EL PAíS › OPINION
› Por Martín Granovsky
El colmo del mago, damas y caballeros, es creerse su propia magia. En política, los fanáticos de la conspiración son incapaces de distinguir entre dos hechos reales porque prefieren otro enfoque: forzarlos para que puedan ser interpretados por su costado folklórico.
Desde que comenzó la discusión sobre el control de YPF por parte del Estado, los magos advirtieron: “Ojo, a ver si la Argentina entra en una Malvinas bis”. Debía leerse así: “El pueblo argentino siempre festeja épicamente las decisiones que estimulan la fibra nacional y después olvida, pero termina sufriendo las consecuencias”. Cuando el debate avanzó, la advertencia se convirtió en pronóstico: “El país está envuelto en una psicosis colectiva nacionalista que exalta el control de YPF pero no repara ni en los detalles ni en sus efectos”. En cuanto a los sectores de oposición que votaron a favor, en general, del proyecto enviado por el Poder Ejecutivo, se trataría de seguidistas incapaces de esquivar la oleada de exitismo popular. Una ola supuestamente creada y manejada a voluntad desde la Casa Rosada.
Si por un momento, como simple hipótesis, se aceptara esta visión entre mágica y conspirativa de la realidad, ¿hay algún modo de examinar si tiene origen real?
La encuesta del Centro de Estudios de Opinión Pública que se publica en estas mismas páginas revela un 80 por ciento de apoyo al control estatal de YPF. La concepción según la cual un recurso estratégico como el petróleo debe estar en manos del Estado es aún más popular: cree eso el 87 por ciento de los consultados.
Cuando la Cristina Fernández de Kirchner anunció, el 16 de abril, que enviaría al Congreso el proyecto de expropiación de la mayoría de las acciones de Repsol, provocó sorpresa. No todos, ni mucho menos, esperaban esa medida, o la conjeturaban pero no la esperaban en ese momento.
Pero, ¿es sorprendente y repentino el apoyo popular?
En 2011 la Presidenta ganó en las primarias abiertas para la candidatura y después obtuvo el 54 por ciento en las elecciones del 24 de octubre.
Ante los dos hechos, el sociólogo Eduardo Fidanza, uno de los directores de la consultora Poliarquía, dijo que sus encuestas revelaban un estado de opinión pública sobre el Estado. En cada sondeo siempre eran abrumadoramente más los que querían más Estado que quienes recelaban ante su presencia. Los partidarios de alguna regulación superaban ampliamente a los liberales económicos. Eran más los que observaban con simpatía el acercamiento al resto de Sudamérica que quienes lo resistían.
“Más del 60 por ciento de la población está hoy de acuerdo con un papel protagónico del Estado en la economía, con una participación importante de éste en la propiedad de las empresas privadas; con la continuación de los juicios a los militares y con la no intervención de la fuerza pública en casos de protesta social que afecten a terceros”, escribió Fidanza el 3 de agosto, antes de las primarias y las presidenciales en La Nación, con el título de “Fortalezas e ilusiones del Gobierno”. Y agregaba: “Un porcentaje ligeramente menor está de acuerdo también con mantener o incrementar las relaciones con Hugo Chávez”.
El Centro de Estudios de Opinión Pública de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA llegó a las mismas conclusiones tras realizar una encuesta de boca de urna el 24 octubre. Preguntó no sólo por el voto sino por el motivo del voto. Y encontró que algunos puntos superaban el 54 por ciento de apoyo a Cristina: los juicios por violaciones a los derechos humanos, la Asignación Universal por Hijo, el papel decisivo del Estado en la economía y la relación con Sudamérica.
