EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
La cotización del dólar es el tema mediático predominante, por momentos excluyente, con una carga de angustia (?) cotidiana y prospectiva que no se veía hace rato. La sensación es que asistimos a un doble chantaje: el de los operadores del “mercado” y, sobre todo, la presión de las corporaciones periodísticas opositoras.
El fallo de la Corte sobre la aplicación de la ley de medios y el quite de la concesión a TBA aplacaron por no más que unas horas esa supremacía ya propagandística de cuánto sube el paralelo. Es probable que tenga más efecto el discurso de Cristina en Bariloche. Al margen de su brillantez para encuadrar el 25 de Mayo y de poner en caja las críticas por algunos episodios del viaje a Angola, rechazó toda posibilidad de volver a sucederse en la Presidencia aunque no lo dijo en forma explícita. Y para despreocupar sobre los verdes vaivenes, manifestó desconocer dónde se habrá metido los billetes un amigo de su hijo que en 2002 especuló con el dólar a diez pesos. Pero fue la propia Cristina quien dijo que “todo se repite”. De acuerdo con su carácter de elemento folklórico nacional y obsesivo (mientras le demos a “nacional” el rótulo de “opinión pública”, en su acepción de suma de opiniones que se publican), el futuro del dólar no sólo conllevará lo que ocurra debido a aspectos técnicos locales e internacionales. La cotización de la moneda norteamericana es en Argentina, histórica e invariablemente, el ariete que se reserva la clase dominante como recurso de ataque extremo, contundente, ejemplificador, cuando ve afectados ciertos o muchos de sus intereses. No viene a cuento el debate de si este Gobierno perjudica a los ricos tanto como los ricos creen o sienten. Al contrario: podría opinarse y certificarse que nunca, o pocas veces, ganaron tanta plata. Lo que importa es aquello que sus facciones, o algunas de ellas, están dispuestas a hacer. Y lo están haciendo. Hablar de devaluación, meter miedo o incertidumbre, señalar que la economía anda a la deriva en cuanto a las certezas cambiarias, trasuntar que todo el país está preso de los controles de la AFIP hasta el punto de ya no poder siquiera salir al exterior, e incluso volver a jugar con que se lo extraña a Kirchner como piloto de tormentas, es un conjunto de tácticas de desgaste cuya previsibilidad no va en perjuicio de su eventual eficacia. No interesa cuántos son los realmente afectados. No interesa que el dichoso mercado paralelo sea el dos por ciento del movimiento formal. No interesan las herramientas oficiales que de la noche a la mañana hacen bajar al “blue”. Muchísimo menos interesa que suban las acciones de YPF, Siderar, Molinos y Aluar (uno de los mejores combos para medir el ánimo sobre la producción industrial). Tampoco interesa que “la gente” vuelva a volcarse a la compra de autos, pesificadas, frente a las restricciones para ahorrar en dólares. Hasta hace un par de semanas, la tragedia era que las automotrices entraron en dificultades. Son muy contradictoriamente berretas esta muchachada de la City y la vocería mediática que les hace el coro, en sus pronósticos elisacarriotísticos. Sin embargo, la cantidad de frívolos avala que procedan de esa manera. Lo único que les interesa es que un faltante de medicamentos, o que la empleada doméstica, imposibilitada de mandar dólares a sus familiares de países limítrofes, o que lo imperioso de salir del país por cuestiones laborales y no poder hacerlo gracias a la restricción cambiaria, sirvan para tomar el todo por la parte. Por esas pequeñísimas partes, apreciadas a escala económica determinante. Es en verdad condenable que los casos particulares no tengan una buena atención de las autoridades, como si fuesen lo mismo aquellos que se vuelcan a grandes cantidades de ahorro en dólares o quienes operan en una cueva financiera, a cuenta de grandes jugadores especulativos, y los necesitados de divisa por razones atendibles. No vengan con que esos errores, injustificables, justifican convertir al escenario en un drama de alcances impredecibles. La suma de preocupados por el dólar que no vieron un dólar en toda su vida hace acordar al clima creado durante el conflicto con la gauchocracia, cuando una insigne manga de pelotudos defendía los derechos del agrogarcaje como si alguna vez hubiera visto más tierra que la de la maceta del balcón.
