EL PAíS
“Vemos una clara escalada represiva contra nosotros”
El desalojo de la fábrica Brukman no es un caso aislado: este verano se vio un claro aumento de la represión policial y de las amenazas a fábricas autogestionadas, asambleas, piqueteros y otros grupos activistas y movimientos sociales.
› Por Irina Hauser
El lunes pasado la policía desalojó a la asamblea barrial de Lezama Sur, que realizaba sus actividades comunitarias en una sede abandonada del ex Banco Mayo, donde también funcionaba gran parte del equipo de Indymedia Argentina, un centro de comunicación independiente clave. El viernes a la madrugada, cerca de 300 uniformados arremetieron brutalmente otra vez contra los trabajadores de Brukman, la fábrica textil autogestionada desde hace un año y medio. Durante la misma semana, la mayoría de los candidatos presidenciales –y con especial dedicación Carlos Menem y Ricardo López Murphy– centraron sus discursos de campaña en la expulsión de los piqueteros de las calles. En batallas verbales disputaron quién reprimirá más fuerte a los desocupados organizados. Ni los aprietes, ni los desalojos, ni la criminalización de la protesta son nuevos, pero es cada vez más claro que forman parte de un mismo rompecabezas.
En una pequeña carta que hizo circular por Internet, el Chango, un vecino humilde de la Asamblea Popular Caminito, daba la noticia de que junto con sus pares acababa de recuperar una ex sede bancaria en la Boca e instalado allí un comedor. Fue algo muy especial para una asamblea que no hace mucho descubrió varios chicos desnutridos entre su gente, una situación favorecida por la dificultad en el acceso a los bolsones de comida. Confesaba el Chango, a la vez, su temor porque “varios locales de asambleas han sido desalojados”. No entiendo, acotaba, por qué “el Gobierno y muchos vecinos desinformados no nos apoyan” en vez de “considerarnos enemigos”. Lo que lo desconcierta es cómo puede ser que los dirigentes políticos ataquen los emprendimientos positivos de distintas organizaciones sociales en lugar de alentarlos o protegerlos o incluso capitalizarlos.
La máquina de expulsar y amedrentar se dirige al activismo que, aunque en algunos casos preexistente, cobró ímpetu después del 19 y 20 de diciembre de 2001. Para actuar suele invocar la propiedad privada o algún otro argumento económico y se mete en aquellos espacios que vienen mostrando ser laboratorios de proyectos transformadores (algo de lo que la dirigencia política carece): empresas o edificios deshabitados y reconvertidos en comedores o centros culturales por vecinos y desocupados, fábricas quebradas o vaciadas resucitadas por sus obreros, instituciones públicas o privadas rescatadas por asambleístas.
Uno tras otro
Cuando los ex obreros de la fábrica Sasetru, en Avellaneda, comenzaban a hacer funcionar la empresa alimentaria que llevaba 19 años cerrada, llegaron 700 policías para echarlos, reprimiéndolos con balas de goma y gases lacrimógenos. El abogado de los trabajadores fue detenido.
El 23 de marzo, 50 efectivos de Infantería entraron al predio recuperado por el Movimiento de Trabajadores Desocupados (MTD) de San Telmo para sacarlos apuntándoles con sus ametralladoras y llevarse cuatro detenidos.
El 11 de abril un pelotón de Infantería reprimió a un grupo de cartoneros que había cortado el Puente La Noria. La televisión mostraba arrestos, pero la policía los negaba.
La asamblea popular de Parque Avellaneda, que tiene un comedor que atiende a más de 150 personas por día, fue atacada a balazos. Los caceroleros de Boedo fueron desalojados del local de una veterinaria vacía donde hacían sus actividades y los de Haedo y Paternal están hace días bajo amenaza de correr la misma suerte.
Los asambleístas de Córdoba y Anchorena, que batallan hace un año para que el Centro de Salud 11 funcione y distribuya leche a los pobres, habían sido invitados por las autoridades a una reunión. Al llegar a la cita, hace dos viernes, los esperaba un cordón policial y el anuncio de que la directora les había iniciado una causa judicial por una toma pacífica del lugar que habían hecho días antes para debatir cómo sacarlo a flote.
La asamblea de Floresta, que nació con las protestas por asesinato de los tres chicos de ese barrio a manos de un ex policía, sufrió hace dos semanas el secuestro con torturas, por 36 horas, de uno de sus miembros.
En los mismos días, la Justicia de Salta encarceló a cuatro piqueteros.
