Dom 26.02.2012

EL PAíS  › OPINION

Lucas

› Por Horacio González *

El lenguaje siempre vacila, es lo que siempre y primero vacila. Decir tragedia, accidente o masacre no es lo mismo. Pero tenemos a disposición un elenco de palabras que habitan nuestro lenguaje como restos fósiles de frases jurídicas, políticas, sentimentales. “Error humano”, “falla técnica” son los andamiajes de nuestro verbo ciudadano, que para simplificar llamamos clisés y que un lingüista puede llamar sintagma, como una plaza griega. Somos ciudadanos que pendulamos –si preferimos no ver nuestro lenguaje como un ejercicio político sistemático– entre el error humano y la culpabilidad de las estructuras, de los ensambles institucionales, de las administraciones. Buscamos nuestras palabras como revolviendo el bolsillo de un saco, en un debate interno con nuestro diccionario disponible y con el modo en que los medios de comunicación van hablando o cómo en nuestro trabajo se va hablando y opinando. Preparamos nuestra conciencia para recibir la iluminación por fin amasada: del tren del Once estoy hablando. Tragedia, Accidente, Falla Estructural, Culpables Institucionales, Responsabilidades Empresarias, Cuestión de Estado... La gradación de nuestras frases va subiendo y bajando en un ejercicio de reubicación de nuestra conciencia ya suficientemente percudida por ser nuestra propia porosidad conceptual atropellada, horadada por la vida en una gran metrópolis caracterizada por las maquinarias públicas, técnicas, y las grandes aglomeraciones. Una terminal de trenes es un gran hangar de vidas multitudinarias apretadas, rápidas, condensadas en un vago peligro que a veces se consuma.

Poco sabemos, muchos de nosotros, sobre lo que es un acontecimiento colectivo que se resuelve en un cataclismo radical, que trastoca súbitamente la existencia de los que lo vivieron. Mido mi condición ciudadana por estas omisiones, los lugares de ese tipo donde no estuve y frente a los cuales me dispongo a hacer la prueba de fuego de una moral pública que estuvo al margen de cualquier hecatombe urbana. Qué hubiera hecho yo ahí, cómo me hubiera comportado, de qué modo me alcanzaría el estremecimiento de unas chapas, el humo asfixiante de un techo alquitranado, y si hubiera entrado a rescatar a alguien, y si hubiera cegado mi conciencia relacional o solidaria ante el pavor ineluctable que me obligaría a encerrarme en mi pequeña cifra de salvación. Eso, si hubiera estado. No lo sé y soy de los muchos ciudadanos que tiene pocas posibilidades de saberlo: no viajo en ferrocarril en las horas pico, no participo de grandes aglomeraciones, no voy a locales danzantes, apenas poseo los últimos segmentos de una vivencialidad de los festejos o convocatorias políticas de calle, por los motivos que nunca dejan de abundar.

Como todos, vi los hechos de la estación Once por la mañana, los vi mientras me cortaban el pelo en una peluquería. Me pareció primero una transmisión de Orson Welles –aquel célebre ejercicio de simulación de una guerra de los mundos–. No podía creer que estuviera ocurriendo eso. Pero reconocí de inmediato en la propia transmisión los indicios de realidad. El tono del relato, el cartel catastrófico en el lugar inferior de la pantalla, una cámara fija que dejaba adivinarlo todo. No dije que el peluquero interrumpiera su tarea, ni dejó de estar siempre la tevé prendida, ni él ni yo dijimos nada en esa rara escena milenaria que sucede entre la cabellera resignada de uno y las manos entijeretadas de otro. Hay silencios graves de peluquería. Pasaron unos días y fuimos contemporáneos de los cómputos y retazos de palabras, fragmentos de historia en los que lo obvio se hace fantasmático; éramos contemporáneos de los medios de comunicación; ni críticos ni embobados, simplemente contemporáneos. Absolutos poseedores, como ellos, de preguntas amorfas que eran lo suficientemente ociosas como para hacernos saber que nada había para preguntar excepto lo inquisitorialmente posible, aquello de más inocente pero estremecedor: en qué hospital estaba el sobreviviente, cómo fue que el destino no cruzó en él sus fulminaciones, como los hierros retorcidos hicieron su selección darwinista en medio de un oscuro azar. Era la real vida cotidiana cortada interrumpida bruscamente en un momento cualquiera que adquiría la malignidad de un horario preciso: 7.52, 8.02...

Escuchamos declaraciones de los funcionarios de las áreas involucradas. Y la búsqueda de Antígona del familiar fallecido a las puertas de la ciudad. Nunca hay palabras preparadas para abordar un abismo. Nos sale en esas ocasiones lo que realmente somos en ese habitáculo que proporciona el límite de nuestro idioma. Somos desafortunados y no mucho más que usuarios infaustos de la capacidad de nombrar, sobre todo si algo oscuro se nos retuerce –como el hierro retorcido de las tragedias contemporáneas– en el interior de nuestra conciencia cívica improvisada. Ella querría suponer que lo que ocurrió no hubiera ocurrido, indagar si terriblemente hubiera habido una remota responsabilidad en los sacrificados, o si finalmente fueron las estructuras que sobrevuelan nuestras cabezas –económicas, financieras, más o menos anónimas– las que habría que investigar para saldar la culpa, las culpas de todo tipo.

