EL PAíS › DOS OPINIONES SOBRE LA RELACIóN ENTRE GOBIERNOS, ORGANIZACIONES SOCIALES Y CORPORACIONES
Por Rubén Dri *
“El Estado por definición es monopolio y el movimiento social por definición es democratización de la decisión. El concepto de gobierno de movimientos sociales es una contradicción en sí misma, sí. ¿Y qué?” (Alvaro García Linera).
“Un fantasma recorre el continente latinoamericano, el fantasma de los movimientos sociales construyendo poder”, escribíamos en el prólogo al libro Movimientos sociales, la emergencia del nuevo espíritu (Ediciones Nuevos Tiempos, 2008).
La década del ’90 constituyó el aplastante triunfo del neoliberalismo y, en consecuencia, la mayor derrota política de los sectores populares latinoamericanos. Ante esa derrota, los militantes populares se refugiaron en la base, construyendo movimientos sociales. Una nueva conciencia se despertaba. Fue el momento de la aparición fulgurante del zapatismo que galvanizó las expectativas de los sectores populares, del movimiento de los Sin Tierra en Brasil, de los pueblos originarios, de los movimientos ecologistas, por citar sólo algunos de los más representativos.
Esta emergencia de los movimientos sociales despertó el pensamiento político aletargado y, como no podía ser de otro modo, se formularon teorías que tomaban el nuevo fenómeno como una realidad que hacía tabla rasa con todo lo anterior. La “multitud” de Toni Negri que rehúye todo tipo de organización y la tarea de transformar el mundo sin poder, de John Holloway, tuvieron su momento de triunfo.
El 2000 mostró una Latinoamérica saliendo de la noche neoliberal con gobiernos populares que interactuaron con los movimientos sociales de diferentes maneras. La nueva realidad latinoamericana exige repensar y reformular la relación entre lo social y lo político, y el caso “Famatina” pone el problema al rojo vivo.
La práctica social y la práctica política, o lo social y lo político, constituyen dos momentos de una misma totalidad. Lo social es político y viceversa, pero no lo es de la misma manera. En cierta forma, lo social se comporta frente a lo político como lo particular frente a lo universal. Son dos momentos contradictorios de una misma realidad. De su superación depende la salud política de la sociedad.
Lo social apunta a lo particular, a solucionar problemas particulares como el agua, los semáforos, el hospital, la biblioteca. Los movimientos sociales están en la base de la sociedad, tienen que ver con los problemas cotidianos, hacen a la salud de la población. Generan poder, pero no se trata de la búsqueda del poder para organizar la sociedad como un todo, porque entonces deben sobrepasar el problema particular que deben resolver.
La comunidad de Famatina, y con ella la comunidad del pueblo riojano, tienen que defender el derecho a la vida, el derecho al agua que la explotación de la mina a cielo abierto pone en serio riesgo. No tienen alternativa. No pueden permitir que se les envenene el agua, que es tan escasa en esa provincia. He estado muchas veces en La Rioja con compañeros y compañeras, escuchando cómo luchan contra la contaminación que les provocaría el proyecto de explotación de las minas de Famatina y Chilecito. Lo mismo he escuchado en Catamarca en relación con Andalgalá.
“¡Famatina no se toca!” Ese es el grito de guerra de las asambleas riojanas. Es el grito de guerra por la vida digna. Esa defensa es innegociable. Se trata de lo particular que entra en contradicción con lo universal del Estado, o de lo político, que debe mediar entre diferentes y contradictorios intereses que son expresados por los movimientos sociales.
“Famatina”, debido al poder que los asambleístas han logrado crear obligando al poder político a posponer el proyecto de explotación a cielo abierto, se constituye en un caso testigo para la política del movimiento nacional y popular. Ahí aparece la contradicción a la que se refiere García Linera, esa contradicción que obliga a veces a Evo Morales a corregir determinadas políticas.
