Dom 27.05.2012

EL PAíS  › LAS MUJERES DE LIBERTADOR GENERAL SAN MARTIN REVELAN LAS HISTORIAS DE SECUESTROS, TORTURAS Y ABUSOS

“Quisieron reducirnos a la nada”

Secuestradas en los pueblos que dependen del Ingenio Ledesma, empiezan a hablar de las torturas, pero también de los delitos de violencia sexual que padecieron. El pueblo, ayer y hoy. Las “reuniones para no llorar”. “Quisieron tomar nuestro espíritu, que es algo que no podían tener”, dice una de ellas.

› Por Alejandra Dandan

Desde Libertador General San Martín

Hilda Figueroa se para en la reja de entrada de la puerta de la casa, en medio del pueblo del Ingenio Ledesma, que aún actúa como una fuerza de ocupación. “Las torturas y los golpes eran más dolorosos que las violaciones”, había dicho. “Nos dejaron una secuela terrible: ellos quisieron reducirnos a la nada, como diciendo: ‘No son nada, miren lo que podemos’. Tal vez buscaron exterminarnos psíquicamente, eso; a nosotras las mujeres, pero también a los hombres.” Ya sobre la puerta de la reja, mientras se dispone a cerrarla, vuelve a la escena como si siguiera pensando: “Quisieron tomar nuestro espíritu, que es algo que no podían tener”.

En los últimos dos años, mientras algunas causas de lesa humanidad intentan recuperar las historias de los detenidos desaparecidos en clave de género, para definir, entre otros aspectos, los delitos de violencia sexual; mientras ese mismo eje abre debates sobre por qué volver a ese lugar de esta manera y en todo caso, cómo hacerlo; mientras sucede todo eso, entonces, en Jujuy un grupo de mujeres recoge datos sobre escenas a las que en muchos casos recién ahora intentan ponerles palabras. Entre ellas están quienes fueron secuestradas en la sucesión de siete noches de apagones de julio de 1976, pero también las que habían llegado antes a la cárcel. Entre ellas empezaron a trabajar sobre la violencia sexual, pero en el medio de los temblores que empiezan a provocar los movimientos en los expedientes más importantes de la provincia, hay quienes hablan por primera vez del secuestro.

“A partir del año pasado, una de las compañeras me contó que este (el de los delitos sexuales) es un planteo que se está haciendo en otros lugares”, dice Hilda. “Ella me lo cuenta en noviembre del año pasado, acá lo empezamos a trabajar, pero era difícil: entonces lo nombrábamos al pasar.”

Los datos acerca de “eso” que todavía no se nombraba empezaron a aparecer a partir de una planilla. Un grupo de ex presos políticos salió a timbrear casa por casa a los ex compañeros para hacer un censo y ver en qué condiciones vivían. Si tenían casa. Si tenían o no tenían obra social. En el camino, una de las compañeras a la que muchos habían escuchado gritar durante el secuestro por situación de violación, se encontró con un relato parecido durante el relevamiento. Cuando volvió, se lo contó a las otras compañeras en un encuentro al que llaman: “Reunión para no llorar”. Les dijo que a ella también le venían escenas, pero no las recordaba, como si algo se le hubiese ido a otra parte.

“Ella se puso muy mal y decía: ‘Yo no me acuerdo’ y nos relata ciertos manoseos, algunas cosas, pero no más. Consultamos con un psicólogo que nos habló de los ‘recuerdos encubridores’, que son como un defensa para no sufrir. Así empezamos a trabajar sobre el tema, primero decíamos que íbamos a hablar de ‘eso’ y después seguimos y seguimos y a esta altura nosotros podemos hablar y hablar de violación. Podemos verbalizar la palabra: hemos llegado a que el delito está ahí y afuera de nuestros cuerpos”, cuenta Hilda.

–¿Vos lo estás diciendo por primera vez ahora?

