EL PAíS
› OPINION
De Bagdad al 27 de abril
› Por Eduardo Aliverti
Cualquiera que haya tenido una posición crítica sobre la masacre de los cómplices anglo-norteamericanos (una mayoría del planeta, es decir) se siente un tanto minusválido por estas horas. No se trata de haberse equivocado, naturalmente, sino del abatimiento que produce esa victoria asesina. Pero hay diferencias.
Por ejemplo: un analista, un periodista, un filósofo o un ciudadano de cualquier oficio o profesión que viva en el mundo desarrollado, sabe que por eso mismo juega en primera y que tendrá la posibilidad de intervenir, de muchas maneras, en el debate y la acción que permanecerán abiertos acerca de la barbarie desatada por los “aliados” (con la casi segura excepción del pueblo norteamericano, a quien muchas voces lúcidas se animan ya a definir como una masa de ignorantes teledirigidos).
En cambio, piénsese sin ir más lejos en los hombres y mujeres intelectualmente inquietos de un país como la Argentina en un momento como éste. No es que no tengan nada que decir ni muchísimo menos, y de hecho fue aquí donde se encuestó la mayor condena popular a la invasión, junto con España, de todo el orbe. Hubo artículos periodísticos y debates públicos de alto nivel, y el tratamiento mediático de la “guerra” mejoró y mucho respecto de otros conflictos en los que la presencia de Estados Unidos signaba, a priori, la dirección ideológica (dicho sea de paso, si esta vez la cosa fue distinta se debió, entre otros motivos, a que la unánime oposición a los invasores “cercó” la tendencia de quedar bien con el amo). Pero a esa fuerte actitud de repudio y de estatura analítica le faltó un acompañamiento. Se notó una ausencia igual de obvia que de repudiable: la del conjunto de la dirigencia política. Y cabe englobar allí no sólo a las figuras partidarias, sino también al grueso del campo sindical y empresario.
La carnicería de yanquis e ingleses no mereció más que un par de frases de circunstancia por parte de los descafeinadísimos candidatos que en un par de semanas competirán nada menos que por la Presidencia de la Nación. Los partidos como tales, con la única y natural excepción de las fuerzas de izquierda más tradicionales, no se preocuparon siquiera por la divulgación de algún comunicado; polémico, aunque sea (y si lo hicieron no lo advirtió nadie, y si no lo advirtió nadie es porque lo quisieron así). Cualquier acto de campaña podía ser aprovechado, incluso por mera demagogia, para dedicarle alguna oración de ataque a Bush. Cualquier medio de comunicación hubiera estado abierto a la opinión sobre la “guerra” de quienes aspiran a regir políticamente la vida argentina, en las elecciones presidenciales o en el resto del galimatías comicial de este año. Nada. Pero nada de nada (y de vuelta: que no vengan con que algún comité distribuyó una gacetilla, o que en tal programa hicieron declaraciones, o que en tal diario escribieron una columna, porque se está hablando de un compromiso en serio respecto de una avanzada al mejor estilo nazi que tuvo/tiene en vilo a media humanidad).
Esta indiferencia espantosa tiene potenciación de símbolo en torno de lo que les espera a los argentinos institucionalmente, a menos que sean capaces de torcer el rumbo. Hay dos posibilidades: o así como no dicen nada sustantivo sobre sus programas de gobierno no lo hacen acerca del renovado gendarme universal porque no tienen la menor idea de qué decir, o alguna idea tienen pero en campaña resuelven esconderla porque desnudarían que sólo se les ocurre permanecer bajo la égida del Imperio. En ese sentido el único sincero es Menem, en tanto bestia más salvaje de la derecha. Lo más probable es que rija un mix de ambas opciones: desde ya que ninguno de los candidatos con chances plantea líneas confrontadoras con los Estados Unidos, pero a su vez estamos ante una dirigencia de espeluznante mediocridad intelectual. A más de pusilánimes, entonces, es altamente atendible que en realidad no sean capaces de dimensionar que está en juego una crisis inédita en el propio corazón del capitalismo, pormucho que ello no augure su extinción hasta donde da la vista. Que no entiendan ni la profundidad de la grieta abierta con la Unión Europea, ni el alcance que puede tener en todo el mundo el sentimiento antinorteamericano, ni el impacto en la estrategia de Washington frente a una Latinoamérica que amenaza con ser esquiva a algunos o muchos de sus intereses (Venezuela y Brasil están allí para testificarlo).
Durante veinte días, la invasión sirvió para despedazar iraquíes pero también para atender al futuro mundial en términos estratégicos y geopolíticos. Por estos lares, ese tipo de debate venía, hace rato, reducido a unos pocos ámbitos académicos y mediáticos. La “guerra” los resignificó y, aunque decirlo no rinda tributo a la sensibilidad, desplegó tanto horror como herramientas de discusión, de pensamiento, de advertencia. Acabado el campo de batalla, y por más que sea cuestión de estar más atentos que nunca a los próximos pasos del monstruo norteamericano, por aquí se volverá a Kirchner, a Rodríguez Saá, a Carrió, a López Murphy. A Menem...
Uno no está diciendo que se necesitaba una guerra para saber cómo piensa esa gente, pero en todo caso si sirvió para aprender o ratificar que encima piensan muy poco. Y para repreguntarse, ya que estamos, qué pasó en esta sociedad como para que se vaya a dirimir entre ellos nada menos que la conducción política de la Argentina.