Lun 14.05.2012

EL PAíS  › OPINIóN

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› Por Eduardo Aliverti

Como la Presidenta ocupa casi todo el centro de la escena, tiene su lógica que las críticas también se centren casi exclusivamente en su figura y en el andar del oficialismo. El punto, entonces, consiste en si la cantidad y calidad de esos cuestionamientos son razonables o, más bien, el producto de que la prensa vive de las malas noticias. Si son reales, mejor. Y si deben inventarse, qué se le va a hacer.

Entre lo más destacado, se anotó la reprimenda de Cristina a algunos gremios por sus exigencias salariales. Gremios presentados periodísticamente como si fueran el sindicalismo entero. En rigor, suena contradictorio escuchar a la jefa de Estado, quien no pierde oportunidad para recordarles a los grandes empresarios que están levantándola en pala, meterse con los reclamos surgidos en las paritarias. No hay, ni en la actividad ni en las pretensiones gremiales, intento alguno de incendiarle el modelo. Nadie tiene esa capacidad, además. Aunque entendible políticamente, fue injusto, y más al haberles dado a sus palabras sentido de factura histórica, meter a todos los dirigentes sindicales en la misma bolsa. Se cuela en el tema la interna de la CGT. Pero eso no justifica argumentos –sobre la apropiación de la renta, al cabo– que fueron y serán usados contra las necesidades de los trabajadores. Así procedió el tratamiento de los medios opositores. Y en relación inversamente proporcional, la Cristina de que se sirvieron para obturar los reclamos salariales fue ignorada, virtualmente, en su referencia directa a Macri como la Gata Flora. Siempre acerca de la calesita interminable del alcalde porteño por la administración de los subtes, la estocada presidencial lo dejó sin respuesta. Porque no la tiene y porque le faltan toneladas de calle para contestar a esa picaresca, en el orden que se quiera. Lo cierto continúa siendo que Macri goza de una protección mediática capaz de ratificar aquello de que nunca debe perderse la capacidad de asombro. ¿Hay comparación, sin ir más lejos, entre la invisibilidad que le dispensan a su carácter de procesado en la causa de espionaje telefónico –a más de todos los expedientes que lo involucran– y el batifondo armado contra Boudou? No es cuestión de juzgar, a priori, la inocencia, culpabilidad o responsabilidad de uno y otro. Es, solamente, tomar nota de cómo se juega. De identificar, quitándole al término su acepción de buchoneo, a los que dejan claro de cuál lugar hablan. Y a los que pretenden que hablan desde ninguno. Entre éstos también se anotan quienes intentan provocar un clima panicoso respecto de los controles de la AFIP a la compra de dólares.

Otro de los episodios apasionantes de que se valieron las “corpo”, para ejemplificar la displicencia decadente de “la institucionalidad”, fue que el candidato a ocupar el cargo de procurador general de la Nación falseó su curriculum (la inmensa mayoría de la sociedad no tiene ni idea de qué hace ese funcionario; lo cual es, por cierto, lamentable). Daniel Reposo, que de él se trata, lo desmintió. Naturalmente, no le dieron pelota. ¿Sería un tópico de primera plana si hubiera otro más escandalizante para atacar al Gobierno, agotada ya la táctica de horadar a Boudou? Quede claro que no se discute la legitimidad de hurgar en desprolijidades y sospechas mayores o menores, sino que se procura establecer la relación entre magnitud real y agrandada. Por antítesis, ¿es posible que un gobierno ultraconservador como el español estatice el cuarto banco en importancia, viniendo como viene de histeriquear porque la Argentina recuperó una empresa de bandera, y los medios argentinos de oposición ninguneen el asunto? Sí, es posible porque saben que detrás hay una maniobra bien conocida por estos lares: socializar las pérdidas privadas. Tampoco les pareció atendible que, el miércoles pasado, la Guardia de Finanzas italiana allanara la sede central del tercer banco del país, el más antiguo del mundo, el Monte dei Paschi, por un caso de especulación abusiva. Imaginemos lo que pasaría aquí si allanaran una entidad financiera de semejante porte, que además es sponsor en la liga itálica de fútbol. Estarían montando un escenario de catástrofe anti-inversora, de inseguridad jurídica terminal, de golpe decisivo contra el necesario clima de buenos negocios.

