EL PAíS › SOBRE LAS RELACIONES ENTRE ARGENTINA Y ANGOLA
Opinion
Por Gabriel Di Meglio *
Mucho se ha dicho sobre Angola en estos días. En varios medios el país fue presentado como un lugar exótico, distinto y totalmente desconectado con nosotros. Sin embargo, como los presidentes recordaron en su encuentro, la historia argentina tiene un importante vínculo con Angola.
Es bien sabido que el Río de la Plata fue uno de los destinos de los comerciantes de esclavos europeos que embarcaban cargas de cautivos en Africa y las trasladaban a América. De 1680 a 1777 entraron al menos 40 mil esclavos en la región, mientras que entre esa última fecha y 1812 –cuando se interrumpió el tráfico– unos 70 mil fueron desembarcados en Buenos Aires y Montevideo (a esa cifra hay que sumar otra, desconocida, de esclavos ingresados por tierra desde Rio Grande do Sul). El 22 por ciento de los que llegaron directo desde Africa provenía de Congo y de Angola. En realidad partieron muchos más pero uno de cada cinco, como promedio, moría en los barcos. El viaje desde Angola tomaba dos meses por las corrientes marítimas, y las condiciones de vida a bordo eran pésimas, lo cual causaba una gran mortalidad.
De los cuatro puertos del Africa centrooccidental donde se embarcaban esclavos –Loango, Cabinda, Luanda y Benguela–, los tres últimos pertenecen hoy a Angola y dieron nombre a varios grupos de esclavos rioplatenses en la época colonial (los benguela, los cabinda, etc). Estos esclavos eran vendidos en los puertos; algunos quedaban allí y otros eran enviados al interior, donde Córdoba, San Miguel de Tucumán y Salta eran mercados destacados. Trabajaban en las haciendas y estancias, eran empleados como servicio doméstico de familias pudientes en las ciudades o como trabajadores de panaderías, molinos, fábricas de ladrillos y talleres de artesanos. Otros eran alquilados como mano de obra; ganaban un salario y se lo daban a sus amos, quedándose con una parte. Ese dinero les permitía ahorrar para tratar de acceder a lo que la mayoría perseguía durante toda su vida: la libertad. La conseguían los que podían comprársela o quienes la recibían de sus amos, en general cuando ya eran viejos.
Tras la Revolución de 1810 se prohibió el tráfico de esclavos y luego se sancionó la libertad de vientres, pero no se abolió la esclavitud, dado que los dirigentes hicieron primar el derecho de propiedad sobre el de libertad. Con la Guerra de la Independencia, a los esclavos hombres se les presentó una oportunidad: quienes entraban al ejército tenían la promesa de salir libres al terminar el servicio. Su participación fue muy importante, en particular en el Ejército de los Andes, donde constituyeron el grueso de la infantería. Es decir que muchos angoleños jugaron un papel decisivo para asegurar la independencia de lo que terminó siendo Argentina.
En el período colonial, los negros libres se reunían en “naciones” que agrupaban a gente que había sido capturada en la misma región. En Buenos Aires sobresalían las de los Congo y los de Angola. Se reunían los domingos en espacios llamados “tambos” o “tangos”, donde realizaban bailes. Después de la Independencia fueron reemplazadas por las “Sociedades Africanas”, controladas por el Estado, que reunían fondos para comprar la libertad de esclavos, daban préstamos, organizaban misas para los antepasados y realizaban bailes que recreaban los vínculos de la comunidad. Entre esas sociedades, la de los Benguela, los Angola y los Cabinda tenían origen angoleño. Pero a lo largo del siglo XIX, junto al declive demográfico, la colectividad negra perdió progresivamente su identidad cultural y también su identidad racial, tendiendo a difuminarse en la sociedad “blanca”. La impronta africana terminó invisibilizada en nuestro país.
Lejos de ser un lugar enteramente ajeno, Angola debe ubicarse junto a España, Italia, Polonia, Serbia, Croacia, Siria, Irlanda y otros más como uno de los países de donde provinieron los inmigrantes que contribuyeron a conformar la sociedad argentina, aunque los angoleños, por ser migrantes forzados, hayan perdido la relación con su tierra de origen y la mayoría de los vínculos con su pasado.
* Historiador (UBA-Conicet).
Opinion
Por Guillermo Levy y Andrés Ruggeri *
Todos conocemos a Mandela, su lucha contra la segregación racial, su prisión y su papel en la democratización de la Sudáfrica del apartheid. Menos conocido es que un capítulo fundamental del fin del régimen racista se jugó en Angola. La liberación de Nelson Mandela de la cárcel fue una consecuencia directa de la derrota del ejército del apartheid en los campos de batalla de Angola, del sacrificio de decenas de miles de angoleños y la acción decisiva de un país latinoamericano, Cuba.
