EL PAíS › OPINIóN
› Por Alfredo Zaiat
Existe cierta fascinación por emplear la palabra ajuste en casi todos los temas vinculados a la economía. Es una atracción que no discrimina corriente de pensamiento, desde la conservadora, pasando por la heterodoxa y hasta la de izquierda. Pocas medidas o iniciativas económicas quedan fuera de esa categoría. Algunos lo proponen como parte fundamental de su concepción, como los miembros de la grey ortodoxa, porque consideran que la economía debe alcanzar el equilibrio. Como se trata de un objetivo ilusorio, el ajuste debe ser permanente, en diferentes variables, considerado en forma positiva por ser un sendero necesario, aunque implique costos sociales elevados para la mayoría. Es la idea que se instaló con fuerza en la década del noventa. En reacción a esa hegemonía en el espacio público, la heterodoxia en todas sus vertientes le asignó una valorización negativa, que en términos políticos es muy útil porque permite transmitir un mensaje contundente. Pero la utilización constante de la palabra ajuste revela cierta debilidad en nociones propias, porque se trata de un concepto de la ortodoxia, que desplaza del centro de la interpretación la compleja disputa de los sujetos sociales en el ámbito de la economía y la política. Es como si todos, ya sea quienes lo consideran un factor indiscutible o quienes lo desaprueban, se hubieran convertido en “ajustemaníacos”.
Resulta necesario precisar el alcance de lo que se considera ajuste para evitar que cualquier movimiento de variables de la economía sea considerado como tal. Desde hace varios meses, antes de las elecciones presidenciales, comenzó a instalarse que el ajuste es inevitable para la economía argentina. Economistas del establishment, en realidad, lo han estado postulando desde el mismo momento en que la economía empezó a crecer desafiando las recetas ortodoxas. Luego de los comicios, ante los movimientos realizados por el Gobierno en el rubro subsidios y en el objetivo de ubicar en un escalón inferior la variación nominal de precios y salarios, se han sumado más voces, en este caso, alertando sobre la implementación de un ajuste que se niega.
No deja de ser sugestivo tanto énfasis en categorizar todo en el renglón del ajuste, que, si se eluden las legítimas motivaciones políticas que lo exponen, no se expresa en los hechos. El 2011 culminó con un fortísimo aumento del salario real. Según el Indec, el promedio de los salarios de la economía creció 2,4 por ciento en diciembre y marcó una suba de 29,4 por ciento en 2011, la mayor de los últimos años. Las remuneraciones de los trabajadores formales aumentaron 3,0 por ciento respecto de noviembre, explicando un aumento de 35,8 por ciento anual. De este modo, considerando el dibujo al alza del índice promedio de las consultoras privadas, el poder adquisitivo del salario creció 13 puntos porcentuales en el caso de los trabajadores registrados y 11 puntos para los trabajadores no registrados. Variación que es todavía mayor en relación al desacreditado índice oficial, garabateado a la baja. No hay indicios de que la negociación salarial de este año pueda hacerle perder terreno a los ingresos de los trabajadores, debido a la fortaleza recuperada de los sindicatos, la caída del desempleo y la revitalizada interna de la CGT. Por lo pronto, los bancarios consiguieron para el primer trimestre, a cuenta del acuerdo anual, un adelanto de 1380 pesos, mientras que los aceiteros rubricaron un aumento del 24 por ciento, con un básico de 6200 pesos. Los textiles obtuvieron un alza de 26 a 28 por ciento. Todas esas variaciones se ubican por encima de la inflación esperada, que ha mostrado cierta desaceleración en los últimos cuatro meses.
La suba anunciada para los jubilados del 17,6 por ciento terminó descolocando a los “ajustemaníacos”, que habían estimado una mejora sustancialmente más baja. Ese aumento es el mayor desde que rige la ley de movilidad y se aplica en momentos en que, según los miembros de esa nueva agrupación de profecías incumplidas, ha comenzado el año del ajuste de la economía argentina. A partir de marzo, el haber mínimo pasará a 1687 pesos, y en septiembre se volverá a modificar al alza. Ese monto lo cobrarán desde el mes que viene 6.879.375 personas, de las cuales 5.718.704 son jubilados y pensionados y 1.160.671 perciben pensiones no contributivas. En total, 1919 millones de pesos por mes y 24.950 millones en un año se volcarán al mercado interno, pasando a representar el gasto previsional un 6,6 por ciento del PBI, volviendo a los máximos históricos.
Trabajadores, por el lado de los salarios, y jubilados, por la mejora de los haberes, quedan excluidos del supuesto escenario de ajuste que pronostican para este año, según se desprende de esas cifras que son más rigurosas que estimaciones.
El otro frente de deseos de los “ajustemaníacos” se encuentra en el rubro subsidios. Hasta ahora la quita directa o el envío de cartas para manifestar la necesidad de preservarlo no ha involucrado áreas de sectores socioeconómicos vulnerables o medios. Sólo el gobierno conservador de la ciudad de Buenos Aires aplicó un desproporcionado aumento de tarifas en el subte que afecta a todos los usuarios sin discriminar su poder adquisitivo. La más que privilegiada clase media del área metropolitana todavía no ha sido afectada, pero no debería estar inquieta porque durante años gran parte de ella ha incorporado como propio el discurso conservador de criticar los subsidios a la luz, el gas y el agua. De todos modos, si finalmente alcanzara a ciertos sectores medios, además de a los medios-alto y alto, la eliminación parcial y gradual de los subsidios no impactaría en gran medida en la demanda interna, puesto que se concentrará en la población de ingresos más altos y con mayor capacidad de ahorro. De acuerdo con el comportamiento histórico de esos grupos sociales, no disminuirán el consumo del resto de los bienes y servicios por pagar más las facturas de luz, gas y agua, ya que tienen la capacidad de mantener su nivel de gasto sin resignar una parte significativa de su tasa de ahorro.
Con reflejos de los noventa, los “ajustemaníacos” tendrían más elementos para exteriorizar su obsesión en las economías europeas, donde podrán encontrarse con un festín. Esos gobiernos implementaron estrictos programas de austeridad fiscal con el fantasioso objetivo de restablecer la confianza de los inversores. Esos planes de ajustes de las finanzas públicas sólo contribuyeron a agravar el desempeño macroeconómico general, limitando en consecuencia la recomposición de la solvencia fiscal y elevando los riesgos sobre la estabilidad de los sistemas financieros regionales. Los casos más extremos son los de los países más vulnerables (Grecia, Irlanda y Portugal), con fortísimos ajustes fiscales como parte de las condicionalidades impuestos para recibir la asistencia financiera de la UE y del Fondo Monetario Internacional, en coordinación con el Banco Central Europeo. Las exigencias son impactantes. El ajuste fiscal acumulado requerido para Grecia es del 19 por ciento del PBI en el período 2011-2015; para Portugal, 10 por ciento del PBI en 201-2013; y para Irlanda, 8,5 por ciento en 2011-2013. Sin un paquete financiero, las políticas de ajuste fiscal, con un amplio abanico de medidas, se expandieron prácticamente a la totalidad de las economías de la Zona Euro, especialmente en España e Italia, pero alcanzando a Francia e incluso Alemania.
Si quieren ajuste, lo tienen en Europa.
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