–No, siempre lo dije. Lo que pasa es que siempre hablaba de mí. Y hace poco empecé a hablar de nosotros. Porque a todos nos pasó lo mismo. Empezamos a hablar de los otros. Ahora yo hago un mensaje sublimado como parte de un colectivo: nos desaparecieron, nos violaron, nos torturaron. Entonces ya es un mensaje más fuerte.

La salida

En los años ’70, en el Ingenio Ledesma funcionaba el único hospital del pueblo y la única escuela. Aunque ahora las dos instituciones pasaron a manos del Estado nacional, los habitantes del departamento de General San Martín suelen hablar de Ledesma en términos de Estado. En el aeropuerto de Jujuy, el cartel de bienvenida a la provincia es un letrero de la empresa. En la sede del Ingenio está instalada una delegación de Gendarmería a la que los vecinos mencionan como “la comisaría”. En las calles de los barrios de alrededor en vez de patrulleros de la policía circulan trailers de Ledesma, los mismos que circulan en los relatos de las víctimas de la Noche del Apagón y actualizan la certeza de sentirse perseguidos.

Las mujeres de las tres localidades cuyas vidas dependen del Ingenio y fueron secuestradas o detenidas antes o durante la dictadura, en la lista que elabora Hilda son unas veinte. Pero no son las únicas, porque muchas todavía no se animaron a hablar.

En una casa vecina a la de Hilda acaban de reunirse tres mujeres. En compañía de esta cronista hay un abogado de las querellas de la causa del Apagón que representa a los organismos de derechos humanos. Es un aliado. Ante él estas mujeres deciden ponerse a hablar. “¿Usted cómo se llama?”, le pregunta el abogado a una de ellas. “¿Nunca habló?”, insiste. Ella todavía llora como un niño que vuelve al terror por primera vez. Se estremece. Explica cómo, la madrugada del 21 de julio de 1976, se acercó a la “comisaría” del pueblo porque le habían dicho que habían detenido a su hermano. Ella entró en ese lugar durante no más de seis u ocho horas, pero en realidad todavía no parece haber salido.

“Yo tengo miedo, sabes por qué –le dice–, porque demasiado ya he pasado. Yo la he pasado horrible. Nosotros no dormíamos. Pasaba una noche, cortaban una luz, pasaban dos días, cortaban la luz y llevaban a otro. ¡No sabíamos si nos tocaba a nosotros o a otros hermanos! O a mi esposo, que casi se lo llevan también. Yo tenía mi chiquita de diez meses, y no lo han llevado a mi esposo no sé por qué, porque tuvo un Dios aparte, si no esas criaturas hubiesen terminado solas. Cuando yo llegué de vuelta, estaba mi esposo con la casa toda dada vuelta. Y él me dice: ‘A mí me tenían atado’. ¿¡Qué iba a hacer con las tres criaturas!? ¿Con quién se iban a quedar? ¿Solas? ¡No! Yo tenía miedo. Porque iba a esperar a mi hermano: a ver si aparecía o no aparecía, como hacíamos todos, como se hacía con los que venían de la guerra, ahí, a la plaza: íbamos desesperados para esperar a ver si ellos venían.”

Hilda vive a unas cuadras de ahí. En el mismo barrio. Ella estudiaba abogacía en Tucumán, la habían operado de una pierna, llevaba quince cirugías por las secuelas de una polio y estaba esperando la última intervención para poder caminar sin aparatos ni muletas para marzo de 1976. El 24 de marzo su madre se la llevó de Tucumán de nuevo a su pueblo en Calilegua, vecino a los Blaquier. La madrugada del 20 al 21 de julio, la primera de las siete noches de redadas en torno del Ingenio, se llevaron de Calilegua a doscientas personas. Hilda era una de ellas.