La explotación de minas a cielo abierto tal como fue programada ha sido herida de muerte en Famatina. ¿Qué hacer entonces con las minas? Ninguna solución es posible sin escuchar a las bases, al pueblo expresado en las asambleas que son movimientos sociales que expresan intereses vitales de la población. La reacción expresada en las asambleas no es meramente afectiva. Los sectores populares “sienten” y “piensan”.
Lo que debiera estar claro es que la contradicción entre los movimientos sociales y lo político expresado por el Estado no es accidental, no depende de la testarudez de los asambleístas sino de la dura realidad. Hegel le reprochaba a Kant su ternura con la realidad, que lo llevó a echar la “culpa” de las contradicciones en el sujeto.
Las contradicciones deben ser vistas desde abajo y desde arriba, desde los movimientos sociales y desde el Estado. Este no puede hacer tabla rasa con ellas, como tampoco lo pueden hacer los movimientos sociales. No hay proyecto alternativo a la explotación de las minas a cielo abierto sin la participación activa de las bases, de los asambleístas.
La articulación entre lo social y lo político, entre los movimientos sociales y las estructuras políticas, constituye un momento esencial en los proyectos nacionales y populares transformadores que recorren el continente latinoamericano. En algunos países, como Bolivia y Ecuador, esto aparece con claridad meridiana. Tal vez sea Bolivia el caso más impactante. Nadie puede negar que allí se está produciendo una revolución con características realmente novedosas, cuyo fundamento hay que buscarlo en la articulación contradictoria que se logró entre los movimientos sociales, especialmente de los pueblos originarios y mestizos, y el Estado.
Los movimientos sociales, en su práctica de resolver problemas particulares, esenciales para su vida, no deben perder de vista que sólo lo pueden lograr en el marco de un proyecto político abarcador que debe articular otras contradicciones, o sea, en el ámbito de un movimiento nacional, popular y, ahora es necesario agregar, latinoamericano, porque el fantasma de los movimientos sociales se cierne sobre todo el continente. “¡Famatina no se toca!” ¿O se toca de otra manera? Hemos visto que el “que se vayan todos” fue necesario, pero insuficiente. Si Famatina se ha de tocar de otra manera, no se lo podrá hacer sin la participación activa de las asambleas.
* Profesor consulto de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
Por Esteban De Gori *
Los nuevos gobiernos progresistas y de izquierda en América del Sur han reactualizado conceptos, léxicos y vocablos que remiten, entre otras cosas, al complejo lenguaje republicano que se construyó en las travesías autónomas y nacionales. Es decir, pareciera que los festejos de los inicios de las revoluciones autonomistas han colaborado en la reconfiguración de las palabras presidenciales y han forjado un nuevo escenario discursivo. Incluso ese vocabulario republicano –que no es homogéneo en los distintos países– ha logrado instalarse en gobiernos que apelan a un nuevo socialismo.
Entonces podemos advertir que un republicanismo del bien común se reactualiza con la recuperación de la autoridad estatal y presidencial, con la conmemoración de los bicentenarios, con la puesta en práctica de neodesarrollismos incluyentes y con las tensiones que se suscitan en la búsqueda de mayores niveles de igualdad. Asistimos a un momento republicano que no sólo se inscribe en un cambio de época sino que pareciera forjarse en el litigio –con más o menos intensidad– con estructuras desiguales y grupos económicos concentrados. Grupos que, paradójicamente, muchos de ellos, se han beneficiado con el “modelo” de bienestar que proponen estos gobiernos. Pero, pese a ello, no es el momento republicano soñado por las derechas que reivindican abstractamente la división de poderes, la naturalidad de las desigualdades y que asocian liderazgos con tiranías sino que es un momento donde se presenta la dramaticidad y tensión que provoca la búsqueda de horizontes igualitarios en el orbe capitalista.
