EL PAíS › OPINION
› Por Juan José Panno
A un entrenador extraordinario como Marcelo Bielsa se lo defenestró porque el equipo que dirigió en el Mundial de Corea-Japón se tuvo que volver en la primera ronda, después de perder con Inglaterra y empatar con Suecia.
A Alfio Basile nunca se le perdonó que Argentina perdiera la final de la Copa América de Venezuela, a pesar de las brillantes actuaciones de todo lo anterior en el mismo torneo. A la Brujita Verón, que tanto le dio al fútbol argentino, se lo condenó porque tardó demasiado en patear un corner el día que la Selección Nacional quedó eliminada en un Mundial. A Maradona se lo puso en duda cuando Argentina no pasó de la primera fase en el Mundial de España, en el ’82.
A la Máquina de River, en su momento, se le criticaba que metía pocos goles. A un grande como Amadeo Carrizo lo recibieron a monedazos cuando el equipo nacional cayó por goleada ante Checoslovaquia en el Mundial de Suecia. A cracks indiscutibles como Ricardo Bochini y Hugo Orlando Gatti se les cuestionaba que nunca jugaron en Europa y al Beto Alonso que jugó poco. Ejemplos como estos se pueden encontrar de a cientos revisando nuestra propia historia.
A Lionel Messi le caben las generales de estas leyes que imperan casi desde siempre en el fútbol argentino. Por estos lares, los caminos de la idolatría resultan complejos, llenos de baches y de escollos. Tal vez por todo eso resulta casi natural que las tres cuartas partes de los argentinos de la encuesta piensen que Messi debería ganar un Mundial para consagrarse como ídolo en su país, a pesar de que el 81 por ciento de esos mismos consultados lo considera el mejor jugador del fútbol del mundo.
Es decir, lo tienen como el mejor de todos, pero no alcanza para la consagración como ídolo. Es así, sin vueltas. Y como el muchachito es consciente de eso, cada vez que Argentina entra a la cancha se siente en la obligación de demostrar que rinde tanto o más con la camiseta albiceleste que con la blaugrana. Lo miran con recelo y él se sobreexige. Juega bien, suele ser el mejor del equipo, ganó casi solo un Mundial juvenil, genera más jugadas de gol que cualquiera de sus compañeros, pero nada de eso es bastante. En Catalunya lo cuidan, lo protegen, lo miman y por eso sale al Nou Camp como si estuviera en el patio de su casa natal en Rosario. Aquí lo hacen responsable muchas veces de lo que no pueden sus compañeros de equipo, que en general no tienen el nivel de los actuales futbolistas del Barça. Messi debe combatir, además de todo, contra el fantasma de Maradona, que sí ganó un Mundial de mayores y se las ingenió pese a estar lesionado para llevar a la Argentina a la final de otro Mundial. Diego, en otro contexto, tenía tal vez menos condiciones técnicas, pero más carisma, más vocación de líder y más presencia ganadora.
Aquí, en su país natal el pibe tiene que jugar por él y por los demás y se los tiene que gambetear a todos: a los rivales, a los escépticos, a los que lo acusan absurdamente de pesetero, a la realidad de un fútbol argentino devaluado y sin brillo, a sus propios temores y a la sombra de Maradona. Es demasiado. Lo bueno es que pese a todos estos condicionamientos internos y externos seguirá ubicado en un plano al que sólo accedieron antes los genios como Maradona, Pelé, Cruyff, Di Stéfano y paremos de contar.
Y ya que estamos paremos de pedirle tanto.
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