“Yo supongo que me llevaron porque tuve una militancia, en cuanto a ponerme en contra del tríptico: era un proyecto del ministro de Educación que quería poner un año de ingreso en la Facultad de Derecho. Yo andaba por todos lados haciendo notas en el centro de estudiantes de Derecho, era muy petardera con el tema de las notas. De reunirme con el decanato, con el secretario académico y bueno, yo andaba ahí. Esa es mi interpretación, porque en Calilegua la cosa era distinta: yo era la excluida de la familia, pero el resto eran todos ‘ledesmistas’; mi tío era jefe de recepciones laborales del Ingenio, todos eran nariz parada, no era que porque yo caí presa no nos hablaban: ya no nos hablaban desde antes. Así que si fuera por eso (Ledesma), no me tendrían que haber llevado porque yo era de las familias de staff. La única casa tiroteada fue la mía. Lo que yo pude recoger es que a un policía de la provincia que habían mandado para que vaya a controlar quién entraba en mi casa y quién salía y cómo yo estudiaba con un grabador nacional, porque estaba toda modernizada, cuando lo vio hizo una acusación como que yo tenía una radio clandestina.”

Arriba de una mesa, Hilda tiene papeles, archivos y una lista con nombres de quienes hicieron Inteligencia en Salta y Jujuy. “Para que te des una idea mejor de lo que pasó voy a dibujarlo”, dice y agarra un papel. “En ese momento no se llamaban todos los pueblos como ahora que están todos en el departamento de General San Martín; en ese momento había tres localidades: una era Calilegua, al lado estaba la localidad de Ledesma y al lado General San Martín.”

Las sucesiones de secuestros que duraron hasta el 27 de julio de 1976 les permitió a las patotas levantar a obreros sindicalizados y estudiantes que estaban relacionados con la historia reciente de cada uno de esos pueblos. En Calilegua, dice Hilda, había una empresa, la de los Arrieta, dedicada a los cítricos y madera, que a comienzos de 1970 se fusionó con Ledesma. Las topadoras barrieron con los naranjales en la fusión y “ahí empieza el quilombo: plantan caña, los pueblos originarios que trabajaban en las naranjas se quedan sin trabajo, muchos de estos obreros que tenían sus casitas ahí después de mucho tiempo de negociación pasan a trabajar al Ingenio y a la zafra, pero tampoco pasan todos porque ya llegaban las máquinas: primero semimecanizadas, después mecanizadas: una máquina reemplaza primero a diez familias, después a cincuenta”.

Con la caída de Calilegua cayeron muchos de los obreros organizados en torno de la lucha del sindicato previo a la fusión. En ese pueblo, la primera noche se hizo la redada más grande: se llevaron a doscientos de ahí, dice Hilda, a cuarenta de Ledesma y a diez de General San Martín. En las siguientes noches levantaron a otras cien personas. “A todos nos secuestran de nuestras casa: estábamos durmiendo, entran a la casa rompiendo todo, asustando a la gente, a la familia, a los chicos. A los que no encontraban les dejaban un mensaje para que se presentaran al día siguiente, y la gente se presentaba. De nuestra casa nos llevan y nos iban cargando en una especie de celular: eran nueve celulares que llegaron al Ingenio a eso de las nueve de la noche (del 20 de julio), varios Unimog, camiones del Ejército. Yo me hacía la canchera: como había vivido en Tucumán tenía normalizados los helicópteros y así que le dije a mi mamá que debía ser un operativo rastrillo. Conclusión: esa noche parece que les quedaron cortos todos los vehículos que traían para levantar a tanta gente y ahí entró la colaboración de las camionetas del Ingenio. Que no han de ser muchas, pero sí han colaborado porque la gente vio. Vio. Porque las camionetas tenían un número.”

De las casas, los del pueblo pasaron a la comisaría de Calilegua y luego al destacamento de Gendarmería del Ingenio Ledesma. “Por supuesto ya teníamos vendados los ojos y nos ataban. Nos bajaron primero en la comisaría y nos ponían un número, a mí me prendieron un número acá. Todos se acuerdan los números. De ahí empezó a caminar el vehículo y nos llevaron al Ingenio Ledesma. Ahí había muchos ruidos, muchos móviles, la gente que intervino hacía mucho ajetreo, tocaban el bombo y los tarros y esa noche estuvimos mucho rato ahí.”

