, que nosotros íbamos a traerlos otra vez para San Pedro. Con mi hermano vendíamos helado, me acuerdo de que eran Frigor los que vendíamos. Juntamos plata y fuimos y lo trajimos. Nos quedamos con mi tía Coca los cuatro hasta que después de un año y pico salió mi papá”.
“A mí me quedan imágenes vagas. El colegio. Haber lavado las sábanas porque me había orinado, chicos con valijas. Yo veo que son distintos lugares, no es el mismo lugar. Todos recuerdos malos, pienso que por eso, por ahí, mi conducta haya sido mala, no hoy por hoy porque soy otra persona, tengo mis hijos y hago todo por mis hijos. Pero estuve en un penal preso casi cuatro años. Me desperté un día todo lastimado y estaba ahí.”
Saúl tiene una agrupación peronista que con el correr de los años, cuando salieron de la cárcel, sus padres armaron un comedor que ahora es un centro complementario educativo gracias al cual, dicen, comieron durante años.
“Yo sufrí. Mis hermanos hicieron de todo. Vendieron diarios, helados. Mi hermano lustró zapatos, andaba pidiendo. Hasta que mi papá salió. Mi mamá cuando salió juntó a sus hijos para dedicarse a trabajar, compraron un rancho, lo pagaron en cuotas, todo con trabajo, nos criaron ahí. Por eso digo que soy un agradecido de la vida. Antes de que me pasara esto que nos pasó, yo perdí un ojo. Iba al colegio y después me decían: ‘¡El hijo de semita! ¡El hijo del subversivo montonero! ¡Tuerto!’. Cosas que me hicieron mal. Y hoy por hoy la gente me ve de otra manera: hablo con compañeros que le quieren hacer un homenaje a mi viejo. Soy albañil, por ahí trabajo un día sí, un día no, pero tengo a mi mujer con trabajo seguro, comida a mis hijos no les falta. Yo pedí una pensión pero para el Estado no soy discapacitado, pero para trabajar en una fábrica sí. Aún así sigo para adelante. El objetivo es que esto no le tiene que pasar a nadie más en el mundo. Por lo menos en mi país. No era de una familia de delincuentes, sino de trabajadores, de gente de muy humilde.”
“Tenía seis años cuando a mi mamá se la llevaron. Yo estuve en un lugar que sería un colegio, porque había chicas. Ahí dormí, nunca en un colegio fijo. Siempre me acuerdo de que dormía en distintas camas; me acuerdo de calles de adoquines. Que era la más chica y me hacían subir a la cuarta cama y las chicas se reían y me tiraban almohadones. En el último colegio estuve más tiempo, donde me fueron a buscar mis hermanos, primero me buscaron por todos lados, las camas estaban todas en hilera. En la punta del pabellón había una monja que siempre se sacaba el hábito de la cabeza a la noche, yo siempre tenía la mirada fija ahí. Yo era la encargada de sacar las sábanas y llevarlas al lavadero. Y a la siesta una monja me sacaba los piojos, todas las tardes. Me arrodillaba y ella me sacaba los piojos. Si no hacías las cosas te ponían de rodillas en penitencia. Y así capaz que estabas todo el día. Una vez me pusieron así porque no llegué a sacar todas las sábanas del pabellón porque para todo eran dos filas y eran largos los pabellones. Cuando me dijeron ‘vino tu familia’, todavía me acuerdo. Me dijeron: ‘Vino tu familia a buscarte’. Como a más de un año me fueron buscar y yo no los conocía. Decía que no, que no, que no eran mi familia y la monja que sí, me insistía y yo no les creía hasta que nos trajeron a San Pedro, fuimos a la casa de la tía Coca. Y así...”
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