En el suplemento Cash de este diario, el domingo anterior, hay una excelente nota central con el economista chileno Gabriel Palma, de la Universidad de Cambridge. El tipo estudia cómo son los vínculos del Estado con las elites empresarias. Y dice que en América latina el capitalismo funciona si los ricos están contentos, mientras en Asia sólo marcha bien si los ricos están disciplinados. Por lo tanto, propone que el Estado recupere su decisión y eficacia para comandar a las cabezas de la clase dominante. Pone como ejemplo el caso argentino y, en particular, la expropiación de Repsol. En una de sus respuestas, señala que se trata de “condicionar las rentas y beneficios que el Estado entrega a las elites empresarias”, y aclara que eso “no significa que los empresarios dejen de ganar plata, sino que reinviertan sus ingresos, suban productividad e innoven tecnológicamente”. En otra, explica lo ocurrido en los ’80 con algunas compañías coreanas, que “debieron cerrar porque el gobierno les cortó el acceso a subsidios” al no haber cumplido las exigencias estatales de rendimiento. “Cerraron y se despidió a trabajadores”, pero –aclara– en una economía de fuerte crecimiento, la demanda de trabajo es igual de fuerte. “Hyundai, en los ’70 y ’80, tenía acceso a todo lo que quería; el mercado doméstico cerrado para (a favor de) ellos; tasas de interés reales negativas, pero la condicionalidad era que exportara un tercio de su producción, reinvirtiese prácticamente todas sus utilidades y ofreciera un producto de alta calidad.” Palma recuerda que “en América latina se dieron las mismas facilidades durante el proceso de sustitución de importaciones, pero sin condicionarlo”. Y agrega el caso de la India, la democracia más grande del mundo, “donde el 10 por ciento más rico invierte el 80 por ciento de lo que gana”. Por bastante o mucho menos que esa acción estratégica de los tigres asiáticos y de una de las economías emergentes, endiosados por nuestra derecha como símbolo de lo que debe hacerse para crecer, acá se dedican a gastar a Guillermo Moreno por su portuñol. A pasar por sus modos intemperantes el centro analítico de cómo protegerse frente a la crisis externa. A horrorizarse porque, en lugar de bajarse los pantalones con los grupos que toda la vida hicieron lo que quisieron, esta vez les marcan la cancha.

Les faltan varias materias para recibirse de cipayos considerables. Ni siquiera hablemos de que puedan ser cuadrazos del discurso reaccionario. Operan con fuegos artificiales que terminan en cebita. Les alcanza para comprar al tilingaje. Pero no para hacer realidad el sueño de que, por fin, las cosas estallen. Hace alrededor de cinco años que vienen anunciándolo. Más concretamente, desde el conflicto con la gauchocracia que estos días, con el Che Biolcatti al frente, mandó un grupo de choque a la Legislatura bonaerense para impedir la suba del impuesto inmobiliario rural. Unas decenas de garcas y aspirantes, dueños de tierras donde el precio de la hectárea orilla o supera los 10 mil dólares con una tasa impositiva de poco más de mil pesos, derribaron rejas para entrar al recinto y apretar a los senadores. A eso le llaman custodiar la “calidad de las instituciones”. De todas maneras, la cuestión no es tanto ésa como el hecho de que en 2008 iban a cargarse al virola y a la yegua. Acaban como una patrulla de barrabravas que vienen de perder las elecciones en sus propios búnkeres de soja, con el periodismo independiente mirando para otro lado, acusando a La Cámpora o delineando el disturbio como emblemático de la interna entre Scioli y Mariotto, trama esta última que habrá de ser la nueva comidilla de largo aliento. Si son un Quebracho Vip, tratemos de que no se note.

Esa es la gente que todos los días pronostica el Apocalipsis. Sigan participando.

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