En todos los desalojos de viviendas donde aparecen organizaciones sociales resistiendo hay un gran despliegue de fuerzas de seguridad. El caso del Padelai, en San Telmo, fue impresionante. La policía valló tres cuadras a la redonda. El operativo dejó más de 10 heridos y 50 detenidos.
Hay montones de otros ejemplos por todas partes. Cada día hay alguien tratando de correr a los campesinos de las tierras que trabajan o de subir a los piqueteros a la vereda con el argumento de que “perturban el tránsito”.
En alerta
El predio donde venía funcionando la asamblea de Lezama Sur, en la Boca, tiene el plus simbólico de haber sido uno de los primeros en ser ocupados por vecinos autoconvocados, de haber pertenecido a un banco que traicionó a sus clientes y de ser sede de uno de los pocos medios de comunicación abocado a mostrar cada paso de los movimientos sociales en efervescencia. En el desalojo, la policía se llevó los equipos de los periodistas, una tirada impresa de su periódico y fotos de otros desalojos.
La expulsión de la asamblea Lezama Sur, a la que el viernes se agregó la de la textil Brukman –que estaba tomada y produciendo bajo el control de sus obreros–, terminó de decidir a un enorme grupo de intelectuales y académicos a intentar conformar una “red antirrepresiva”.
“Vemos una clara escalada represiva, que se acentúa en un momento de vulnerabilidad de los movimientos sociales donde convergen dos cuestiones: en el orden electoral, la derechización del gobierno y de la política, y en el orden interno de las organizaciones, más allá de la movilización, aparece una fragmentación preocupante. Es cierto que la contienda electoral produce realineamientos internos, pero a su vez tiende a imponerse más una lógica de conflicto que de cooperación. Como intelectuales creo que debemos unificar posiciones en torno de un discurso antirrepresivo antes que ahondar las contradicciones políticoideológicas”, analiza la socióloga Maristella Svampa. A ese panorama, dice, se suma “cierta naturalización del accionar represivo, ligada a que hay poca información y a que parece estar cerrándose ese espacio de resonancia que se había abierto en las clases medias y las fuerzas sociales movilizadas”. “A raíz del 26 de junio, cuando la gente se movilizó para denunciar los asesinatos de Maxi Kosteki y Darío Santillán, parte de la sociedad descubrió otras dimensiones de las organizaciones piqueteras –por ejemplo, el trabajo solidario–. Pero eso se está perdiendo. Sectores otrora llamados ‘progresistas’, asustados por el (supuesto) ‘desborde social’, terminan avalando en nombre de la ‘gobernabilidad’ candidatos que proponen salidas duras y neoliberales”, completa Svampa.
Días atrás circuló un pequeño escrito de la periodista canadiense Naomi Klein, que llamaba a no subestimar los desalojos, poniendo énfasis en el caso de Indymedia, “un genuino medio comunitario”, describía. “El gobierno local (argentino) cuenta con que mientras el mundo está enfocando una guerra masiva, las pequeñas batallas locales pueden parecer poco importantes. Por favor, ayuden a la campaña antidesalojo”, convocó. Su mensaje se sumaba a otro, de preocupación, enviado por activistas de Amsterdam después de varios desalojos. “¿Vamos a dejarlos pasar?”, preguntaron. “Coordinemos protestas en las embajadas y consulados y cualquier otro sitio de los poderosos de argentina”, fue su propuesta.
Norma Giarraca, socióloga rural, piensa en voz alta: “¿Qué quiere el Gobierno, qué quieren los políticos? ¿Demostrar que va a terminar con los movimientos sociales antes de las elecciones? Es insólito que con la creatividad que estas organizaciones demuestran para crear condiciones de vida, los ataquen en lugar de apoyarlos. Es que viven aferrados a las encuestas. Se ha visto en países exitosos que se pueden mantener, por ejemplo, estructuras económicas mixtas, o sea, tener grandes empresas y políticas para otros emprendimientos autogestivos, campesinos, lo que sea. Pero aquí hay una gran intolerancia, el neoliberalismo más fundamentalista que llevó al país a la crisis. Esto es lo que tendrían que estar discutiendo los candidatos después del 19 y 20 de diciembre”.
El poder político, por lo pronto, parece desnudar a través de los desalojos e intimidaciones de índole diversa, su reacción ante la debilidad más profunda y frente a la certeza de la falta de legitimidad con que tendrá que lidiar cualquiera que llegue a ser gobierno. Para los movimientos sociales emergentes, este escenario señala un momento de puesta a prueba de su capacidad de cohesión, proyección y resistencia.