A su vez, este republicanismo compone una escena discursiva que sitúa el conflicto entre grandes y pueblo, que posee sus líderes, que se apropia de gestos antielitistas, que articula intelectuales que pueden sustraerse de las liturgias de la obediencia y que enriquece la idea de bien común con potentes metáforas de las simbologías cristianas, “jacobinas” e indígenas. Es decir, los nuevos gobiernos no sólo intentan realizar un esfuerzo económico que los coloca ante la disyuntiva de limitar o avanzar radicalmente sobre el poder de los grupos económicos sino que se esfuerzan por redefinir los términos de las culturas políticas de sus países. Por ello observamos la intensa circulación de las palabras presidenciales, la puesta en marcha de la recuperación simbólica de ciertos procesos y personajes históricos, y una potenciación de una escena cultural orientada a la formulación de nuevas subjetividades. Ahora bien, ese léxico republicano se enfrenta a un problema agonal, ya que transita entre la pugna que supone la idea bien común (la cual a su manera apela a una mirada universal de la reparación social para todos y todas) y los intereses e identidades colectivas. Es decir, en esa pugna “pendular” no sólo se recrea la fortaleza del propio léxico republicano sino todas las tensiones de fondo entre una concepción (general) del ciudadano y de los intereses particulares. Es decir, la institucionalidad gubernamental está atravesada por el conflicto entre la “revolución de la ciudadanía” y de “los intereses –a veces, muy atendibles y pertinentes– de los actores”. Pero como no existen ciudadanos “puros”, ni intereses sectoriales escindidos de cualquier idea de comunidad, el decisionismo presidencial intenta construir en esa intersección conflictiva un criterio de lo justo. En este sentido, en la actualidad, la discusión por lo justo posee un mayor material político que en otras épocas. Su persecución, entonces, estaría en establecer cómo se realiza y efectiviza la idea de bien común y, a su vez, cómo se interpela y convoca a sus futuros beneficiados. Entonces, ¿cómo se define esta idea? Aquí deben reconocerse que las nuevas elites políticas han construido los enunciados de “vivir bien”, “buen vivir” o “vivir dignamente”. Definiciones que intentan ser efectivizadas a partir de un proceso económico que busca hacerse paso entre el igualitarismo, la libertad, las amenazas que implican un renovado extractivismo y el poder económico de grupos concentrados huérfanos de representaciones políticas fuertes. Pues bien, en cómo lidiar con estas aspiraciones y amenazas parece encontrarse una de las claves para ampliar la base política de los nuevos procesos. Por lo tanto, la búsqueda del bien común se vincula ineludiblemente con dotar de mayor adhesión y complejidad a la política, pero también se vincula con una identificación de los sujetos a ser beneficiados y dirigidos. En este sentido, ¿qué actores definen bien común? Una primera respuesta: su definición se articula con la reconstitución de la autoridad presidencial y su capacidad de negociar, interpretar y limitar intereses. Una segunda respuesta: lo definen las nuevas elites gubernamentales bajo la lógica de una interpretación de los intereses sociales que no siempre se “ajustan” directamente a lo que planteaban primigeniamente los representantes sectoriales. Tercera respuesta: los actores considerados construyen en el conflicto entre una idea de bien común y la significación de los intereses particulares un criterio de lo justo que les permite orientarse en la escena política. En este sentido, ese criterio parece basado en una fórmula inestable y potente: limitar a los poderosos, pero con la condición de, a veces, no realizar en su plenitud lo planteado por intereses particulares. De esta forma, no siempre la ampliación de derechos ciudadanos se corresponde directamente con los derechos que exigen las organizaciones sino que el fin último parecería ser ajustarse a una concepción de ciudadano que desborda lo particular. Es decir, en ese punto se juega un republicanismo actual que se presenta como una lectura realista del poder, que sopesa razones estatales, que trabaja con la amenaza constante de los grupos concentrados y con el reclamo razonable de organizaciones sociales.
* Doctor en Ciencias Sociales, docente de la UBA e investigador del Conicet.
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