Alrededor de las cuatro de la mañana los llevaron a Guerrero, el pueblo donde funcionó una hostería como centro clandestino. “En el traslado no escuché voces de mujeres, pero cuando ya nos tiran en el piso de Guerrero, como en una esquina es como que nos arrinconan a las mujeres”, dice Hilda. Eulogia Cordero de Garnica era la mujer Donato Garnica, el fundador del sindicato de zafreros de Ledesma, comisionado del Calilegua, que a esa altura estaba preso. Se lo habían llevado con otros compañeros, entre ellos Jorge Osvaldo Weisz, vicepresidente de la obra social del sindicato de obreros de Ledesma, recién fundada, a quien la empresa persiguió y sobre el que hizo inteligencia en 1976, de acuerdo con lo que describen los archivos recién encontrados en los allanamientos. Weisz está desaparecido. Donato estuvo ocho años preso. A Eulogia se la llevaron con dos hijos. Ella estuvo un año entre secuestrada y en una prisión de Gorriti. Sus dos hijos Domingo Horacio y Miguel Angel están desaparecidos. Delicia Alvarez era catequista. Se la llevaron esa misma noche. Tenía entre 18 y 19 años. Hilda dice “te la digo corta” y dice que la acusaban de estar de novia con un estudiante universitario tucumano de Calilegua que actualmente está desaparecido. Delicia es otra de las mujeres sometidas adentro de la cárcel. A los nueve días fue liberada.

María Cortez tenía 18 años. Era soltera, hacía la secundaria, estuvo secuestra de nueve a treinta días. Buscando razones para entender un secuestro que en esos pueblos parecen haberse hecho con la lógica de los círculos concéntricos: primero a los militantes, después a los amigos, luego a quien hacía falta, de ella dicen que se la llevaron porque uno de sus tíos era dirigente del PC.

Ana María Pérez es la quinta mujer que Hilda reconoció esa noche en Guerrero. No estudiaba. En los relatos que siguen armándose, a Ana María la secuestraron porque no estaba en su casa, sino que la encontraron en el medio de la calle.

La violencia

Hilda declaró lo que sucedió con ella dentro de Guerrero en un juicio por la Verdad. Estuvo unos días en el centro clandestino antes de ser derivada al penal de varones de Gorriti, en el que se habilitó un pabellón de mujeres. Allí estuvo con Rita y otras mujeres de Ledesma, la mayoría de la escuela Normal, detenidas antes del golpe.

“En Guerrero estuve más o menos diez días, digo más o menos porque yo tenía una visita todos los días de un hombre del que no sé el nombre”, explicó. “Me decía que ya me iba en libertad. El 28 de julio, estando en ese lugar, ahí yo me entero, y no me olvido nunca más, de que era el día de Gendarmería Nacional: porque ese día había como una fiesta y vinieron y me llevaron. Pero ya me habían llevado varías veces antes y abusaron de mí. Pero esa vez me llevaron para que los ayude a hacer empanadas. Me sentaron frente a una mesada en un banquito o una silla y me sacaron la venda y me dijeron que mirara nada más las empanadas que tenía que hacer. Yo pude ver a muchachos jóvenes altos con uniforme de Gendarmería Nacional que hablaban con acentos de Corrientes, de Misiones. En un momento dado me quitaron la venda, me vendaron de nuevo y yo pensé que me llevaban al lugar donde estaba antes, pero me llevaron a otro lado: era una pieza donde había una cama cucheta, donde abusaron todos de mí y como si fuera que alguien importante viniera, me levantaron rápidamente a medio vestir, me llevaron alzada hasta el lugar donde yo estaba y me tiraron cuatro o cinco escalones.”

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