Los resultados de las encuestas eran consistentes con unas elecciones en las que después del Frente para la Victoria salió segundo el Frente Amplio Progresista con el 17 por ciento de los votos. En ciertos aspectos de la realidad las diferencias son fuertes. Hermes Binner, el candidato del 17 por ciento, hizo hincapié en la inflación como un problema básico de la Argentina, tesis que no comparte el Gobierno. También pidió en su momento más diálogo institucional. Pero en temas emparentados con YPF sus legisladores ya habían votado junto con el Gobierno. Fue el caso de la estatización de Aerolíneas Argentinas y la recuperación pública de los fondos jubilatorios hasta entonces en manos de los bancos y las AFJP. Era razonable suponer que ante una medida en el mismo tono los mismos legisladores u otros nuevos votasen igual. El 71 por ciento que deriva de sumar el 54 del FpV al 17 del FAP, o un porcentaje mayor si se tomaba en cuenta una parte de los votos para la Unión Cívica Radical y para el Peronismo Federal, parecían, entonces, un anticipo de votaciones parlamentarias como la de YPF y de niveles de simpatía popular como los que indica la encuesta del CEOP.
Nada indica, por otra parte, que la aprobación del control estatal de YPF signifique la santificación de todo lo actuado por el Gobierno en energía desde el 2003. Refleja la reacción ante la iniciativa nacionalizadora. Se podría decir que refleja nada más que la reacción. Es una lectura. Pero también puede interpretarse que refleja nada menos que la aprobación ante el control estatal.
Fernando “Pino” Solanas, el diputado de Proyecto Sur al que nadie puede tildar de kirchnerista, criticó durante el debate sobre YPF y después que el oficialismo debió haber abierto en el Congreso el proyecto del Ejecutivo para permitir correcciones, sugirió la estatización total, alertó contra el 88 por ciento de matriz petrolera basada en gas y petróleo, pidió una auditoría de cada yacimiento y exhortó a cuidar el medio ambiente. Pero votó en general porque, según explicó, “uno no puede oponerse a un paso positivo justamente cuando es positivo, así sea insuficiente, y no importa quién haya querido dar ese paso”. Para Solanas, el control estatal de YPF es una base mejor que la existente antes de la promulgación de la ley para formular otra política energética o analizar cómo debe ser gestionada la empresa.
Ni Hermes Binner ni Claudio Lozano ni Pino Solanas, y tampoco Ricardo Alfonsín en su discurso, interpretaron que la expropiación casi total de Repsol respondía a un intento de manipular la opinión pública. Actuaron de modo práctico. Frente a una medida concreta tomaron una decisión concreta (el voto positivo en general), criticaron lo que juzgaban negativo, hicieron historia de los puntos que consideraban negros en los últimos años y propusieron medidas hacia adelante.
Dándole una vuelta más al tema, podría existir este planteo: “Está bien, no se trata de manipulación sino de un hecho concreto, pero también el desembarco en Malvinas por parte de Leopoldo Galtieri fue un hecho concreto. Y la manipulación vino después, para convertir el desembarco en apoyo popular hacia la perpetuidad del régimen”.
El enorme punto débil de esa idea es que el desembarco fue decidido por tres personas, los miembros de la Junta Militar, y el control estatal de YPF fue impulsado por un gobierno surgido de los votos y aprobado por legisladores de todas las fuerzas políticas votados democráticamente en elecciones limpias.
Es evidente que si el plan de mediano plazo del gerente general Miguel Galuccio es sensato, si el Estado contiene el drenaje de dólares que se produjo por la política energética según el ex ministro de Economía Roberto Lavagna, si una nueva estrategia se impone y si esos tres elementos son apreciados como positivos por los habitantes de la Argentina, el Gobierno obtendrá un rédito político. Pero pretender lo contrario suena más bien obtuso. La política es una combinación de convicciones, sentido de la oportunidad, medición de fuerzas, búsqueda de conveniencias generales y también el trabajo en procura de mayores espacios partidarios o sectoriales. Sospechar intenciones es legítimo. Obturar, por esa sospecha, el análisis realista de un hecho concreto producido en un marco democrático y poner esa sospecha por encima incluso de una posición crítica, lleva a la nada. Para ponerlo en términos energéticos, es puro gas venteado a cielo abierto.
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