El fogonazo de la tragedia lo ilumina todo, y también a nuestra lengua ociosa. Para todos, el error humano, si lo hubiera, no nos inhibe de pensar en el verdadero escándalo de la filosofía y la política: el fallo de los sistemas y las responsabilidades que de allí se deducen. Las historias se van entrelazando, las poderosas ventosas de escucha de los medios permiten acciones, enjuiciamientos, gritos, comentarios, llantos. Está el héroe rescatista, que son esos cuerpos uniformados del Estado, del que se recorta siempre una figura singular, alguien que se pone en riesgo más que otros, que cumple más allá de los límites de por sí riesgosos, como respuesta deseada de los servicios públicos que repentinamente iluminan a alguien dotado de capacidad de sacrificio, que brota del drama sin saberse cómo o que ya estaba ahí a la espera. Todos, no obstante, son felicitables; en circunstancias excepcionales, no es difícil adivinar repentinamente qué cosa piensa cada cuerpo por cada conciencia insospechada que mora en él.

Y con el pasar de las horas se van afinando, del lado de los sacrificados que estaban inmersos en su vida diaria, esos viajeros del tren, encarcelados en esos embalajes trágicos, algunos rasgos biográficos. Nombre, fotos, una familia busca a quien ya se sabe quién es, que fue filmado entrando al tren en la estación de vago nombre familiar pero desconocida para muchos, la lejana San Antonio de Padua. Y él, que ya sabemos que es Lucas, no está en los hospitales, en la morgue. ¿Dónde está? En el tren pareciera que no, las revisiones ya se han hecho, ese nervioso hurgar de los rescatistas, más que verlo, lo imaginamos en el charco desolado de nuestra imaginación. Habían quedado los asientos apilados, los plásticos derrotados, el encimamiento mortal de una mole sobre otra, vacío de los cuerpos que habían sido alcanzados por la atroz mezcla de hierro y mochilas desparramadas.

Se había generado la esperanza de Lucas, pronto rendida. Así se componen las imágenes en las catástrofes completas; se despliegan como cartas aciagas que ofrecen módulos de frases, pequeños juegos de esperanza, la reunión de espera, el anhelo de los familiares, el esbozo de una historia que va adquiriendo contundencia, nombre, cuerpo, domicilio, oficio. Somos contemporáneos siempre del relato de algún movilero. No deja de ser un arquetipo todo lo dicho, pero estaba emergiendo un nombre, es Lucas, el chico del call center, que entraba a trabajar temprano y hablaba con cientos de desconocidos en la rutina verbal de un día de su trabajo. Y de repente, supimos que siempre había estado allí, entre las hojas de acero, que la esperanza había sido un trazado inútil, que la línea divisoria que ese hierro crispado de la tragedia no le había permitido soltarse, convertirse en el espectro que vagaba por la ciudad encarnando en su mismo ignoto itinerario la expectación colectiva, hasta reintegrarse a los suyos.

Yacía en su martirio, provocando otro golpe en nuestra oscura conciencia que miraba, como miles y miles que miraban. Esos medios miraban por nosotros que también miramos, y reside en esos actos el tema de los rangos y éticas de la mirada de la modernidad ineluctable, la busca sobre el destino, respecto de si trazó de algún modo su línea divisoria final o fue magnánimo en su latigazo de acero. Meditemos sobre esas escenas, que implican la manera inesperada en que se va revelando nuestra pobre fenomenología de la conciencia. Y cuando sabemos algo, al apagarse el tejido de la espera, ya no somos los mismos, aunque poco a poco se reintegran nuestros pensamientos habituales a los pensamientos permitidos. Está Lucas de por medio, anónimo para nuestras vidas y ahora símbolo de una desdicha indefinible, encerrado en algún oscuro gabinete de nuestra memoria, como biografía inconclusa que nos interpela a nosotros mismos. No sin una lejanía agobiante que remediamos un poco aleatoriamente, apelando a su nombre –y yo lo pongo de nombre de un escrito–, y sin saber si a esto lo llamamos plegaria spinettiana, reflexión política, padecimiento solidario o intento de un hombre grande de volver su pensamiento a las raíces sufrientes de la existencia colectiva.

Es necesario ahora pensar este tema acuciante de la realidad argentina, además de los que nos han visitado en las últimas semanas: es preciso, como esfuerzos nuevos, esfuerzos entre muchos, habilitar socialmente los medios para la reforma del sistema ferroviario argentino y del completo andamiaje del transporte masivo. Hay allí fórmulas anidadas de viejas y nuevas injusticias, procedimientos anómalos, rutinas administrativas incorrectas. Y la tragedia se desglosa en las suma de responsabilidades de la “banalidad del mal burocrático” y en el resto que queda en nuestro espíritu de compasión y oscuras hipótesis retrospectivas, que nuestras vidas necesitan generar como sustancia rehabilitadora.

Lucas como el nombre de uno, el nombre del muchacho que pudo haber salido caminando, aturdido, ser compañero por un día de nuestras calles como un anónimo a ser rescatado, y sin embargo se lo llevó en ruido súbito, el descuido fatal de los sistemas fabricados y regidos por los hombres. Un nuevo giro en nuestras vidas públicas es necesario, porque no sabemos hasta qué punto a nuestro compromiso –que tiene muchas facetas y fallas– le llega el momento único e indescriptible en que solo debe resumirse en intensificar la capacidad pública, colectiva, institucional de amparar vidas. Es lo que finalmente enseña nuestro lenguaje, que lo sabe aun cuando vacila.

* Sociólogo. Director de la Biblioteca Nacional.

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