En los convulsionados últimos años de la Guerra Fría, el drama que se vivió en el sur de Africa pasó por un episodio más del conflicto internacional entre los dos grandes bloques políticoeconómicos existentes hasta ese entonces. Pero, en realidad, la guerra que se libró en suelo angoleño fue el último acto de la descolonización del sur africano. La Sudáfrica blanca y racista necesitaba de un cinturón de Estados títere y de la ocupación directa de Namibia (el territorio entre Angola y Sudáfrica, ocupado por este país) para tender un “cordón sanitario” contra la rebelión de los pueblos africanos. El fin del colonialismo portugués, con la “revolución de los claveles”, en 1974, precipitó las cosas, y la amenaza del triunfo del Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) desencadenó la intervención de las fuerzas armadas del apartheid y del sangriento dictador Mobutu, del Zaire, apoyados bajo cuerda por Estados Unidos, intentando evitar una Angola libre. Fue un Vietnam al revés, cuando una fuerza de más allá del océano, cubana, ayudó al MPLA a salvar su independencia y rechazar a los poderosos sudafricanos hasta las fronteras de Namibia. Fue una dura lucha que duró más de una década, hasta que las tropas racistas fueron vencidas en Cuito Cuanavale, en 1988. La derrota obligó a los dirigentes del apartheid a buscar la salida negociada. Liberar a Mandela fue la prenda de paz previa a los acuerdos que sellaron la independencia de Namibia, el fin de la guerra de liberación de Angola y la caída del régimen segregacionista de Sudáfrica. También significó la paz en Mozambique, la otra ex colonia portuguesa hostilizada por los sudafricanos blancos que armaban a la guerrilla de ultraderecha de la Renamo.
¿A qué viene todo esto, si ahora se trata de hacer acuerdos comerciales con Angola y las luchas de liberación parecen cosa del siglo pasado? A que Angola no es cualquier país de Africa. Angola es un territorio estratégico y por eso allí se jugó la página decisiva de la lucha por la liberación de los pueblos africanos. Angola, una vez acabada la larga guerra en la que su economía fue destruida también por la guerrilla de la Unita apoyada por la CIA y que siguió destruyendo el país hasta varios años después en disputa por la dominación de los diamantes, comenzó el lento y trabajoso camino de reconstruir su infraestructura y empezar a transformarse en una potencia africana. Pero escuchando y leyendo a muchos medios y opinadores, seguramente llevados por su oposición cerrada a toda acción de este gobierno, pero también por su ignorancia y sus prejuicios, pareciera que Angola es un país salvaje y primitivo poblado por etnias de la edad de piedra y elefantes y que sólo produce bananas. Hay elefantes, hay bananas y una enorme diversidad étnica y cultural, pero también hay una importante cuenca petrolera y una creciente pujanza económica.
Africa es, más que pobre, como es el destino de todas las naciones sojuzgadas durante siglos por el colonialismo europeo, empobrecida. Y Africa es una gran cantidad de países, pueblos, regiones, con historia, luchas y esfuerzos por vivir mejor, no una masa indiferenciada de negros con huesos en la cabeza a modo de moño, como parecieran pensar muchos medios que van de la crítica al sarcasmo para hablar del viaje del gobierno argentino. Africa es un continente sufrido, no se le escapa a nadie, pero con un potencial enorme, económico, político y cultural. ¿Por qué no apostar a su desarrollo, a incrementar el intercambio y el comercio, a crecer juntos, en vez de seguir mirando exclusivamente a la decadente y cada vez más en crisis Europa, o a los agresivos Estados Unidos? ¿Por qué seguir reproduciendo el esquema colonial de desprecio, prejuicios y racismo? ¿Sólo por pegarle al Gobierno? ¿O, además, por seguir pensando en términos coloniales?
Escuchamos estos días la vuelta al discurso descalificador de la política de Derechos Humanos a partir del viaje comercial a un país con un gobierno que supuestamente los viola. ¿Argentina sólo puede comerciar con los países que muestren certificaciones de calidad en materia de Derechos Humanos otorgadas por los medios dominantes? Muchos de los países con los que comerciamos están mucho peor en esta materia, pero al estar lejos de los estigmas racistas, clasistas y colonialistas de una parte de nuestro país no entran en el pabellón del infierno.
En la ciudad de La Haya funciona la Corte Penal Internacional, un intento de tribunal mundial de Justicia penal para perseguir delitos de lesa humanidad y genocidio. Un enorme predio con millones de euros de presupuesto que prácticamente sólo tiene encausados e investigados a grupos y gobiernos africanos y que no tiene causa ni investigación abierta contra los conquistadores de Irak y Afganistán o los bombardeadores de Libia. A los miembros del Consejo de Seguridad de la ONU que controlan este tribunal los guía la misma hipocresía y matriz colonialista que a muchos de nuestros formadores de sentido común. Horrorizados por la falta de dólares y entre horrorizados e hilarantes por la expedición a la salvaje Africa.
La misma estirpe de pensamiento que desprecia a las clases populares de nuestro propio país, que prefiere el sometimiento a los “civilizados” a la alianza liberadora con los dominados, que le molesta tan poco el rey de España matando elefantes y los ingleses en Malvinas como el atropello a nuestra soberanía y el despilfarro de nuestros recursos, es la que opera atrás de la descalificación de los angoleños.
* Levy es sociólogo y docente (UBA-Untref); Ruggeri es antropólogo social y docente (UBA).
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