Pero es así. El mercado de la bobería siempre es enorme o susceptible de serlo. La memoria histórica acerca del dólar y la formidable influencia cultural que ejerce en la sociedad ponen a la defensiva (o al ataque, según quiera verse) a la primera luz amarilla real o inventada. Ignorar ese poder de fuego, de los que ganan con la fantasía de que se pudra todo, es una displicencia suicidante. Da la impresión de que el Gobierno confía excesivamente en la mera (aunque trascendental) fortaleza de sus números macroestructurales. En que la solidez de las reservas monetarias, la balanza comercial, el manejo del déficit fiscal, los niveles de consumo interno, bastan y hasta sobran para alejar toda alarma de conmoción cambiaria. Puede ser. En éstos y otros aspectos, es imprescindible recordar que uno no es más que un comentarista. No un gestor. No un ejecutante del poder. No un informado de cada dato y evaluación que se efectúa entre aquellos que comandan. Pero, del mismo modo en que no debe portarse una soberbia sabelotodo desde espacios testimoniales, el oficialismo debería tomar –parece– una mayor nota de que están embistiendo con el dólar. No es ni la libertad de prensa, ni cómo se reparten los medios de comunicación, ni el debate sobre la megaminería, ni a quién le corresponde administrar los subtes, ni la violencia en las canchas de fútbol, ni que la oposición no existe, ni si se fractura la CGT. Ni cualquiera de ese tipo de problemáticas que, alternativamente, zahieren o benefician la imagen de unos y otros sin modificarse, en lo sustancial, que después “la gente” evalúa la película completa. No. Ahora están atacando con el emblema de lo que deja tranquila o inquieta a la clase media. El dólar. Lo demás no les surte efecto.
Semeja conveniente que el Gobierno accione y comunique mejor que no pasa ni pasará nada de lo que unas bandas de la derecha quieren que pase. Grupos de prensa, “campo”, sectores ligados a la exportación y especuladores financieros, básicamente. A los demás que se pintan la cara, como algunos dirigentes sindicales y viudas peronistas que tampoco llegan a conformar una corriente liberal ni de consenso quejoso masivo, podrían arreglarlos con unos cargos o prebendas. Si es por eso, tal vez sí haría falta la muñeca de Kirchner. De lo demás, sólo cuenta el intento de que el modelo tenga implosión hacia allí, hacia la derecha, siendo que la derecha no tiene a nadie en condiciones de armado nacional. Nada indica que eso vaya a suceder. Las cartas que juegan a Scioli deberían contemplar que si la apuesta va en esa dirección será por fuera de la estructura kirchnerista. Macri fue tanteado y sigue protegido por la prensa opositora. Pero resulta que el macrismo no pasa de su figura mediática porteña, junto a que su vocación laboral para crecer no es, digamos, un aspecto entusiasmante. Y la sobra por fuera de eso, según coincidencia unánime, no merece consideraciones. Todo lo cual está lejísimos de significar que la escena sea inmóvil, entre otras cosas –y nada menos– porque la sucesión de Cristina es una incógnita apabullante. Unicamente se trata de que hoy por hoy es así. Entonces mejor el dólar, a ver si pasa algo. Con eso siempre les fue bien a los ejércitos de la antipatria, para rescatar un término que recobró su valor. La batalla, empero, está ahora mejor dada por un gobierno que ya lleva varios años de fortaleza –incluyendo su capacidad monetaria para responder a intentos de corrida financiera– y conserva grados de respaldo popular inéditos, en nuestro país, para un período tan prolongado. Es bueno darse una vuelta por ahí, ya que estamos en el noveno aniversario de asumida esta gestión.
No cuesta nada pensar en cómo estábamos. Si el susto es el dólar, retroceder apenas nueve años tiene la yapa de recordar algunas cosas por las que verdaderamente vale la pena asustarse.
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